Ángeles vestidos de negro. Isabel Cortés Tabilo
romper con la magia de su familia ideal. Rosa se esmeraba de sobremanera en atenderlo, le llevaba el almuerzo a la lluvia, tomaban mate mirando el crepúsculo del sol, con queso asado en el brasero; luego cegaban a la par, días, meses, años, los frutos de la tierra generosa, que brindaba todo tipo de hortalizas. Rosa hacía harina, amasaba pan, lo cocía en hornos de barro, hacía chuchoca, tortillas de rescoldo, cocinaba como las diosas. Nadie tenía las virtudes de Rosa quien, a pesar del trabajo doméstico, tenía las manos blancas y suaves y las uñas largas y afiladas. Lo de diosa se lo había ganado en todo el campo por ser una mujer sin prejuicios. «La diosa», le decían los hombres que la deseaban con lujuria; a ella no le importaba, todo lo contrario.
Rosa pensaba que a las mujeres les daba una enfermedad, que ella llamaba «la fiebre roja», refiriéndose a la pasión. Lo que ella se sacaba sin escrúpulos con los campesinos que estuviesen cerca. Ella no tenía ningún tipo de remordimientos, a sus amigas les comentaba que había que complacer a los hombres, desnudarse en un ritual como un baile de odaliscas, para que las adoraran con locura. Si no lograban sacarse la fiebre, las mujeres se podrían enfermar, marchitándose como una flor sin agua.
Rosa era conocida y odiada por aquellas esposas a quienes los maridos se les escapaban en las noches en busca del éxtasis que solo la Diosa les podía ofrecer, complaciéndolos al extremo; ofreciéndoles la delicia del placer en la copa de su cuerpo. Ella los hacía volar hacia las nubes, cruzar montes y valles en las alas de la fantasía.
—¡Déjelos no más! que hable toda esa gente envidiosa porque nadie tiene la joyita que yo tengo —murmuraba Agustín, a veces confundido con tanto rumor de su Rosita.
—Ella es divina —se decía, mientras se esmeraba en hacerle regalos, vestirla como a una doncella.
Ciertamente, él era quien tenía a la Diosa en su casa, quien era muy hacendosa e ingeniosa para mantenerlo enamorado y embrujado. De ahí, venía el otro apodo de Rosa.
—¡Ahí va la Bruja!, esa que tiene trabajando al pobre Agustín, que no se da cuenta de la mujerzuela que tiene a su lado —rumoreaban las mujeres en el campo cuando la veían pasar.
—«A palabras necias, oídos sordos». ¿Qué haría sin ella? ¿Qué sería de los hijos si ella se fuera con otro? Es la mejor mamá del universo, la esposa perfecta —Agustín concluía para sus adentros al oír esos comentarios.
—Hablan de pura envidia esos huasos brutos o esas campesinas ociosas que viven del pelambre, que se preocupan solo de calumniar a la gente buena que no le hace mal a nadie —replicaba el marido aunque las evidencias estaban a la vista—. Todo porque la Rosa es la más bella de todas las mujeres.
Una noche, cuando ella solícita como habitualmente le servía vino, él terminó embriagado como siempre, estrategia que ella usaba para llevar a su amante de turno a la cama. Al amanecer, Agustín sorprendió a su cuñado durmiendo con Rosa, pero ella siempre con cualquier historia inteligente lo embaucaba.
—Es que el pobre Ramón se cayó justo sobre mi cama, pasado de copas, pero no pasó nada viejito, no es lo que tú crees, es que me dio tanta pena el pobre, imagínese echarlo a la calle en medio de la noche cerrada, oscura, habiendo tantas norias, canales de regadíos, cercas peligrosas, animales hambrientos.
En fin, se las arreglaba para engañar nuevamente al pobre Agustín con atenciones y arrumacos. No obstante, Rosa tenía su amor secreto, a quien no podía manipular fácilmente. Él era un hombre de valores y principios sólidos, eso era precisamente lo que más le atraía de Ramón, su cuñado. Un día, Rosa le preparó una pócima misteriosa para arrastrarlo a sus pies, fue así que él cayó rendido a sus encantos sin siquiera darse cuenta, se dejó cautivar en las redes de la pasión furtiva, convirtiéndose en el preferido de Rosa.
—Rosa es una santa, no permitió que mi cuñado Ramoncito, se expusiera a tanto peligro en la oscuridad de la noche, gentilmente le había permitido que se quedara en su cama, cualquier hombre, estaría feliz de tener una dama como ella. ¡La suertecita que solo yo tengo! —musitaba para sus adentros, Agustín.
En tiempos de cosecha, hacían grandes trillas con caballos preciosos que nadie más poseía en el campo, preparaban exquisiteces como: asados, tortillas de rescoldo, cazuela del mejor vacuno, mote con huesillos, etc. La fiesta comenzaba al alba, era amenizada con corridos mexicanos. Bebían como verdaderos campesinos hasta la última gota de las grandes tinajas del mejor vino, quedando, la mayoría de los invitados, debajo de la mesa hasta el otro día.
Durante el último tiempo, Rosa había desaparecido de sus correrías por los campos, de sus habituales encuentros amorosos. Nadie sabía que ella agonizaba, que estuvo más de cuarenta días sin comer ni beber siquiera una gota de agua. Por las noches, deliraba con el demonio que venía a buscar su alma perversa, veía a cada uno de sus amantes de turno abrazarla en las noches de insomnio, sentía los pasos de la muerte, quien se quedaba a su lado discretamente, esperando que ella se rindiera para llevársela como ofrenda a Lucifer. Ella resistió hasta el final, pero, en la madrugada de un martes trece, expiró para siempre la Diosa del placer de los campesinos.
El funeral fue paupérrimo. Ni los hijos viajaron para acompañar a la faraona de su madre, nadie sabía los motivos. Solo estaba Agustín y uno que otro vecino. La gente que la conoció no guardaba gratos recuerdos de aquella mujer estrafalaria, que cautivaba a los hombres con su mirada de fuego, como si tuviese un imán misterioso de encantos ocultos. Incluso, una vez, una mujer decidida la enfrentó con un rosario de improperios, bien merecidos por lo demás.
—¡Puta de mierda!, deja en paz a mi marido —gritó con ironía.
—¡Cállate o te arrepentirás! —contestó Rosa.
—¡Qué te creí vo’, tal por cual!, ¡te creí que adornándote tanto, podí’ llevarte a la cama a cuanto hombre querái’!, ¡parecí arbolito de pascua!, con tanta porquería —replicaba la campesina.
Rosa, mirándola con un profundo desprecio, siguió su camino.
—¡Ándate no má’, zorra!, ¡vieja!, ¡ojalá que te pudrái en el infierno! —vociferó desesperada Estela, la rival que más odiaba a Rosa.
Después que falleció Rosa, las vecinas de Agustín se ofrecían gentilmente para atender a aquel hombre, dulce, tierno, de cabellos color plata, vestido elegantemente a pesar de sus años. Intuían que él no sabía cocinar y se ofrecían para ayudarlo en la cocina. Él, prefería decir que no, que se las podía arreglar solo.
—A la Rosa no le va a gustar que yo meta a otra mujer a la casa —meditaba, no obstante, más de alguna vecina se las ingeniaba para llevarle un poco de comida a este viudo solitario.
Un día, uno de sus hijos viajó desde el norte a buscar al pobre Agustín que se había quedado solo, abandonado a su suerte; él contestó severamente.
—¡No mijito!, ¡la Rosa aquí me dejó, aquí me va a encontrar cuando me venga a buscar! —aseveró.
—¡Pero papá, si ella está muerta!, ¿qué no se acuerda? —replicó Juan.
—Hijo, yo siento sus trancos en la noche, ella me viene a llevar —contestó Agustín en el límite de la cordura.
—Usted está enloqueciendo, papá, será mejor que me acompañe, ¡por la buena o por la mala! —ordenó.
A pesar de todos los intentos que Juan hizo por llevarse a Agustín de su casa, no pudo ir en contra de su voluntad, era como si una extraña fuerza sobrehumana lo mantuviera anclado en aquella casa. El hombre soberbio, terco, decidió esperar a Rosa todo el tiempo que fuese necesario, hasta aprendió a cocinar arroz, lo hacía durar una semana.
Cuando cae la noche, sin testigos, Agustín siente los pasos paulatinos de Rosa acercarse a su habitación, semidormido espera en vigilia para ver su silueta. Ella, delicadamente, lo cubre con una manta de lana de oveja envejecida por el tiempo, que tejió en grandes telares artesanales en otrora, en aquella época dorada, que él conservaba como un gran tesoro. Ella, en las noches de misterio y oscuridad; especialmente, cuando hay luna llena, niebla cerrada, lo acaricia dócilmente, besa su