Ángeles vestidos de negro. Isabel Cortés Tabilo
los ojos súbitamente, mira en penumbras el ventanal. El aire es extraño, como una ráfaga de viento cordillerano, que penetra por las rendijas de las puertas, estremece su alma, entre el olor a hierbas y a inciensos. De improviso, él se levanta somnoliento; abre la ventana, ve con horror y espanto, cruzar entre la gélida noche, entre tules oscuros flotando en el aire, a Rosa vestida de negro y montada en una escoba…
La dama vestida de negro
En memoria de Delia Fritis Manríquez
Salieron pausadamente de su humilde casa, ubicada en una quebrada que dejaba ver todo el hermoso valle de Vallenar, se maravillaron al sentir el aroma a campo. Noelia Fernández le pidió a su hija Inés Ardiles que se adelantara un poco, que la esperara en la avenida principal. Mientras ella se detuvo a contemplar con melancolía las casas, las calles, una plaza y la catedral.
Eran las diez de la mañana y en ese instante, ella parecía beber todo lo más bello de sus recuerdos en esa tierra maravillosa que la había cobijado toda una vida; no obstante, por su ágil mente pasó el recuerdo amargo de su primer amor, lo había amado tanto, con esa simpleza de la gente de campo que no sabe de mezquindades, se había entregado por entero a ese amor, que le brindaba Tomás Borda. En aquella época dorada de sueños de mujer enamorada, él le había dejado su primer hijo; sin embargo, al pasar el tiempo, cuando Tomasito tenía tan solo tres abriles, un día los había abandonado argumentando que iría a buscar trabajo al norte grande, les había prometido que volvería a buscarlos apenas se estabilizara económicamente; pero jamás volvió.
Ella se quedó como Penélope, tejiendo sueños, esperándolo toda una vida, nunca dejó de amarlo; aunque después ella también conoció a otros amores, lamentablemente eran solo como un bálsamo a su soledad y abandono. De una de esas relaciones, nació Daniel.
Pasados algunos años, conoció al padre de su hija Inés, Joaquín Ardiles, quien enamorado le ofreció nupcias. Ella se casó con él, tal vez ilusionada con tener un hogar, también cansada de sufrir el desamor de su primer amor, mortificada de luchar sola contra el mundo; del matrimonio nacieron tres hijos maravillosos. Por esas cosas de la vida, un día, Noelia se enteró que su amado Tomás se había casado con otra, una mujer adinerada que apodaban la China; además, le contaron que él había entrado a una gran empresa minera, que tuvieron hijos, vivían en casa grande, lujosa, una mansión preciosa como la que él le había prometido a ella en aquel tiempo encantado, donde soñaban juntos, con las enredaderas, los jazmines de su casa bonita, mientras el sol abrigaba el alma y los sueños.
Todo estos recuerdos de los años mozos calaron profundamente en su corazón, se dio cuenta que hay heridas en el alma que jamás se cierran; sacudió la cabeza como para disipar los pensamientos que aún le dolían, aunque habían pasado más de cuarenta años.
Al instante, se encontró con Inés, la hija que había tenido con Joaquín, quien la trajo abruptamente a la realidad. Caminaron en silencio; sin embargo, en sus adentros sentía lágrimas que ahogaban las palabras. Misteriosamente, una vecina salió a su encuentro, le deseó feliz viaje con un beso, un abrazo fraterno. Luego, otra vecina coincidentemente, sin razón alguna se acercó rápido a desearle que todo le saliera bien. Mientras Noelia se alejaba, ella se despedía con un pañuelo blanco, lo que la sorprendió gratamente. Después, el señor del almacén alzó su brazo haciendo señales de despedida; hasta los árboles mecían sus hojas suavemente al compás del viento, susurrando por última vez aquella vieja canción de antaño, que ella había cantado tantas veces a su gran amor: «Que seas feliz» que a su vez convirtió en un himno, tanto así que un día su hijo Tomás se la dedicó, triunfando en un festival de la canción. Todo parecía ser como si un gran murmullo de ángeles les anunciaba el último adiós, aquella dama de alegre caminar; ella en otro tiempo siempre vestía de colores vivos, con estampados de hermosas flores, parecía ser que hasta la primavera la había abandonado, dando paso así a trajes tan oscuros como el manto de la noche.
En aquel momento, su hija Inés sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo, abrazó a su madre, la señora Noelia, respetada por todos quienes la conocieron, quien era una mujer maciza, de cincuenta y ocho años de edad, tez oscura, ojos color café, con un corazón de oro. Inés abrazó a su progenitora regalándole un abrazo tan cálido que la transportó a la niñez, cuando sentía miedo en las noche de insomnio y ella la acurrucaba dulcemente hasta calmar sus temores y ansiedades. Al instante rompió el silencio, exclamó entre sollozos:
—¡Mamita, por favor no te vayas!, presiento que no te veré nunca más…
—Hija, no te preocupes tanto, te prometo que volveré apenas pueda —replicó.
Noelia llegó a su destino, la capital regional. Iba al hospital oncológico a realizarse una serie de exámenes que más tarde confirmarían un cáncer terminal. Al enterarse de aquella funesta noticia, se derrumbó por completo. Salió de allí echa un mar de lamentos que dejaban ver a su gran pesar. Caminó sin rumbo alguno, entre grandes edificios, el bullicio de la gran ciudad, el tráfico que parecía indiferente al dolor de su alma. Buscando tal vez una explicación:
—¿Por qué a mí? ¡Dios mío! ¿Qué voy hacer ahora? ¡Cómo se lo diré a mis hijos! —se cuestionaba una y mil veces.
Ahora que, por fin, la vida le empezaba a sonreír. Daniel Zavala, aquel hijo que curiosamente tuvo tres padres, uno que lo engendró y lo abandonó, otro que gentilmente le dio su nombre y apellido y el último que lo crió a medias. Le había prometido una casa cuando era niño, ahora por esas vueltas de la vida, quizás en premio a su perseverancia; de haber sido un niño trabajador, humilde, empeñoso, Dios lo había compensado, ingresando a una afamada empresa. Había llegado el momento, él le había confirmado a Noelia la noticia en esos días; aún resonaban sus palabras en su mente:
—¡Mamita, llegó el momento de darte todo lo que tú mereces! —emitió Daniel—. Vamos a construir tu casita, mamita.
Aquel sueño de toda una vida por fin se haría realidad para esta mujer humilde y soñadora.
Decidieron intervenirla cuanto antes para detener ese terrible mal; pero al operarla solo pudieron determinar que le quedaban dos meses de vida. Ella, inmediatamente, se lo comunicó a sus hijos, quienes muy preocupados viajaron para estar con ella los últimos días, menos Inés quien, por razones económicas, no podía ir.
Noelia estaba al cuidado de su madre, Ester, quien tenía unos setenta y cinco años de edad y era capaz de cuidar con esmero a su hija enferma; la llevaba al médico, a sus quimioterapias, proporcionaba sus medicinas.
Al llegar al segundo mes de sentencia, Noelia se empezó a sentir muy ahogada, bajó más o menos veinte kilos, su apariencia parecía la de otra persona; en otro tiempo era alegre, silbando, cantando, hasta bailaba con la escoba, que incluso se ganó el apodo por sus hermanos, quienes le decían: «La fray escoba». Ahora, apenas le salía la voz. Antes de partir, le dijo a su hijo Daniel que velara por su familia, especialmente ahora que había sido padre nuevamente, que cuidara mucho a Manuelito el recién nacido que era igual a él cuando era bebé. Daniel tenía que regresar a su trabajo, los permisos se habían terminado, con el dolor de su alma, sin imaginar quizás que ese sería su último adiós, regresó a su hogar.
Daniel, mientras viajaba al norte, poco a poco, comenzó a sentirse muy inquieto, miraba la soledad del desierto parecido al que sentía en su corazón, absorto en sus pensamientos, presagiando su amor de hijo que su madre estaba en la etapa final de la enfermedad, la perdería definitivamente. Asfixiado en el bus, comenzó a rezar, llegando a la ciudad, caminó decidido a visitar la catedral. Llegó de noche, cuando estaban cerrando el templo, pero alcanzó entrar unos segundos. Se arrodilló frente a Cristo crucificado, suplicó a Dios por la vida de la mejor de las madres, la más sacrificada. Conmocionado con lágrimas que se ahogaban en la garganta, recordó como esa viejecita, a punta de mucho esfuerzo, les había dado educación. En tiempos de escasez, ella lavaba ajeno, planchaba, remendaba, hacía trabajos de costura; a veces hasta que la sorprendía el amanecer. Lo admirable era que nunca se quejaba, todo lo hacía cantando, sonriendo con la esperanza que a sus hijos nunca les faltara nada, ella estaba separada por más de