Ángeles vestidos de negro. Isabel Cortés Tabilo

Ángeles vestidos de negro - Isabel Cortés Tabilo


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silenciosa salía a la calle con una bolsa debajo del brazo, después de unas horas, volvía a la casa con víveres para sus hermanos y su madre, nadie se imaginaba que el pequeño Elías mendigaba para poder comer él y su familia. De grande, siempre fue un hombre muy trabajador; incluso laboraba doble turno, siempre llevaba grabado el recuerdo de su madre en su corazón como su único tesoro.

      Entonces, Daniel, ¿no alcanzaría a cumplir la promesa de niño que había hecho de todo corazón? Noelia siempre dibujaba en las noches, en pequeñas servilletas de papel, la casa de sus sueños sin que nadie la viera, hasta que un día fue sorprendida por Danielito apuñando un papel en las manos, con su más secreto sueño. Mientras ella escuchaba el concierto de termitas comiéndose la vieja vivienda. El pequeño al verla tan afligida, la abrazó, la consoló, con lágrimas de niño sellaron un compromiso de amor y esperanza; le prometió que algún día, cuando fuera grande con la ayuda de Diosito, construiría la casita de sus sueños en el hermoso valle de Vallenar.

      En la madrugada de un abril gris, melancólico, en donde las hojas caían como formando un muelle cama para las almas que sufren, Noelia se comenzó a sentir muy sofocada, su frente perlaba sudor. Ester muerta de miedo, no hallando qué más hacer, decidió pedir una ambulancia urgente. Llegando al hospital, se hicieron todas las diligencias del caso; pero, al final la pusieron en una sala aislada, donde Ester muy tiernamente acariciaba la frente a su hija, le tomaba las manos, las sintió heladas como el ambiente de aquel hospital, le decía:

      —Gorda, tienes que estar tranquilita todo va a salir bien, ten fe —suplicaba.

      Mientras Noelia sentía grandes dolores, el calorcito de las manos de su madre, comenzó a delirar. Se imaginó que era su amado quien la venía a buscar. Recordó cuando se reencontraron por última vez en la boda de Daniel, fue tan bonito. Él había reconocido, al fin, que nunca la había dejado de amar; pero que por esas cosas del destino, sus sendas se habían separado. Confesándole muy arrepentido su cobardía de juventud; se había dejado cautivar por la buena vida y, muy pronto, vinieron lo hijos que terminaron de amarrarlo por completo. Conmemoró aquella noche mágica que salieron furtivos, volvieron a vivir su amor en plenitud; aquel amor inconcluso que esperaron tanto, brotó con la fuerza de mares embravecidos. Al amanecer, sin testigos de la fogosa noche vivida, él le volvió a prometer que algún día volverían a estar juntos para siempre, ella era el gran amor de su vida.

      Noelia, en su alucinación, lo vio venir, sintió su perfume abrigando su alma, alzó sus manos con una sonrisa de mujer enamorada. Comenzó a sonar el monitor y las enfermeras corrían vertiginosas, Ester muy angustiada, sintió cómo las manos de su hija caían gélidas sobre las albas sábanas del hospital. En tanto, le cubría el rostro helado. Ester salió de la sala tragándose aquel sabor amargo de las lágrimas, que se escurrían por su garganta, salió a la calle en la madrugada, sola, sin saber ¿qué hacer?

      En tanto, Daniel llegaba a su casa, a medianoche, muy angustiado le pidió a su esposa, a sus niños que le ayudaran a hacer una oración por su madre. Se pusieron de rodillas para hacer un rosario, suplicaron al Todopoderoso que la sanara de aquellos dolores tan terribles, que la bendijera, pero que sobre todas las cosas, que se hiciera su voluntad. En ese preciso instante, sonó el teléfono. Era la abuelita Ester informando que Noelia acababa de fallecer de un cáncer al páncreas, que era preciso que viajara inmediatamente para que se hiciera cargo de los funerales y, así, retirar a Noelia cuanto antes del hospital. Era la alborada más fría y triste que habían experimentado; que paradoja aquel último rosario, rezado de rodillas, con sollozos que parecían calcinar el corazón de Daniel, coincidentemente a la hora de la partida de Noelia, fue como los cincuenta escalones que faltaban para que ella emprendiera el camino al cielo.

      En el funeral estaban todos sus hermanos, hijos, sobrinos y nietos. Se acercaban uno a uno, consternados por la pesada, repentina noticia, que cayó como una lágrima de fuego en sus corazones.

      Al frente del ataúd, mirándola con aparente mortificación estaba Joaquín su esposo, no se atrevía ni siquiera a mirarla; tal vez, arrepentido por lo mal que se había portado con Noelia, recordando quizás las veces que ella lo aguardaba, en la mueblería para solicitar encarecidamente ayuda para sus hijos, él por egoísmo, falta de compromiso con su familia, no les proporcionaba nada. A veces, les pasaba solo unas cuantas monedas, quizás para tranquilizar su conciencia. No obstante, lo único que hacía era humillarla, hundirla más en su pobreza.

      En tanto, Noelia lo miraba por los espejos del abismo, desde lo más profundo de su alma, que aún permanecía atrapada en los rincones de aquella habitación donde yacían sus restos; el ambiente estaba enrarecido por el olor a flores, a velas, a inciensos, más los cuatro cirios que iluminaban su cara. Ella lo observaba con melancolía, contemplaba por última vez cada uno de los rostros de sus seres queridos, como queriendo inmortalizarlos a cada uno de ellos. Sin embargo, Noelia sentía compasión de Joaquín al verlo ahora solo, viejo y enfermo. Ninguno de sus hijos legítimos quería ayudarlo producto de lo mal que se había portado con ellos en la infancia; Incluso, Joaquín junior se atrevía a decir siempre que se le tocaba el tema: «Pobre viejo se lo merece», recordando las veces que lo mandaba a trabajar cuando apenas tenía ocho años; incluso, una vez, Joaquincito se armó de valor y le contestó a su padre:

      —¡Algún día voy a trabajar, pero no para usted señor!, que solo aparece de vez en cuando para maltratarnos.

      No obstante, la misericordia de Dios es tan grande que pone siempre un alma generosa en el camino para no dejar desamparados a los viejos, enfermos. Después del fallecimiento de Noelia, Daniel decidió ayudarlo pese a su mal comportamiento, mandándole una mesada, preocupándose por él aunque no era su padre biológico. Motivado, tal vez, por ese corazón generoso que había heredado de Noelia; quien a pesar de la pobreza igual siempre se las arreglaba para hacer obras de caridad, recolectando entre sus amistades ropa y algunos enseres de casa para los más necesitados.

      Inés viajó desde el valle al puerto donde estaba sepultada Noelia, no pudo llegar a tiempo al funeral; pero días después logró llegar hasta el cementerio. Se encontró con el portero quien le habló tajantemente que no podría ingresar al campo santo porque estaban cerrando. Ella lidió para entrar tan solo un instante. Eran más de las seis de la tarde, estaba cayendo la espesa neblina que caracteriza a los puertos. Su madre estaba sepultada en Antofagasta, aquella ciudad porteña que la acogió como un leve puente hacia la eternidad y morada santa, estaba ubicada justo frente al mar. Inés logró dar con el nicho de su progenitora, en aquel momento se inició aquel diálogo pendiente:

      —¡Mamita, perdóname por todo! por no haber llegado a tiempo, por no haberte cuidado los últimos días de tu vida, tú mejor que nadie sabe lo mucho que me cuesta viajar.

      —Viejita, ¿te acuerdas que tú siempre decías que las historias se repiten? siento tanto lo mucho que te hice sufrir. Tanto que me aconsejaste para que mi vida fuera distinta e igual fui mamá soltera, me casé, ahora estoy separada igual que tú. Viviendo quizás las mismas carencias económicas, para colmo mamita, mi niña, la Cecilia también está embarazada, apenas tiene dieciséis años. ¡Ni te imaginas lo que estoy sufriendo!, me hacen falta tus sabios consejos, tú siempre tenías una palabra de consuelo para todo, veías la vida con altura de miras.

      —Mamita, ni siquiera te traje un ramo de flores, ¡perdóname! —se echó a llorar desconsoladamente, tanto así que sintió que su cuerpo se estremecía.

      Misteriosamente, desde el techo de los nichos cayó un ramo de rosas amarillas en las manos de Inés, miró hacia arriba, vio alejarse dos palomas blancas, las rosas eran justo del color preferido de Noelia, sintió escalofríos, quedó paralogizada de emoción, una sensación rara de espanto; igual se las ofreció humildemente a su madre, a quien amaba sobre todas las cosas.

      De pronto, cayó la noche, la venció el sueño, la fatiga emocional, se durmió a los pies del sepulcro de aquella mujer maravillosa que le dio tanto con tan poco.

      Con el correr de los días, sin tener consuelo, Daniel todas las noches se levantaba y lloraba frente al retrato de su madre, murmurando:

      —Viejita te fuiste, no alcancé a cumplir tu sueño, ¡perdóname! por no darte todo lo que tú merecías.


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