Patagonia a sangre fría. Gerardo Bartolomé

Patagonia a sangre fría - Gerardo Bartolomé


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mordido, seguramente por zorros. Había un olor nauseabundo y una nube de moscas que rodeaba el lugar. Asqueado, Carlos tomó coraje con un trago de la ginebra. —Qué gusto tan especial le da el anís —pensó.

      Con la pala se puso a sacar la arena y las piedras, quería ver si estaban las botas o no. Le dio la impresión de que el suelo había sido revuelto, que estaba más suelto, que alguien ya lo había paleado antes que él.

      Con la punta de la pala tocó los pies del muerto. Hizo palanca y los levantó. Las botas no estaban.

      Carlos se quedó paralizado. Sus peores temores se habían hecho realidad. Qué ironía, se preocupaba por el cadáver de un crimen que él no había cometido, pero no podría convencer a nadie que no había sido él. Se había quedado con el almacén de su tío, con la mujer de su tío y el verdadero asesino, sin duda había sido el Chino, en Corrientes.

      Se tomó otro trago de ginebra y se preparó a hacer lo que ya tenía pensado.

      Alguien había encontrado el cuerpo. Pero si volvía a hacer desaparecer el cadáver no habría manera que lo pudieran incriminar. Se tomó un trago de ginebra y sacó la bolsa de arpillera que había traído y le metió bastantes piedras. Luego, luchando contra las náuseas que le causaba el olor sacó todo el cuerpo de la tierra y se las ingenió para meterlo en la arpillera. Se tomó otro trago de ginebra. Se sentía mareado pero debía ser ese olor asqueroso. Cerro la bolsa con un buen nudo de soga y además le puso alambre. ¡Qué mareo que tenía! Pero ahora se iba a despertar porque se iba a meter en el agua. Arrastró el cuerpo por la playa en dirección al mar. Estaba lejos porque la marea estaba bien baja, era parte del plan. Cada vez estaba más mareado, el cuerpo de su tío le pesaba horrores. ¡Tenía que hacer ese esfuerzo! Lo arrastró y lo arrastró hasta que llegó a la orilla. ¿Qué le estaba pasando? ¿Sería que casi no había dormido por los nervios?

      Ahora el último esfuerzo era meterse con la bolsa bien adentro del agua, la idea era que las piedras harían que el cuerpo nunca saliera a flote. Sacarse las botas le pareció un suplicio, cada pierna le pesaba más que una locomotora. Como pudo lo hizo. Se paró, agarró la bolsa, hizo fuerza pero perdió el equilibrio y se cayó. Una ola le lamió la cara. ¡La marea estaba empezando a subir! Había que apurarse. Por suerte el agua fría lo había despertado un poco. Sacando fuerzas de la nada se fue metiendo en el agua y arrastraba la bolsa. Las olas, cada vez más grandes, amenazaban con voltearlo. Más adentro, había que llevar el cuerpo más adentro para que nadie nunca lo encontrara. El agua le llegaba a la cintura y las olas ganaban fuerza a medida que él la perdía. —Más adentro —pensaba, pero una ola le pasó por arriba y lo revolcó. Soltó la bolsa. La ola lo llevó lejos. Exhausto, miró mar adentro, la bolsa no se veía. Estaba bien así. Además ya no tenía fuerzas para nada. Otra ola lo golpeó y lo tiró, tragó agua. No daba más. Ayudándose con las manos pudo salir del agua. Se arrastró lo más que pudo del agua porque la marea subía rápidamente. Se dejó caer en la arena. La cabeza le daba vueltas. Su cuerpo le pesaba tanto que no podía moverse. Los ojos se le cerraban. Se dejó estar. Escuchaba el viento en sus orejas. El frío lo hacía temblar. ¿Habría sido la ginebra? Pero si había tomado sólo un poquito. ¿Le habría caído mal el anís? ¿Moria le habría puesto algo más a la ginebra? Lo que es la cabeza… se acordó que su tío le había dicho que al Chino lo había dormido con unas pastillas en la ginebra… ¿Sería que Moria…?

      Se quedó dormido. En lo más profundo de su sueño escuchó voces. ¿Lo venían a rescatar? Soñaba que lo rescataban. Lo arrastraban. Hablaban. La voz de hombre decía: —Así este hijo de puta va a sentir lo mismo que yo sentí. —Carlos no entendía. La mujer le contestaba—: Pero a este, como al otro, no lo va a salvar nadie. —Carlos otra vez sucumbió al sueño.

      Lo despertó el agua cuando una ola lo alcanzó. Se acordaba que se había dormido después de dejar el cuerpo de su tío mar adentro. Trató de levantarse pero, a pesar de que la fuerza le estaba volviendo, ni sus brazos ni sus piernas le respondían. Tenía el cuerpo estirado abierto en cruz. Otra ola lo alcanzó. Tironeó del brazo. ¡Estaba atado! Otra ola lo cubrió pero pudo levantar la cabeza para no ahogarse. Carlos entendió la situación y gritó un alarido de terror.

      ¡Estaba estaqueado! Otra ola…

      * * *

      El Comisario entró al almacén y se sorprendió.

      —¡Chino! Era cierto nomás. Ya volviste.

      —¿Cómo anda Comisario?

      —Que susto que nos diste, Chino. Pensamos que te habías muerto, te había tragado la tierra. Si hasta el Juez me mandó investigar tu desaparición.

      —Pero no era nada de eso. Lo que pasó es que discutí con don Francisco y me volví a Corrientes, nomás.

      —Sabía de la discusión. Don Francisco dijo que le estabas robando.

      —Mentira del viejo. Me echó porque la Moria lo dejó por mí.

      —Pero mirá vos —dijo el Comisario—. ¿Y cómo fue que volviste?

      —Me llamó don Carlos para que volviera.

      —No me dijo nada. ¿Y dónde están él y don Francisco?

      —Por eso me llamaron. Es que los dos se fueron a vivir a Buenos Aires —explicó el Chino—. Entonces me pidieron que les cuide el boliche y les mando la plata todos los meses.

      —¡Qué comodones! Así que te dejan a vos trabajando y ellos se gastan la plata en Buenos Aires.

      —A mí me conviene —dijo el Chino—. Me quedo viviendo en una de las casas y…

      La puerta de atrás del mostrador se abrió y entró Moria. Mirando a la chica el Comisario se apuró a decir: —¡Claro que te conviene!

      —Hola Moria. ¿Cómo andás? Me estaba contando el Chino… ¿Cuántos cambios, no?

      —¿Cómo anda Comisario? ¿Le contó todo, el Chino?

      —Me dijo que los patrones se fueron a Buenos Aires y le dejaron el Almacén.

      —Nos dejaron el Almacén —dijo la chica recalcando el “nos”—. Pero entonces no le contó la otra novedad.

      —No. ¿Cuál?

      —Que con la Moria nos vamos a casar —dijo el Chino con una sonrisa.

      —Mirá vos.

      —Sí —dijo la chica, y llevándose la mano a su abdomen, aclaró—, estamos esperando un Chinito.

      El último milodón

      Cuando Juan Edwards llegó al museo se anunció tal como le habían dicho que tenía que hacer. —Viene a ver al Doctor Aguirre —susurró la recepcionista por teléfono. Del otro lado alguien le dijo que lo dejara entrar, y la mujer le indicó a Juan cómo llegar hasta la oficina. Ingresó y pasó por el hall donde el busto del Perito Moreno, fundador del museo, parecía observarlo atentamente. Siguió por varias salas llenas de fósiles y luego encontró la escalera que lo llevaba a las “catacumbas”, así llamaban a las salas y laboratorios del subsuelo donde trabajaban decenas de científicos.

      Mientras avanzaba por el laberinto de pasillos, Juan trataba de recordar lo que el misterioso Doctor Aguirre le había adelantado por teléfono, interrumpiendo sus cortas vacaciones en Buenos Aires. Le había dicho algo así como que el Gobernador le había dado precisas instrucciones de avanzar rápidamente en un tema, un misterioso tema, y para ello debía ponerse en contacto con alguien de la Administración de Parques Nacionales (APN) que conociera bien el lugar en cuestión. En la APN le dieron el celular de Juan Edwards, un reconocido guarda faunas de la

      Provincia de Santa Cruz que conocía muy bien la zona y que, casualmente o lamentablemente, estaba pasando sus vacaciones en Buenos Aires.

      —Buenos días, gracias por venir —lo saludó el zoólogo de CONICET1 que trabajaba en el Museo


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