Relecturas del cuento hispanoamericano. Roberto González Echevarría
En tanto, definir el género es difícil. Existe una sensación y una textura propias del cuento –una especie de fenomenología–, determinadas por su limitada extensión, por su breve duración, independientemente de si se trata de un cuento escuchado o leído. Aún así, no se puede medir la extensión con facilidad aunque, por lo general, un cuento se pueda leer o escuchar de una sentada, de modo que la totalidad del mismo se encuentra presente en la mente del lector, una vez que el cuento finaliza. Sin duda, esta es la razón por la cual el cuento artístico le da tanta importancia a su unidad de acción, a su simbolismo y a su tono. En este aspecto, el cuento se parece a la poesía lírica y a la música. Una frase musical tiene efecto en el auditor, solo si una frase anterior continúa sonando en su oído. Del lector de un cuento bien elaborado se espera que recuerde incidentes previos u otros detalles y que sea capaz de establecer relaciones en su mente. El placer estético que un buen cuento brinda, repentino e intenso, depende de la habilidad que ese cuento tenga para provocar dichas asociaciones, pero la diferencia entre el cuento y la música o el poema lírico es grande. Un buen cuento probablemente sobreviva una mala redacción por parte de un escritor torpe. Su núcleo parece ser la coincidencia de incidentes independientes de su esbozo y de los adornos permanentes de las modas literarias. Esa es la razón por la cual los cuentos pueden gozar de cierto anonimato, como las baladas populares o los romances. Al ver esto, Vladimir Propp propuso una “morfología” de los relatos populares rusos, como si los cuentos fuesen una propiedad común a todos, como lo es la lengua. Otra de las razones de la riqueza del cuento latinoamericano podría muy bien ser su combinación de formas altamente literarias con otras profundamente tradicionales.
Los primeros cuentos en lenguas europeas que surgieron en lo que iría a convertirse en América Latina fueron sin duda los relatos que los marineros contaron sobre sus aventuras en las tabernas de puertos como Cádiz, Sevilla o Lisboa. Bien hiladas y pulidas por sucesivas narraciones durante las tediosas travesías marítimas, algunas de estas historietas encontraron su camino hacia los escritos de Pedro Mártir de Anglería (1456-1526), el primer historiador del Nuevo Mundo, como también el primer coleccionista de americanismos, tanto en lo relativo a objetos provenientes del Nuevo Mundo, como a saberes populares. En De orbe novo decades, el infatigable Anglería, que enloqueció cuando se le contó (por equivocación) que su hijo había sido devorado por caníbales. También les regala a sus lectores las heroicas hazañas de un mono manco –un brazo le había sido mutilado en el cautiverio– que combate a un jabalí, decidido a matarlo, mientras ambos están siendo embarcados a España. Anglería compiló además muchos de los cuentos que conforman la cosmogonía taína y comenta acerca de su sugerente parecido de esta con los mitos clásicos. Con esta observación inauguró un tema que incluso hoy asedia a filósofos y antropólogos: ¿es acaso la mitología un fenómeno generalizado, con relatos análogos contados en regiones del mundo independientes unas de otras? ¿Existe una mentalidad universal que se expresa en estos relatos? Al momento del cambio del siglo XV al XVI, los componentes de lo que se iría a convertir en la literatura latinoamericana (por lo demás, escritos en latín por un buen humanista) ya se encontraban activos en los influyentes escritos de Anglería. Su misma práctica de coleccionista de relatos de orígenes diversos, refundidos más tarde en un molde retórico europeo dentro del cual se acomodan con dificultad, anticipa tanto la difícil situación de los escritores latinoamericanos contemporáneos, como algunas de las soluciones, descubiertas por ellos mismos.
El Nuevo Mundo era solo “nuevo” desde el punto de vista de los europeos, por supuesto. Los pueblos originarios habían contado cuentos durante siglos, antes de que las naves de Colón aparecieran en el horizonte de aquella auspiciosa mañana del 12 de octubre de 1492. Sus relatos, al igual que los del Antiguo Testamento o los de la mitología clásica, trataban de los orígenes del mundo y la humanidad y comprendían narraciones sobre cataclismos cosmológicos, incesto, violencia, traiciones, luchas monárquicas y migraciones masivas. Estos relatos eran una manera de conceptualizar el mundo y de lidiar con las arduas realidades que hombres y mujeres de todas partes enfrentan: el destino, la muerte, la trascendencia, la organización de la vida en sociedad. Hablaban de lo azaroso del amor, fuera este filial o erótico, de la sucesión de generaciones, del temor a los fenómenos de la naturaleza, de asuntos ligados al conocimiento y al poder. Los frailes, consternados por el tratamiento que recibían los llamados “indios”, recopilaron estos relatos y les dieron forma escrita, para demostrar, por una parte, que esta gente pertenecía a la raza humana y, por otra, que también era hija del Dios cristiano. La originalidad de los cuentos a menudo era sorprendente, del mismo modo en que el saber popular europeo, en especial el cristiano, lo era para los indígenas.
Los cuentos europeos y americanos eventualmente se entremezclaron, mientras los indígenas, con diversos grados de sinceridad y a menudo respondiendo a las amenazas y a una innombrable brutalidad, aceptaban las nuevas doctrinas. Este proceso cobró nueva fuerza cuando los africanos comenzaron a ser importados como esclavos a muchas partes del Nuevo Mundo, en especial al Caribe y a Brasil. Diversas formas de recopilación de relatos, derivadas de la práctica iniciada por los frailes, aún siguen vigentes. Es gracias a los frailes, en épocas remotas, y más tarde a los antropólogos, que contamos con algunos de los relatos incluidos en la antología, dado que antes de la llegada de los europeos, en el Nuevo Mundo no existía la escritura. Los dilemas que este tipo de recopilación ocasionan –de índole moral, política y literaria– a menudo han sido incorporados en la textura misma de los relatos, en especial, aunque no en forma exclusiva, en épocas modernas. Por lo tanto, los relatos taínos, mayas e incas recogidos aquí, no son prehispánicos en un sentido cronológico, sino post-hispánicos, parte del proceso de reescritura y redescubrimiento constante provocado por la colonización. Aparecen al inicio del presente libro, para respetar la estructura secuencial que toda historia tiene que construir, con la finalidad de ser inteligible, pero el lector debe estar consciente de las inevitables distorsiones que las reescrituras siempre perpetran en los textos originales, sin importar los esfuerzos que quien reescribe haga para desaparecer del cuadro.
Los cuentos recopilados por de Anglería, Fray Ramón Pané o Fray Bernardino de Sahagún no fueron los únicos relatos originarios que llegaron a las imprentas europeas. Pronto, los descendientes alfabetizados de los indios conquistados comenzaron a escribir desde su perspectiva escindida, como habitantes de dos universos mentales que tratan de explicarle uno de esos universos al otro. Al escribir acerca de Garcilaso de la Vega, el Inca, Arnold Toynbee identificó de manera muy provechosa a esta nueva clase de escritores híbridos, presentes a lo largo de la historia moderna, como pertenecientes a lo que los rusos denominaban la “intelligentsia” –habitantes originarios que explicaban (hacían inteligible) su cultura al conquistador, incorporando en el proceso el repertorio ideológico y técnico fundamental del conquistador–. En la América Latina colonial, de hecho, estos escritores se valieron de los mismísimos fundamentos de la doctrina europea para condenar a los europeos. Guamán Poma de Ayala –escribiendo, como Garcilaso de la Vega, desde una perspectiva cristiana– critica con gran severidad a los españoles por no regirse por los principios de su propia religión. Ninguno de estos escritores cuestiona el cristianismo –en esa época, el núcleo explícito de la ideología de Occidente– que es el conjunto dominante de creencias a las cuales adhieren. En su ambivalencia y en su angustiada hibridez, estos escritores anticipan el dilema de los autores latinoamericanos modernos: para diferenciarse de Occidente deben pensar utilizando los fundamentos ideológicos y discursivos que les proporciona Occidente.
Las cosmogonías de las culturas originarias no eran los únicos relatos de alcance cósmico en la América Latina colonial. Las relaciones del Descubrimiento y la Conquista tenían un alcance universal. El Descubrimiento (del Nuevo Mundo) fue, de acuerdo a Fray Bartolomé de las Casas, el evento histórico más importante desde el nacimiento de Cristo. Desde entonces, la sensación de haber sobrevivido a un hecho histórico que había dividido las aguas en un antes y un después, la sensación de estar presente en un inicio significativo, ha permeado los relatos provenientes de América Latina. La conciencia de cuán portentoso fue el Descubrimiento, en términos de la Historia Universal, constituye nada menos que la irrupción de un sentido moderno de temporalidad. La gente sentía haber caído en algo así como un abismo histórico, que habían sido barridos por un vasto cataclismo temporal, inexorable e irreversible, que desbarataba la red de seguridad