Relecturas del cuento hispanoamericano. Roberto González Echevarría
pudo explicar la llegada de Cortés y sus hombres como el cumplimiento de una profecía perteneciente al sistema azteca de creencias. Fue una manera de salvarse del abismo con el que se estaba viendo confrontado. La urgencia histórica presente en muchas de las crónicas del Descubrimiento y la Conquista, tiene su paralelo en los escritos de San Pablo; se trata de la consciencia de que existe en el desenvolvimiento de la vida colectiva, que anuncia un nuevo y portentoso comienzo.
El anuncio fue posible gracias a la diseminación de la letra impresa –el Nuevo Mundo fue realmente descubierto por la imprenta, dirán algunos–. El debate sobre el proceso de la colonización española y portuguesa continúa gracias a que aún se encuentra disponible un asombroso registro original del mismo. En comparación, disponemos de mucho menos información sobre las proezas y desventuras de Alejandro el Grande o del Rey Darío y ninguna sobre las invasiones aztecas, mientras se dirigían hacia el sur desde las tierras altas centrales de México. No obstante, en especial los españoles desarrollaron en el siglo XVI una enorme burocracia estatal, que dejó registrados en historias y en documentos legales los logros y fracasos de miles de personas en los más diversos momentos de sus vidas. Los archivos de Simancas y, en particular, el Archivo de Indias en Sevilla, están repletos de este tipo de documentos. Tanto en las historias como en los documentos legales –relaciones, peticiones, confesiones, informes–, encontramos innumerables relatos, tanto sobre los colonizadores, como sobre los colonizados. Aun cuando no se trate de cuentos en el sentido que el término habría de adquirir en el siglo XIX, cuando la práctica se convirtió en un género propio, estas son narraciones entretenidas, significativas y bien construidas, que tienen peso propio. Enrique Pupo-Walker ha demostrado cómo en historias extensas estas narraciones aparecen relatos breves como ilustraciones, como divagaciones entretenidas e imaginativas, como transiciones, ejemplos y otros ornamentos retóricos. Algunos relatos, como el conocido de Pedro Serrano, que figura en Los comentarios reales de los incas, de Garcilaso de la Vega, pueden tener un subtexto político e incluso filosófico: los europeos, cuando se los reduce a la barbarie, actúan de la misma manera que los indígenas de la más baja ralea.
Lo que conecta a todos estos relatos coloniales entre sí es el tema de la huida, tanto física como mental, de las estrecheces y, a veces, literalmente de las prisiones del Nuevo Mundo. Ésa es la razón por la cual muchos de ellos versan sobre algún tipo de desvío del camino recto o, incluso, incluyen casos de delincuencia, como en los cuentos de Catalina de Erauso y de Gaspar de Villarroel. Es un hecho histórico que muchos criminales llegaron al Nuevo Mundo para escapar del largo brazo de la ley. El mismo Colón enroló a presos comunes para su primer viaje, prometiéndoles libertad a cambio de sus servicios. En el siglo XVI y en el XVII, la libertad y el Nuevo Mundo se volvieron sinónimos a nivel del subconsciente. Miguel de Cervantes anhelaba un puesto en el Nuevo Mundo, que le fue denegado. La línea divisoria histórica mencionada más arriba, que marcaba un antes y un después, podía ser, a un nivel individual, un cambio de identidad, en no pocos casos, para judíos conversos que huían de la Inquisición. Para Catalina de Erauso, la “Monja Alférez”, la libertad significó un cambio de sexo.
En El Carnero (1636), de Juan Rodríguez Freyle, la primera recopilación literaria de relatos del Nuevo Mundo, la ficción que le confiere unidad a la obra es que su contenido habría sido extraído del papelero de la audiencia de Bogotá; se suponía que los relatos eran la basura de los litigios entre los buenos vecinos residentes en esa ciudad. El comportamiento ilícito o inmoral es su común denominador. Como la acción heroica ya no era posible –la Conquista había finalizado hacía mucho–, estas aventuras eran eróticas; a menudo se trataba de actos que contravenían el matrimonio. El matrimonio es la ley fundamental que mantiene el orden social y asegura una sucesión pacífica. Rodríguez Freyle se burla de los intentos persuasivos de la ley por controlar y contener el deseo sexual y convierte este Decamerón colonial en un libro delicioso, incluso levemente pornográfico. Es evidente que muchas de estas desventuras habrían de ser consignadas en los escritos eclesiásticos, la otra extensa y exhaustiva variante de archivo, en el que se registraba la vida privada, incluso íntima, de los colonizadores. Largas y en gran parte tediosas historias de órdenes religiosas, diócesis y parroquias contienen de modo ocasional jugosos relatos, no desprovistos de mérito artístico. En el siglo XVII y en el siglo XVIII, el registro eclesiástico y legal no era tan colorido como en el siglo XVI, pero es exhaustivo y consigna un tipo de vida que, aun cuando no sea aventurera, constituye los cimientos de lo que en la actualidad es América Latina.
El mundo de los virreinatos era barroco, no solo en cuanto a su expresión artística, sino en lo relativo a la mismísima textura de la vida social y política –sus escritos legales y religiosos eran manifestaciones de escolástica barroca–. Era esta una vida de pompa y ritual, en la cual las autoridades religiosas y políticas hacían ostentosos alardes de su poder y su riqueza. El barroco aderezó y favoreció la extravagancia del Nuevo Mundo, incorporando sus expresiones a las formas recibidas de la arquitectura, la pintura y la literatura europeas. La oratoria religiosa, como en el cuento de Villarroel, era practicada por gente como Juan de Espinoza Medrano (“El Lunarejo”), quien también era un devoto seguidor y defensor de Luis de Góngora, el poeta barroco más importante de la época, venerado e imitado en la América colonial. Otros, como la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, escribió obras de teatro a la manera de Calderón de la Barca y poesía, que llevaba al Siglo de Oro español a su punto culminante. La “Respuesta a Sor Filotea”, de Sor Juana, una defensa de su derecho como mujer a ejercer su intelecto y practicar el arte de la escritura, es también una autobiografía sinóptica –un buen cuento, enredado en la maraña de su retórica y su léxico neo-escolásticos–. La vida de Sor Juana, al igual que las vidas de otros criollos poco convencionales, es una que se aventura a las fronteras de las costumbres y de la ley, donde se encuentran lo inusual y lo prohibido. Su extravagancia barroca era ser mujer e intelectual, del mismo en que la extravagancia de Catalina de Erauso era ser una monja alférez.
En Brasil, la actividad artística e intelectual no era comparable a la de los virreinatos españoles –aunque no era insignificante, en especial en el siglo XVII, gracias a las obras del jesuita Antonio Vleira (1608-1697) y del abogado Gregorio de Matos (1633-1696)–. Los colonizadores portugueses no se vieron confrontados a culturas indígenas avanzadas, como la azteca, la maya o la inca, de modo que no tuvieron la necesidad de competir con estas, creando sofisticadas sociedades como los virreinatos españoles. Los templos aztecas fueron transformados en catedrales barrocas. Más aún, al permanecer cerca de la costa, los portugueses no emprendieron campañas épicas a gran escala ni migraciones masivas, como los españoles. Desde el principio, quizás a causa del carácter de los portugueses, Brasil estuvo más abierto a la influencia europea y fue menos confrontacional en su contacto con los pueblos originarios. Contrariamente a España, Portugal, donde los árabes habían sido derrotados mucho antes, no estaba absorbido por asuntos de pureza racial o doctrinaria. Por lo tanto, no se propuso convertir a los indios con el mismo celo. Entonces, como era de esperar, los relatos más apremiantes del encuentro entre las culturas son aquellos escritos por Jean de Léry en su Historie d’un voyage faite en la terre du Bresil autrement dite Amérique (1578), que aún son leídos con deleite por escritores y antropólogos.
La literatura de América Latina en tanto actividad consciente de sí misma surgió como resultado del proceso de la independencia, durante las primeras décadas del siglo XIX. Mientras los ex virreinatos y otras subdivisiones políticas (tales como las capitanías generales y las jurisdicciones de las audiencias) se convertían en naciones, sus elites aspiraban a fundar literaturas individuales. Una nueva nación tenía que tener una expresión de su propia esencia en el arte. Copiados de los modelos napoleónicos, al igual que los coloridos uniformes de sus ejércitos, estos nuevos estados redactaron constituciones, organizaron poderes legislativos, compusieron himnos nacionales e idearon banderas y una completa heráldica de legitimación y poderío. Su historia fue monumentalizada, los héroes, conservados y venerados y las estatuas, erigidas. La originalidad de cada nación, su carácter único, tenía que ser expresado y preservado. Los mitos nacionales se convirtieron en los cimientos de las literaturas nacionales, en extensos poemas dedicados a la naturaleza americana, como las odas de Andrés Bello.
La actividad literaria salió desde la celda monástica, el púlpito y la corte virreinal y se dirigió hacia los cenáculos, los