Colección de Julio Verne. Julio Verne
cubiertos de escamas plateadas; triquiuros, cuya potencia eléctrica es igual a la del gimnoto y del torpedo; notópteros escamosos, con fajas pardas transversales; gádidos verdosos; diferentes variedades de gobios, y, finalmente, algunos peces de más amplias proporciones; un pámpano de prominente cabeza y de una longitud de casi un metro; varios escómbridos, entre ellos algunos bonitos, ornados de colores azules y plateados, y tres magníficos atunes a los que la rapidez de su marcha no había podido salvar de la red.
Calculé en más de mil libras lo izado por la red. Era un buen botín, pero no sorprendente, porque ese tipo de redes, mantenidas a la rastra durante varias horas, capturan en su prisión de mallas todo un mundo acuático. No debíamos, pues, carecer de víveres de excelente calidad, y fácilmente renovables por la rapidez del Nautilus y por la atracción de su luz eléctrica.
Se introdujo inmediatamente el pescado por el escotillón y se llevó a las despensas, unos para su consumo en fresco y otros para su preparación en conserva.
Terminada la pesca y renovada la provisión de aire, creía yo que el Nautilus iba a proseguir su viaje submarino y me disponía ya a regresar a mi camarote, cuando el capitán Nemo, volviéndose hacia mí, me dijo sin preámbulo alguno:
-Mire el océano, señor profesor. ¿No está dotado de una vida real? ¿No tiene sus ataques de cólera y sus accesos de ternura? Ayer se durmió como nosotros y helo aquí que se despierta tras una noche apacible.
Así me habló, sin saludo previo de ninguna clase. Se hubiera dicho que el extraño personaje continuaba conmigo una conversación ya iniciada.
-¡Mire cómo se despierta bajo la caricias del sol para revivir su existencia diurna! Interesante estudio el de observar el ritmo de su organismo. Posee pulso, arterias, tiene espasmos, y yo estoy de acuerdo con el sabio Maury, que ha descubierto en él una circulación tan real como la de la sangre en los animales.
Siendo obvio que el capitán Nemo no esperaba de mí ninguna respuesta, me pareció inútil asentir a sus palabras con fórmulas tales como «evidentemente», «así es», «tiene usted razón»… Se hablaba más bien a sí mismo, con largas pausas entre frase y frase. Era una meditación en alta voz.
-Sí -prosiguió-, el océano posee una verdadera circulación, y para provocarla ha bastado al Creador de todas las cosas multiplicar en él el calórico, la sal y los animálculos. El calórico crea, en efecto, densidades diferentes que producen las corrientes y contracorrientes. La evaporación, nula en las regiones hiperbóreas, muy activa en las tropicales, provoca un cambio permanente entre las aguas tropicales y polares. Además, yo he sorprendido corrientes de arriba abajo y de abajo arriba que forman la verdadera respiración del océano. Yo he visto la molécula de agua de mar, caliente en la superficie, redescender a las profundidades, alcanzar su máximo de densidad a dos grados bajo cero para, al enfriarse así, hacerse más ligera y volver a subir. Verá usted, en los Polos, las consecuencias de este fenómeno, y comprenderá entonces por qué, en virtud de esta ley de la previsora naturaleza, la congelación no puede producirse nunca más que en la superficie de las aguas.
Mientras el capitán Nemo acababa su frase, yo me decía: «¡El Polo! ¿Es que este audaz personaje pretende conducirnos hasta allí?».
El capitán Nemo guardó nuevamente silencio, en la contemplación de ese elemento tan completa e incesantemente estudiado por él.
-Las sales -prosiguió luego -se hallan en el mar en considerables cantidades, tantas que si pudiera usted, señor profesor, retirar todas las que contiene en disolución extraería usted una masa de cuatro millones y medio de leguas cúbicas que, extendida sobre el Globo, formaría una capa de más de diez metros de altura. Y no crea que la presencia de esas sales sea debida a un capricho de la naturaleza. No. Esas sales hacen que el agua marina sea menos evaporable, impiden a los vientos arrebatarle una excesiva cantidad de vapores, que, al condensarse y luego licuarse, sumergirían las zonas templadas. ¡Inmenso papel de equilibrio el suyo en la economía del Globo!
El capitán Nemo se detuvo, se incorporó, dio algunos pasos sobre la plataforma y regresó hacia mí.
-En cuanto a los infusorios -continuó diciendo-, en cuanto a esos miles de millones de animálculos, de los que sólo una gota de agua contiene millones y de los que hacen falta unos ochocientos mil para dar un peso de un miligramo, su papel no es menos importante. Absorben las sales marinas, asimilan los elementos sólidos del agua y, verdaderos creadores de continentes calcáreos, fabrican corales y madréporas. Y entonces, la gota de agua, privada de su elemento mineral, se aligera, asciende a la superficie donde absorbe las sales abandonadas por la evaporación, se hace más pesada, redesciende y lleva a los animálculos nuevos elementos para absorber. De ahí, una doble corriente ascendente y descendente, en un movimiento continuo, en el movimiento de la vida. La vida, más intensa que en los continentes, más exuberante, más infinita, triunfante en todas las partes del océano, elemento mortífero para el hombre, se ha dicho, pero elemento vital para miríadas de animales y para mí.
Al hablar así, el capitán Nemo se transfiguraba y provocaba en mí una extraordinaria emoción.
-Así, pues, aquí está la verdadera existencia. Yo podría concebir la fundación de ciudades náuticas, de aglomeraciones de casas submarinas que, como el Nautílus, ascenderían cada mañana a respirar a la superficie del mar, ciudades libres como no existe ninguna, ciudades independientes. Pero quién sabe si algún déspota…
El capitán Nemo interrumpió su frase con un gesto violento. Luego, como para expulsar un pensamiento funesto, se dirigió a mí diciéndome:
-Señor Aronnax, ¿sabe usted cuál es la profundidad del océano?
-Sé al menos, capitán, lo que nos han revelado los principales sondeos hechos hasta la fecha.
-¿Podría usted citarlos, para que yo pueda controlarlos?
-He aquí algunos -respondí-, o por lo menos los que me vienen ahora a la memoria. Si no me equivoco, se ha hallado una profundidad media de ocho mil doscientos metros en el Atlántico Norte y de dos mil quinientos metros en el Mediterráneo. Los sondeos más notables efectuados en el Atlántico Sur, cerca de los treinta y cinco grados, han dado doce mil metros, catorce mil noventa y un metros y quince mil ciento cuarenta y nueve metros. En resumen, se estima que si el fondo del mar estuviera nivelado su profundidad media sería de unos siete kilómetros.
-Bien, señor profesor -respondió el capitán Nemo-, espero mostrarle algo mejor. En cuanto a la profundidad media de esta parte del Pacífico, puedo informarle de que es solamente de cuatro mil metros.
Dicho esto, el capitán Nemo se dirigió hacia la escotilla y desapareció por la escalera. Le seguí y me dirigí al gran salón.
En seguida, la hélice se puso en movimiento y la corredera acusó una velocidad de veinte millas por hora.
Durante los días y las semanas siguientes, vi al capitán Nemo muy pocas veces. Su segundo echaba regularmente el punto, que se consignaba en la carta, de tal suerte que yo podía seguir exactamente la ruta del Nautílus.
Conseil y Land pasaban mucho tiempo conmigo. Conseil había relatado a su amigo las maravillas de nuestro paseo, y el canadiense lamentaba no habernos acompañado. Pero yo esperaba que se presentaría nuevamente una ocasión para visitar los bosques oceánicos.
Durante algunas horas y casi todos los días se descubrían los observatorios del salón y nuestras miradas no se cansaban de penetrar en los misterios del mundo submarino.
El rumbo general del Nautílus era Sudeste y se mantenía entre cien y ciento cincuenta metros de profundidad. Un día, sin embargo, por no sé qué capricho, navegando diagonalmente por medio de sus planos inclinados, alcanzó las capas de agua situadas a dos mil metros. El termómetro indicaba una temperatura de cuatro grados centígrados, temperatura que a esa profundidad parece ser común a todas las latitudes.
El 26 de noviembre, a las tres de la mañana, el Nautilus franqueó el trópico de Cáncer a 172º de longitud. El 27 pasó ante las costas de las islas Sandwich, donde el ilustre Cook halló la muerte el 14 de febrero de 1779. Habíamos