Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade

Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego - Ramiro A. Salazar Wade


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      Ramiro A. Salazar Wade

      Las Brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego

      © 2020, Ramiro A. Salazar Wade

      1ª Edición

      © 2020, Book Depot, S.A. de C.V.

      Cda. Guillermo Prieto 36, Col. Jesús del Monte,

      Huixquilucan, Estado de México, C.P. 52764.

      Impreso en México

      Printed in México

      Todos los derechos reservados. Se prohíbe la reproducción, almacenamiento y divulgación total o parcial de esta obra por cualquier medio sin el pleno consentimiento y permiso por escrito de la editorial.

      Contenido

       Capítulo I

       Capítulo II

       Capítulo III

       Capítulo IV

       Capítulo V

       Capítulo VI

       Capítulo VII

       Capítulo VIII

      Capítulo I

      1

      Bajó del autobús cargando una valija grande, la cual era pesada, pues se veía el esfuerzo que hacía para arrastrarla. Los lentes oscuros se le resbalaban por su nariz respingada. Las pecas sobre sus mejillas siempre le disgustaron, pero sabía que a los hombres les gustaban, así que nunca renegó de ellas, aun cuando odiaba que fueran un atributo por el cual era deseada. Su cabello rojo volaba por el viento, suelto; revoloteaba como alas de gorrión. Era lacio, largo hasta la media espalda. Sus labios, cubiertos por un rojo carmesí, contrastaba con su piel blanca pálida. Vestía una camisa vaquera de mangas largas desbotonada para poder lucir sus senos medianos, los cuales apreciaba por no ser grandes. Jeans texanos holgados y botas militares. Toda una joven en su máxima plenitud: veintinueve años viviendo en este mundo, la mayoría de ellos sola. Su caminar era despampanante, llamativo, pero nadie se atrevió a ofrecer su ayuda.

      Caminó hasta llegar a un parque. Dejó su valija en una banca. Se quitó sus botas y sus calcetas, y caminó por el pasto. Aquella sensación la llenaba de gozo. Unos segundos después, su rostro cambió. Miró hacia sus huellas y en seguida vio cómo el pasto recién cortado, semillas y tierra flotaba por donde había plantado sus pies.

      Supo inmediatamente que en ese pueblo había una bruja. De ser un brujo, hubiera tenido su menstruación.

      Se enfundó sus botas. Traía una tonadita en su cabeza, un cántico que repetía constantemente. Aquello le molestaba, aunque no tanto como tener que cargar de nuevo la maleta. Sacó del bolsillo del pantalón un poco de polvo rojo. Tomó tierra del suelo, que unió con el polvo en sus manos. Miró para los cuatro puntos cardinales. Susurró unas palabras en alguna lengua olvidada. Detrás de sus lentes oscuros, sus ojos verdes parecían irritados. Llevó sus manos al pecho. Enseguida, tiró el polvo, y la tierra se estrelló sobre la acera de forma rápida, quedando una mancha distorsionada. Vio por unos segundos aquella extraña mancha, la escupió, refunfuñó, dijo maldiciones y tomó sus pertenencias para iniciar su caminar.

      Eran las seis de la mañana del sábado. Las calles del poblado estaban casi vacías. Pocos transeúntes circulaban. Era un día muy fresco para ser septiembre: estaba nublado. Aunque el sol luchaba por alumbrar, las nubes no le daban oportunidad. Salomé, de apellido Gaskell, caminaba intentando despedir sensualidad, aunque, con la maleta a cuestas, le era difícil. Después de moverse unos cien metros, vio a un par de hombres. Pudo notar que eran alcohólicos, teporochos de la calle. Se presentó con ellos.

      —Hola, chicos. ¿Qué dice la mañana? Fresca, como para beber unos tragos de aguamiel, ¿eh?

      Los hombres no respondieron; fueron tomados por sorpresa. En seguida, Salomé Gaskell les arrebato la botella y tomó dos buenos tragos del aguardiente que bebían. Aquello los dejó con la boca abierta, sorprendidos, anonadados. Sin decir nada, les devolvió la botella y se limpió la boca con la manga izquierda. De su bolso sacó un lápiz labial que untó y volvió verdes sus labios. Dio sendos besos a los hombres y les susurró palabras en sus oídos. El que sostenía la botella la dejó caer; sus ojos se abrieron desorbitadamente, sus pupilas se dilataron y en su boca se dibujó una sonrisa.

      El sol no ganó: las nubes soltaron una llovizna que hacía ver triste el poblado. Las calles seguían vacías, Salomé caminaba bajo la lluvia. Su ropa estaba empapada en agua, y sus cabellos sueltos, mojados. El maquillaje se corría por su rostro. No le importaba. Seguía caminando, saludando a los pocos autos con los que su cruzaban. Detrás de ella caminaban los dos borrachos: uno cargaba la pesada valija, el otro parecía que llevaba una marcha militar. Los que la vieron ese día quedaron sorprendidos sin saber qué pensar. Doña Gertrudis, que se transportaba en su auto de lujo conducido por don Remigio, la bautizó como la “generala loca”. Desde ese día le tomó un odio profundo. Su marido se quedó viendo a la “generala”, sorprendido por su belleza. Gertrudis sintió celos y enseguida grito: “¡Remigio, qué vergüenza!”, pero sus palabras no hicieron que dejara de verla, sino el golpe que dio con la llanta en la banqueta.

      La lluvia cobró intensidad a cada hora. Para las once de la mañana, era muy fuerte. Después de un largo caminar, Salomé llegó al panteón del pueblo acompañada por sus dos nuevos “amigos”. El camposanto estaba a las orillas del pueblo teniendo por vecino un bosque. En la entrada en forma de arco, pudo ver una cruz. Caminó alrededor observando la barda blanca que rodaba las tumbas. Se detuvo frente a un montículo de piedras que se apoyaban en la pared y llegaba hasta la mitad de esta. Ordenó a unos de sus acompañantes que quitara todas las piedras. En seguida, este cumplió la orden: quitaba piedra sobre piedra hasta que, de pronto, fue sorprendido por una fuga de vapor amarillo. El hombre, al respirar aquello, cayó al suelo tomando su garganta con sus manos, se retorció por unos segundos y pataleó hasta quedar muerto.

      El veneno se disipó por el aire perdiendo su efecto mortal. Salomé, con una mano, tapaba su nariz y boca, y se acercó de nuevo a las rocas. Se cercioró de que no había peligro y con su pie quitó una piedra. Debajo de ella se encontraba una caja en forma de cofre. La tomó en sus manos, la acercó a su boca para murmurar palabras en una lengua muerta, se rio descaradamente, tomo aire en sus pulmones, infló sus mejillas y en seguida soltó un escupitajo dentro de la cerradura. Segundos después, la caja se abría. El contenido era un pedazo de papel con escritura extraña.

      —¿Conoces a una tal Mercedes de Todos los Santos Torres, viuda de Alcadia? ―peguntó leyendo, sin ver a su compañero.

      Este solo movió la cabeza para asentar que no la conocía.

      Regresaron al pueblo por el mismo camino. Roberto Talante llevaba la valija sobre sus hombros mientras Salomé caminaba delante. Se veía por ratos preocupada para en seguida reírse a carcajadas.

      2

      Tres días pasaron desde que Salomé había llegado al pueblo. Tres días continuos de lluvias imparables. Dormitando sobre su


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