Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade
dirigidos por Helga Maron. Su voz fuerte resonaba por toda la casa. Su mando duro contrastaba con su delicada figura. Contaba con cuarenta y seis años, pero aparentaba mucho menos, al grado de confundirse con una jovencita de veinte años. Vestía trajes con falda largas. Su piel morena oscura como el chocolate, tostada por el inclemente sol de la zona, contrastaba con sus ojos verdes claros, y su cabello negro y lacio partido a la mitad, al estilo de los setentas, la hacía resaltar.
—Están por tocar la puerta —dijo Helga mientras cerraba sus ojos, que podían derrumbar un imperio.
Su rostro de tez apiñonada se vio mortificado. Abrió sus párpados. Miro al único hombre de la casa.
—Ve a abrir, Saladino, pero ve armado.
Aquellas palabras retumbaron en los oídos de todos en la casa. Dejaron sus labores en cuanto escucharon los tres fuertes golpes que le fueron infligidos a la puerta de entrada. Enseguida, el hombre tomó un hacha mediana, la cual pasó por su cinturón para tener las manos libres. Al abrir la puerta, un fuerte viento cálido entró moviendo los cabellos crespos de Saladino. A tres metros frente a él estaba el Cuervo. Se miraron largamente. Luego de esos minutos incómodos, el hombre que estaba sobre la banqueta dejo caer una caja. Giró sobre sus talones para retirarse en la oscuridad de la noche.
—Rápido, dámelo —dijo Helga mientras mostraba una sonrisa nerviosa.
—Es un hombre —dijo Saladino mientras dejaba la caja sobre una mesa—. Lo he visto antes. Es del pueblo. Se llama Roberto.
—Maldita —dijo Helga.
Subieron a la habitación más grande que se encontraba en el segundo piso de la casa. Las ventanas estaban tapiadas. No había electricidad. Las velas regadas por lugares estratégicos daban una escasa luz. Ella misma abrió la caja de cartón. Sus manos temblaron al soltar el amarre de la soga que protegía el interior. En cuanto vio su contenido, las uñas cambiaron de color: se volvieron negras. gritó maldiciones. Se tomó las manos: sentía mucho dolor. Enseguida tomó compostura, murmuró palabras en cierto lenguaje y su rostro, que se encontraba en un rictus de dolor, se neutralizó. Rio nerviosamente mientras sacaba del interior de la caja un gato muerto.
Al tiempo que acariciaba el cadáver del gato, empezó a llorar desconsolada. Repetía constantemente el nombre de “Tigre”. En seguida decía: “Pobre Tigre. ¿Qué culpa tenías? ¿Por qué pagar con tu vida?”. Minutos después dejó de llorar. Sus ojos se tornaron blancos. Apretó al gato con sus manos, muy fuerte. Podía ver la vida del gato, su caminar por los tejados, su nacimiento, su adopción por una familia acomodada. Era el gato de una niña de coletas que mudaba dientes. Lo llamaba “Tigre”, era su mascota. Al final, vio que el Cuervo lo ahorcó hasta matarlo.
—Malditos zombis de brujos —dijo Helga mientras regresaba de su viaje astral.
Miró al gato por un largo tiempo, sumergida en sus pensamientos. En seguida, sin pensar más, tomó un cuchillo en sus manos, con el cual desgarró la piel de Tigre. La sangre se regó por toda la mesa. Después de hacer el corte, introdujo sus manos dentro del animal: sacó tripas, vísceras y una piedra del tamaño de una manzana. Lavó la roca con líquidos oscuros que emergían de un frasco. Luego de sentir que era suficiente, vio letras aparecer en la piedra.
—Salomé —dijo, mientras reía sueltamente, ahogándose en toses estertóreas.
Aun con las manos llenas de sangre, trozos de piel y líquidos inclasificables, intentó limpiar el sudor que emanaba de su frente, dejando la zona manchada. No le importó ensuciarse. Se encontraba distraída, recordando.
Reunió a todos los sirvientes de su casa. Las dos mujeres robustas de color negro eran hermanas. Ella les decía Harina y Sal. Eran siamesas, como de treinta años. Sus cabellos cortos las hacían inidentificables. Nunca le importó a Helga quién era quién. Ella solo daba una orden para Harina o Sal y no le importaba quién la obedeciera.
El hombre, que respondía al sobrenombre de Saladino, era viejo. Sus cabellos cortos platinados combinados con sus cejas largas y retorcidas le daban aspecto de militar. Su rostro manchado hacía que las arrugas sobresalieran. Su cuerpo delgado hacía que quien no lo conociera lo subestimara, aunque su fuerza no provenía de su viejo cuerpo. Sus movimientos eran lentos, llevando su disfraz al extremo.
Todos, sentados en sillas de madera, veían como Helga caminaba de una esquina a otra sin decir nada. De pronto detuvo su andar.
—El día olvidado llegó. Es hora de recordar cómo pelear —dijo Helga mientras el pecho se le hinchaba en cada respiración—. Muchos años han pasado desde que fuimos retados a un combate. Nos esperan días, semanas, tal vez meses muy duros. Nuestra ventaja es que somos más viejos en estos menesteres. Harina, llevarás un mensaje a esa tal Salomé Gaskell.
Los tres sirvientes asintieron. Saladino rio maliciosamente mientras cerraba los ojos sintiendo por dentro añoranza y alivio. El silencio seguía cortando la habitación mientras Helga los miraba pensativamente, recordando el día que se inició como bruja.
5
Sentadas frente a frente, Salomé y Helga se estudiaban. Llevaban más de treinta minutos sin decirse nada. Sus sirvientes, parados cada uno detrás de su respectiva ama, cuidan sus espaldas sin parpadear. El Cuervo tiene la mirada perdida, mientras que Saladino lo observa. También lo estudio; conocedor de su profesión, sabe lo que se avecina.
Dos días pasaron desde que Helga envió la invitación para reunirse. El lugar donde se encuentran está retirado del pueblo, en las lomas que lo rodean. La vista es majestuosa. Pueden ver toda la pequeña ciudad junto con sus alrededores. El verde predomina. El viento sopla sobre ellas. Sus vestidos son sacudidos al igual que sus cabellos. El mantel de la mesa que sostiene algunas copas se pega a las piernas de ambas.
—Somos lo que somos y obedecemos las reglas de confrontación —dijo Helga mirando hacia el poblado—. Después de hoy se acaba la paz para Villalasflores.
—Mataste uno de mis sirvientes, con tu trampa en la barda del panteón —replicó Salomé.
—Me enviaste tu declaración de combate con un embrujo.
Sus miradas se cruzaban. Sin hablar podían decirse tantas cosas. En seguida, Salomé explotó en carcajadas, encendió un cigarrillo y dejó de mirar a su contrincante para ver hacia el poblado.
—Sé de dónde vienes —dijo Helga.
Salomé siguió mirando hacia abajo, donde se encontraban las casas.
—Sé, además, que vienes de perder una confrontación que tenías ganada, por confiada, por primeriza, por faltarte fuerzas. Aun así, no te sientes derrotada, pero debes saber que sí fue una derrota. Perdiste.
Salomé sintió un fuerte escalofrío en su cuerpo. Supo en seguida que Helga dominaba la nigromancia y que esta podía anticiparse a sus movimientos. Sabía que sería un rival muy difícil o imposible de vencer. Sus planes se venían abajo, sintió el miedo al fracaso, de volver a fracasar. Sin parpadear, siguió actuando normal, tratando de dominar el asombro. En seguida rio, aunque menos estruendosa de lo que acostumbraba. Chupó del filtro de su cigarrillo.
—Sabes y no sabes. La nigromancia solo te da pedazos distorsionados. Tú armas lo que quieres ver —dijo, mientras soltaba el humo que acababa de absorber del cigarro.
—Cinco días para prepararnos —dijo Helga.
—No. Un día —respondió Salomé con tono autoritario—. Comenzaremos mañana.
Helga se sorprendió por el corto tiempo. Aun así, su rostro no se inmutó. Su mirada era firme. Esbozó una sonrisa muy delicada. Descubrió que no debió delatar su manejo de la nigromancia. Aun así, sentía que había sido un buen movimiento. Por el contrario, Salomé se veía molesta, se reía nerviosa. Ya no podía sostener la mirada de su rival. Sus cambios de humor eran muy parecidos a la de una loca. En seguida, Helga supo que su rival seguía bajo algún embrujo del cual no sabía y no podía soltarse.
—Creo que es hora