Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade

Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego - Ramiro A. Salazar Wade


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      Un fuerte escalofrió corrió por el cuerpo de Helga. El miedo lo sintió como un fuerte dolor en el vientre. Sudó frío y quisieron nacer lágrimas, pero logró contenerlas, igual que el pavor que sentía.

      —Si me matas, estás rompiendo reglas más antiguas que tú y que yo, más antiguas que nuestra propia raza —dijo la joven.

      —Soy un Corazón Negro. No me rijo por las reglas de brujas comunes.

      —Todas nos regimos por ciertas reglas, aun un Corazón Negro —replicó Helga con voz fuerte, y podía verse su firmeza y templanza.

      Al terminar de hablar, llevó sus manos atrás. Enseguida empezó a balbucear palabras ininteligibles.

      —¿Qué puedes saber tú? Eres solo una aprendiz.

      —¡Soy Helga del Aquerrale sin Destino! —dijo gritando con fuerza.

      Enseguida descubrió sus manos. Un corte profundo en su muñeca emanaba sangre en abundancia. Al mover rápidamente en dirección de la bruja su mano cortada, salpicó de sangre a Sinaida, quien, al recibir el líquido espeso y caliente, gritó y se llevó las manos a la cara. Con movimientos fuera de la realidad, salió flotando del callejón dejando sola a Helga.

      La joven pudo ver cómo Sinaida desparecía en la oscuridad. Aquello le dio miedo. Enseguida supo que estaba marcada, que su vida corría peligro. Despejó su mente alejando los malos pensamientos. Necesitaba ser costurada; de lo contrario, moriría desangrada. Debía tomar una decisión: ir en busca de Salvador o dirigirse al hospital. Siguió los latidos de su corazón. Intentó tapar la herida con un hechizo. Logró que el torrente de sangre aminorara, pero, aun así, seguía perdiendo el vital líquido.

      Inició una carrera contra el tiempo. Sus pasos eran veloces: corría por las calles oscuras del pueblo. Luego de unos minutos caminaba tomando su muñeca lacerada con la otra mano. Podía sentir el mareo que por momentos la hacían perder la visón y el paso. Antes de caer desmayada, vio a su maestra arrodilla a un costado. En un parpadeo vio a Sinaida. En seguida vio luces para terminar en la oscuridad.

      Despertó dos años después, dentro de una celda, en una oscuridad terrible. Sin recordar mucho, obligada a pasas varios días dentro de aquel calabozo, el hambre y la sed la obligaron a despertar de nuevo su talento. Logró alumbrar el lugar con magia. Enseguida abrió los candados que la aprisionaban. Al salir, se percató de que era una cueva. Encontró escalones que la llevaron frente a otra puerta cerrada. De nuevo, logro abrirla con sus artes oscuras. Al salir al exterior, se encontró en una selva. La luz del sol la cegaba. Sus piernas débiles iniciaron un caminar a su renacimiento.

      Luego de dos días de caminar por la selva, de sobrevivir a base de comer raíces, hojas, insectos, bichos, uno que otro pequeño roedor, Helga llegó a un pequeño poblado de unas cuantas casas, todas desvencijadas por el tiempo y la pobreza. Fue rescatada por los campesinos. Ahí paso varios días mientras recobraba fuerzas. Aún necesitaba ver a Salvador.

      Una noche con el cielo estrellado y la luna flotando magistralmente Helga robo todo el dinero de los campesinos quienes bajo un hechizo durmieron por tres días, dando el tiempo necesario a la ladrona de llegar a un pueblo más grande y de ahí tomar un autobús hasta Villa Carbón, jamás volvió a pensar en aquellas personas que la ayudaron, no tuvo remordimientos ni agradecimientos, solo pensaba en Salvador.

      Al llegar al pueblo, lo encontró destruido en todas las formas posibles: las calles estaban sucias, llenas de baches, barro y mugre; las casas, la mayoría, en muy mal estado, algunas derrumbadas; el campo, en otra época abundante y floreciente, era ahora llanuras de polvo; las minas, cerradas. En cuanto caminaba por las calles, pudo sentir presencias malignas, espíritus que flotaban por todo el poblado, deambulando por las casas.

      Al llegar a la casa de Salvador, se percató de que era de las pocas que sobrevivían en buen estado. Aquello le devolvió un poco de esperanza.

      12

      El barracuda se movía por la carretera a toda velocidad. La luna brillaba en el cielo haciendo lucir las pocas nubes que estaban cerca de ella. Saladino detuvo el auto en la parte norte del pueblo, en una zona alta desde donde se podía observar la ciudad con todas las luces encendidas. Era un bello espectáculo, pero Helga no se fijó en la vista que daba la luna y el pueblo. Sus ojos estaban en blanco. Le temblaba del labio y, entre segundos, le daban pequeños ataques. Inició un murmullo. Saladino no la miraba; estaba perplejo viendo hacia el poblado. Helga cayó de rodillas. En seguida recobró la compostura. No dijo nada. Se subió al auto. En cuanto cerró la puerta y Saladino escuchó el azote, sabía que había que irse.

      Minutos más tarde, el auto regresaba por la misma carretera. Helga se recostó de forma cómoda y quedó dormida. Soñó profundamente: Se veía caminado por la oscuridad. Dentro podía sentir la vista de cientos de personas que la observaban. No le importó; siguió caminando hasta que vio un faro de donde salía luz. Inicio su andar hasta él. Sin darse cuenta, llegó al pueblo. Ya era de día. La luz le molestaba. Tenía que entrecerrar los ojos para poder ver. En seguida la intensidad de la luz descendió. Logró ver a una chica tomada de la mano de una anciana. La muchacha trataba de zafarse: forcejaba, golpeaba la mano, una mano delgada y arrugada, pero a la vez parecía ser de hierro, pues no se inmutaba a los golpes. Por fin, la joven se cansa de luchar, cede, inicia el caminar hombro a hombro con su secuestradora. Helga no entiende qué sucede. La chica voltea. Helga puede ver su rostro: es morena, de ojos verdes, cabello suelto con cerquillo tapando la frente; su rostro refleja resignación y tristeza. Los pasos de la pareja son rápidos. Helga inicia una persecución. Camina tras de ellas, paso a paso. Salen del pueblo, caminan por una carretera olvidada, sin asfalto, de tierra; los surcos de zacate casi la invaden. Llegan hasta una zona árida, pestilente. pocos árboles sobreviven sin follaje, Helga descubre que se encuentran en Sarabia. En seguida, la anciana camina hacia ella. Se da cuenta de que no es una anciana cualquiera, que es Sinaida. Quiere huir, pero no puede, está petrificada. Llegan hasta ella. La chica ya no se ve bien: su tez blanca tira a verde, su cabello está lleno de tierra y fango, sus párpados han sido cortados, su vista está muerta. Eso no la asusta; a lo que teme es a Sinaida.

      —¿Qué haces aquí? Deberías estar huyendo con todas tus cosas.

      —Aquí me quedo —dijo Helga con una temblorosa voz, molesta por sentir miedo, pero toma compostura, mira a los ojos a Sinaida, la enfrenta—. No me voy: este es mi pueblo y lo defenderé.

      —Para el fin de mes estarás muerta.

      En seguida, Sinaida y la chica se desvanecen. Se convierten en polvo, un polvo que es empujado por un fuerte viento, el cual golpea a Helga, quien, en su intento por escapar, corre y cae de bruces, se asusta, da un brinco y despierta mojada en sudor.

      Helga despertó en su cama. Era de día. Solo se levantó a cambiar las sábanas y almohadas. Enseguida se desnudó para vestir una pijama de nuevo. Pasó todo el día en la cama. Desayunó y comió sobre ella. Inicio una lectura larga que había pospuesto por muchos años. Ya no le parecía tan largo Noticias desde el imperio, de Fernando del Paso. Bebió cerveza, vino, refrescos y agua de coco, comió bombones, chocolates, salchichas. Por la tarde sintió más pereza y la vista cansada por la lectura. Decidió salir.

      Frente al espejo veía su cuerpo desnudo. Se reía de sus recuerdos. Dejó sus trajes sastre que usaba todos los días, que había usado por muchos años, por un vestido rojo de tirantes, holgado y fresco. Calzó tenis deportivos y, sin darse cuenta, caminaba por las calles del pueblo. Visitó muchos lugares, meditando, perdida en su adentro.

      Sabía que llevaba una sombra. Detrás de ella caminaba Saladino, silencioso, retirado, pasando desapercibido, dejando que su ama hiciera lo que se le antojara, cuidándole cada paso, esperando algo, deseando que ocurriera la situación en la cual él podría intervenir. No sería esa noche.

      Helga se detuvo en un jardín que protegía muchas flores. Estaba encantada. Desde una reja observaba la vegetación floreciente. De pronto, la puerta de la casa se abrió. Del interior salió una chica con pasos alegres y rápidos, quien, al ver Helga, se detuvo sorprendida.

      —¿Busca


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