Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade
compostura. Podía ver que era la chica de sus sueños—. Solo veía su jardín; muy bello.
—Es de mi mami. Bueno, quien lo cuida es Soledad, pero sí es bonito.
La chica salió a la calle, sonrió a Helga y comenzó su caminar dejándola atrás.
Helga podía verla andar de la misma forma que en su sueño. En seguida supo lo que le deparaba el destino a la chica. Sabía que podía salvarla; no lo hizo, la dejo ir. También sabía el lugar donde estaría un cadáver de los cuatros que pronto estarían sepultados. Regreso la mirada a la puerta de la casa. A un costado podía leerse: “Familia Medina Cadena”. Dio media vuelta; vio a los ojos a Saladino. En cuanto se acercó, iniciaron el caminar juntos.
Capítulo II
1
La tarde estaba por morir. El viento era cálido. La luna se asomaba trayendo con ella la oscuridad. Dentro de un Camaro amarillo, modelo 74, cincos jóvenes que rondan los veinte años cantan al unísono “Knockin’ on Heavens”. Coreando la voz de Axl Rose, gritan a todo lo que da su pulmón. En seguida, Peter detiene su canto. Todos siguen entonando las letras de Bob Dylan hasta que el cassette llega al final. Peter apaga el estéreo.
—¿Qué sucede, Peter? —pregunta Sara Windleton, mientras da una bocanada al cigarro.
—Es por Lucrecia —dijo Romina, sin dejar de ver hacia el horizonte, pensativa—. La acabamos de ver.
—¿Dónde la vieron? —preguntó Juliana al momento que torcía el cuello para ver a los pasajeros del asiento trasero, pero nadie respondió —. Dime, ¿dónde?
—Caminaba por la acera hace unos minutos, antes de que saliéramos del pueblo ―respondió Romina fastidiada.
—Parece que a nuestro Peter aun le late su corazoncito por la Zapata —dijo Sara mientras se reía—. Anótenlo: 28 de septiembre, Peter ve a Lucrecia, su corazón vuelve a latir.
—Ya dejen de fastidiar a Peter —dijo Aidan.
Enseguida volteó el cassette y reinició la música. La voz de Mick Jagger entonaba sus “vooo, vooo” de “Sympathy for Devil”. Subió el volumen. Todos cantaban y bebían cerveza mientras el auto se desplazaba por la carretera.
Peter recordó a Lucrecia Zapata. El verla hizo que recordara las tardes que pasaban juntos. Aunque tenía más de seis meses que ya no se frecuentaban, no la olvidaba. Sabía que no la amaba, que solo fue sexo sin compromiso, que ella así lo quiso siempre. El aceptó gustoso el trato. Luego de unas semanas, se dio cuenta de que no existiría el compromiso por que ella lo veía como alguien sin futuro. A él no le importaba; al contrario, se sentía orgullo de ser así. Con veintidós años, no esperaba nada de la vida ni busca algo más que un buen fin de semana con chicas, alcohol, drogas y aventuras que pudieran terminar en una buena pelea. Ahora que la vio, extrañaba el sexo salvaje al que se entregaban. En fin, que, al terminar la canción de los Rolling Stones, ya no la recordaba. Tenía la esperanza de acostarse con alguien después de unas bebidas con los amigos.
A la mañana siguiente, Peter fue despertado a medio día por fuertes golpes que sonaban en la puerta de su cuarto. En seguida gritó palabras inconclusas. Molesto, se levantó de su cama y abrió la puerta bruscamente. Cambió de postura al ver que era su padre.
—Bebiste hasta el amanecer—. El rostro del señor Avellanada era de un rictus de seriedad al cual estaba acostumbrado Peter—. Pero eso no es por lo que vine.
—¿Qué sucede? —dijo Peter mientras se veía los pies.
—Te buscan los Zapata. Su hija no llegó a dormir anoche —dijo el padre de Peter mientras miraba hacia el interior de la habitación—. ¿Está contigo? Si está aquí, será mejor que lo digas. Esos papás están muy preocupados.
—Aunque me gustaría que estuviera aquí, no es así.
El señor Avellanada giró sobre sus pies. Se retiró sin decir más. Peter cerró la puerta. La resaca le golpeaba la cabeza y el estómago. Volvió a recostarse en la cama. Cerró los ojos. Podía ver a Lucrecia. Sabía que era bella: ojos rasgados, morena, piel tersa, cabello largo, sedoso, negro; su cintura era perfecta y sus caderas lo hacían caer cada vez que ella lo llamaba. Sus labios eran delgados, pero sus pechos grandes hacían que olvidara hasta el día en que se encontraban. En seguida se preocupó. Recordó que Lucrecia era muy responsable. Nunca dormiría fuera de su casa. “No, ella no. Qué pensaría la sociedad. No creo que sea nada grave. Ya aparecerá, con algún novio importante”, pensó, y olvidó a Lucrecia tan rápido como la recordó. En verdad no le importaba. Extrañaba su cuerpo, la carne, el sexo en sí; solo eso.
La puerta fue golpeada de nuevo, esta vez más suave. Fastidiado, se levantó de la cama para abrir. En seguida, de un golpe, su hermana entró en la habitación, aun en pijamas y malhumorada.
—¿Qué mierdas le pasa a esta gente? —dijo Juliana mientras se sentaba en la cama y encendía un cigarro—. Me levantaron por culpa de esa estúpida de Lucrecia.
—Por favor, no fumes —dijo Pedro, pero ya era tarde: el cigarrillo echaba humo igual que la boca de su hermana.
—Este chisme es bomba. Mira a la santurrona, la muy-muy, la que va a ser una triunfadora. Por favor, quién sabe con quién se huyó.
—Mejor no decimos nada. Puede estar corriendo peligro. ¿Y si fue secuestrada?
—Mierda, Peter. Deja de defenderla. Te trató como un pendejo. Me voy. Debo ver a Sara para contarle el chisme.
Peter vio a su hermana. El cabello rubio lo odiaba. Extrañaba su color castaño original, extrañaba a su hermana, es decir, la que fue antes de que se volviera una joven adicta y material. Aún podía ver rastros de maquillaje en su rostro. Su cara pálida lo preocupaba, pero ella no se dejaba ayudar. Era alta, estaba más flaca de lo normal. La pijama se le resbalaba por las caderas.
El reloj estaba por dar las once de la noche. Peter se encontraba reunido con Sara y Aidan en las bancas del parque que están a un costado del asta de la bandera. Llevaba años usando el cabello corto a rape. Lo hacía para simplificar su vida. Flaco en extremo gracias a su estilo de vida, cigarro tras cigarro, parecía que quería acabar con el tiempo que le quedaba de vida. Prefería beber unas cervezas a comer. Las resacas las pasaba recostado sin probar bocado. Las pecas sobre sus mejillas le daban un toque femenino, y la nariz respingada no le ayudaba. Aun así, su virilidad la mostraba sin necesidad de forzarse.
Los tres amigos fumaban. Sara fumaba y comía un hotdog. El parque estaba solitario al igual que la ciudad. Las luces bajas deban un aspecto tenebroso que los chicos adoraban. Oyeron unos pasos que procedían de la calle contigua. Dejaron de hablar para agudizar el sentido del oído. En seguida escucharon la risa de Juliana. Segundos después, estaban frente a ellos Juliana y Romina.
—Una desgracia, una verdadera desgracia —dijo Juliana riendo mientras era abrazada por Aidan—. En verdad que no aparece la Zapata. Se teme lo peor.
—En verdad que espero que esté con algún tipo cogiendo y pronto se entere todo el pueblo. Me cae mal, pero no para desearle la muerte —dijo Sara.
—Si está muerta, ni modo. Todos nacimos para morir —dijo Romina al limpiarse la boca después de dar un trago largo a la cerveza—. Solo esta mierda vende en este pueblo, Enjambre. ¡Qué putas bebemos!
—Espero que se encuentre bien ––dijo Aidan mientras veía a Peter, quien, al parecer, ni le importaba.
—Desapareció también la señora Leonora, la costurera —dijo Sara—. Bueno, se fue del pueblo. Ahora, Lucrecia. Al parecer, el pueblo está cambiando.
Todos reían. Enseguida se olvidaron de Lucrecia Zapata. Plática y chistes, bromas y risas; parecía una noche normal de cervezas, cuando oyeron un grito espantoso. Todos callaron. Sara dejó caer la botella de la cerveza sacando a todos de su congelamiento. Aun así, no hablaron. En seguida, el viento sopló, los árboles