Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade
Regresó la vista a su atacante y murmuró palabras que Peter no comprendió. La mujer dejó de reptar en el piso. En seguida desgarró sus ropas, introdujo la mano en su interior. Las palabras de Salomé aumentaron de volumen. La mujer logró desgarrar su propia piel. Peter estaba anonadado. La sangre brotaba. Al sacar la mano de su interior con algunas vísceras, la mujer murió riendo.
4
Al día siguiente de los ataques, todo transcurría normal en el pueblo. Los ancianos tomaban café en el café bar. Curada la resaca, la cotidianidad cubría el pueblo. El sol alumbraba y daba el calor necesario para que la vida siguiera su curso. Niños y jóvenes uniformados asistían a sus escuelas. Los comercios abrían mientras se barrían las acerara para esperar clientes.
Peter despertó en el sofá de la casa de que se apropió Salomé. El olor a café cubría todo el inmueble. Podía sentirse animoso: amaba el café. Se sacudió la flojera, se talló los ojos y recordó la noche. Enseguida sintió miedo. Miró en todas direcciones hasta toparse con Salomé, quien lo veía recostada sobre una pared mientras sostenía una taza.
—Debo de irme —dijo Peter tembloroso.
—¿A qué temes? ¿A mí? —dijo Salomé mientras sorbía café de la taza.
—¿Dónde está Sara?
—¿De verdad te preocupa Sara? Creía que no te importaba por ser una chica rechoncha.
—Sara es mi amiga. Nos conocemos desde niños.
—Amistad, pura, inocente. Sabes que no existe, que ella te ama en silencio y tú le ofreces lástima, por eso sigues con la famosa amistad. Deberías cogértela, darle el gusto.
—Debo irme.
—Perdón —dijo Salomé burlonamente—. Te ofendí. —En seguida rio descaradamente a grandes carcajadas—. Eres un caballero y no hablarías de una chica.
Peter abrió la puerta, pero Salomé lo tomó de la mano, sin fuerza; solo lo tomó. Este se detuvo, sin valor para quitarse la mano delicada que lo apresaba.
—Ven en la tarde con Sara. Debemos hablar —dijo Salomé mientras lo veía con ojos de amor—. No tengo que decirte que no digas nada de lo que viste. Sabes que nadie te va a creer y no querrás que me vuelva tu enemiga.
Salomé se acercó a Peter, quien pudo sentir su aliento en el rostro. Los labios se pegaron en su mejilla en un largo beso. Las piernas de Peter temblaron. Sin perder la compostura aceptó gustoso lo que sucedía. Después de varios segundos, Salome lo soltó y dio media vuelta para alejarse.
—Los espero en la tarde —dijo, mientras caminaba y le daba la espalda—. A los dos, a las seis de la tarde. Sara se fue desde temprano. Debe estar en la escuela.
Peter salió de casa de Salomé en un estado de excitación y confusión que lo hacía flotar. El beso de Salomé lo tenía bajo un hechizo que no termina de cuajar, que luchaba por penetrar los sentidos. Sus pasos lo llevaron hasta una fonda donde pensaba desayunar. Sentado en un banco, esperaba sus tacos con una cara de felicidad, de enamorado, que era imposible ocultar. Se despertó de aquel extraño trance: el hechizo murió al oír Peter una conversación que llevaba una señora y la cual tenía enfrascados a todos los que la oían.
—Les digo que fue terrible. Los caballos se veían tan clarito, pero no eran de este mundo. Sus ojos eran negros, negros como las oscuridades del averno, y los jinetes, por todos los santos y que me castigue Diosito si les miento, eran unos demonios, eran muertos venidos de la tumba. Cabalgaron por todo el pueblo. Quien los vio sufrió mala suerte. Algunos aun traen ardor en el cuerpo, en la vista, verrugas. Les digo: es una maldición que nos echaron. Será mejor no salir de noche. Si los escuchan, corran, corran por salvarse.
Aquella historia rompió el hechizo de Salomé. El miedo de Peter se reflejó en su cara. No dijo nada. Comió sus tacos pensando en la noche llena de tantos altos y bajos, sustos y cosas que no podía contar.
Peter llegó a su casa muy temprano. Al entrar, sus padres aún desayunaban. Al verlos, se percató de que no había asistido a la escuela, que no había llegado a dormir, que estaba en un problema por su mal comportamiento. Su padre cerró el periódico y, con la vista, lo invitó a sentarse en la mesa.
—¿Nos puedes decir a tu madre y a mí de dónde vienes? –dijo el señor Avellaneda, pero Peter no respondió; tan solo se limitó a mirar la mesa—. No dormiste en casa. ¿Qué es lo que te crees para hacer todas estas estupideces?
—Lo lamento.
—Peter, hijo —dijo la madre tiernamente—, tu papá y yo estamos preocupados. Hay dos chicas desaparecidas, entre ellas esta Lucrecia. Tememos por ti y tu hermana. Anoche nos quedamos muy preocupados por tu paradero.
—¿Puedo retirarme? En verdad me siento en muy mal estado —dijo Peter.
Sabía que su mama debió quedar dormida por sus pastillas y su papá nunca se acordó de él por su trabajo.
—Puedes ir a tu habitación, pero no debes salir. Y si sales… cuídense.
5
Recostado sobre la cama, Peter solo veía el techo de su cuarto. Necesitaba asimilar lo sucedido. Los jinetes lo hacían temblar, pero la mujer de lodo le infundía un miedo visceral. Aun podía escuchar los murmullos, las palabras de Salomé. Todos aquellos recuerdos lo sacudieron hasta revolverle el estómago. Sintió la saliva muy aguada. Corrió al baño para devolver, pero no sucedió. Lo intentó, pero no salió nada de su interior.
Hizo bosquejos, dibujos, siluetas toda la tarde. En ellos aparecían la mujer de lodo, los jinetes y Salomé, en la cual trataba de poner mayor empeño. La sensualidad o el hechizo hacían efectos sobre él. Su concentración fue interrumpida por su hermana, Juliana, quien tocó la puerta del cuarto.
—¿Qué vas a hacer, Peter? —gritó Juli desde el otro extremo—. ¿Vas con nosotros? Afuera están los chicos.
—Sí voy —respondió Peter, descubriendo por la ventana que ya era de noche—. Salgo en seguida.
Los chicos caminaban por la acera. Delante, tomados de la mano, avanzaban Juliana y Aidan, mientras Romina hablaba sin para sobre sus padres y cómo la tenían olvidada. Al parecer, era la única que sufría por el abandono de sus papas. Nadie la escuchaba, ya que la pareja llevaba una comunicación íntima y silenciosa, y Peter y Sara caminaban muy atrás, en silencio, esperando que alguno iniciara la conversación que aclarara lo sucedió la noche anterior.
—Aidan es una mierda —le dijo al fin Sara a Peter para romper el silencio.
—Sí, es una mierda. Ya lo sabíamos —respondió Peter—. ¿Qué mierdas sucedió anoche?
—Mierda, Salomé nos citó hoy. ¿Te dijo?
—Sí. Me dijo muchas pendejadas. Además, ya es tarde. Nos citó a las seis.
—Vamos, dejemos a estos pendejos. Míralos caminar. No se han percatado que vamos rezagados. Además, ¿adónde mierdas vamos? ¿Al panteón otra vez, al parque de nuevo, a beber, a fumar? A la mierda. Estoy harta.
Sin pensarlo, la pareja se salió del camino tomando la calle que los llevaba a casa de Salomé. Sin fijarse en que sus amigos, que se habían dado cuenta, los siguen desde lejos, caminan a grandes pasos esperando llegar, en busca de respuestas.
Salomé los recibe con un cigarro en la boca. El rojo de los labios resalta. Lleva lentes de carey. Jamás la han visto con lentes de aumento. Lleva puesta una falda larga hasta los tobillos, tan entallada que las nalgas se marcan perfectamente. El escote de su blusa es pronunciado. Peter no sabe dónde poner la vista. Sara se da cuenta y ríe. Salomé los saluda con besos en ambas mejillas.
—¿Desde cuándo usas anteojos? —pregunta Sara.
—Estos no son míos. Los encontré en un cajón. ¿Qué tal me veo? —dijo Salomé viendo a Peter y cerrándole un ojo.
—Bruto.