Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego. Ramiro A. Salazar Wade

Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego - Ramiro A. Salazar Wade


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con una manta. Sus cuerpos sudorosos se daban calor luego de haber hecho el amor. Ella sintió algo diferente, salió de la protección de la manta. Desnuda bajo la luz de la luna, caminó unos metros. Salvador la veía sin poder controlar la pasión que sentía por ella. En seguida se percató de que la tierra, la hierba y las hojas flotaban en cada pisada que daba. Se asombró sin espantarse. llamó a Helga para que viera lo que sucedía. Ella, al ver aquello, supo lo que ocurría. Se vistió muy rápido y salió en busca de su maestra sin despedirse de Salvador.

      Cuando las dos brujas mayores se vieron las caras tres días después, Helga estaba al lado de Lenna. Detrás de ellas estaba el Salvaje, quien era el guardián de su maestra. Frente a ellas, Sinaida estaba sola, sobria, muy seria, con una mueca en la boca que podía identificarse como de molestia. Sin parpadear, sus ojos parecían inyectados de odio. Las venas le resaltaban por todo su cuello. Parecían hilos negros pegados a su piel, la cual era de un color blanco verdusco. Sus movimientos eran inarticulados, tiesos. Sin decir nada, extendió la mano frente a ellas y ofreció tres dedos. Helga esperaba más. Su maestra no dijo nada; tan solo se puso de pie. Su rostro reflejaba miedo.

      Sin hablar, Helga caminaba a lado de Lenna mientras el Salvaje las seguía. Dejaban atrás a Sinaida. En seguida escucharon un ruido, como si un roble hubiera caído. Al voltear, vieron al Salvaje desplomado boca abajo exhalando aire trabajosamente. Sus brazos, que en otros tiempos tenían la fortaleza para doblar una vara de hierro, quedaron extintos. En seguida dejó de respirar.

      —Hubiera deseado que fueras tú y no el Salvaje —dijo Lenna mientras seguía caminando.

      —¿Qué sucede? —preguntó Helga, tratando de seguir el paso de su maestra.

      —La desgracia, la mayor desgracia —dijo Lenna. Su rostro no era el de siempre; el miedo estaba apoderado de ella—. Esa bruja es un “corazón negro”. Nos ha marcado a los tres. Debemos irnos ahora mientras está cambiando de piel.

      Helga se detuvo. Dejó que su maestra continuara caminando. Recordó las historias sobre corazones negros. Nunca creyó toparse con una. No podía irse. Necesitaba encontrar a Salvador, necesitaba ver a su amor, necesitaba despedirse, necesitaba sus besos. Vio cómo Lenna se alejaba sin voltear a ver. Supo enseguida que era el fin de la relación maestra alumna. Ningún sentimiento brotó en ella por la partida. Por no despedirse, se percató de que ahora podría ser su enemiga en un futuro. Deseó que ese día llegara; necesitaba demostrarle que era mejor que ella. En cuanto se perdió de su vista, recordó a Salvador. Sin perder tiempo, se dirigió hacia donde pensaba que podía estar.

      10

      Dos días pasaron desde que Helga sintió la llegada de Sinaida. Era el último día de septiembre. Sentada sobre su sofá favorito, leía a Truman Capote. Metida en la lectura, trataba de olvidar lo que venía. Eran las seis de la mañana. El sol aun no salía al alba. La oscuridad cubría el pueblo. Fuera de la casa, en las calles, ya podía oírse el trajinar de los peatones que se dirigían al trabajo.

      La puerta se abrió dejando entrar a Harina. Llevaba el diario en sus manos. En cuanto Helga la vio, supo que eran malas noticias.

      Helga tomó el diario sin mirar a Harina, como siempre lo había hecho, menospreciándola, aborreciéndola. Esperó que su criada se alejara y saliera de su vista. Hojeó el diario hasta encontrar la noticia que buscaba. Leyó el titular varias veces: “Jovencita desaparecida”. Se rio para sus adentros al leer el artículo. Sabía que Lucrecia Zapata estaba muerta, enterrada en algún punto cardinal del pueblo, tal vez en el norte o el sur. Se rio de la desesperación de los padres por encontrarla, se rio de miedo. Sabía que Sinaida hacia un hechizo muy oscuro para maldecir el pueblo. Pensó en huir. Su vida corría peligro; podía sentirlo.

      Eran las seis de la tarde cuando Helga llego al Mesón del Ángel. El sol se perdía dando paso a la oscuridad. Dentro de la fonda, la luz era muy baja. Los focos forrados con celofán verde le daban un aspecto extraño. Sentada en la silla de la esquina, frente a una mesa, se encontraba Salomé tomando la mano de un varón de unos cincuenta años, el cual descansaba en una mecedora. Vestía todo de negro, usaba un sombreo texano y lentes oscuros, largas patillas, bigotes recortados y una risa con la que mostraba tres dientes de oro. No se percató Salomé de la llegada de su rival.

      —Viejo, si no quieres perder hasta los dientes, será mejor que te vayas —dijo Helga.

      Salomé la miraba con cara de asombro, la cual quiso disimular tontamente.

      El viejo quiso levantarse, pero Helga lo tomó del hombro. Sus uñas rompieron la camisa hasta clavarse en su piel. La pócima entró en el torrente sanguíneo. En seguida, el viejo era dócil. Sin dejar de reírse y sosteniendo el sombrero con ambas manos, cedió su asiento, y riendo nerviosamente, se retiró.

      —¿Qué madres haces? —dijo Salomé furiosa.

      —Traigo un pacto para detener las hostilidades.

      —Te rindes —dijo Salomé riendo incrédula.

      —No es una rendición. Es una tregua. Es un cese de hostilidades. Sinaida es una bruja corazón negro. Nos asesinará o absorberá.

      —Te digo algo —dijo Salome con voz temblorosa—: no puedo dormir. Cada que cierro los ojos para descansar, veo el rostro de una anciana, calva, terrorífica, de ojos amarillos. Me señala, me infunde miedo, y mis pies, las plantas de los pies, no han dejado de dolerme, de arderme. ¿Qué sucede?

      —Bebe esto —dijo Helga mientras garrapateaba algunas letras sobre una servilleta—. Podrás dormir y romperá el hechizo de Sinaida sobre ti.

      Salomé leyó la receta. Estaba incrédula, sorprendida. Dobló y guardó el pedazo de papel dentro de su bolso. En seguida tomó un cigarro con sus labios y lo encendió como solía hacerlo, con un chasquido de dedos.

      —Eres una tonta —añadió Helga—. No te importa que te descubran. Eso será tu perdición.

      Salomé solo rio, levantando una ceja en señal de no importarle.

      —La tregua no es señal de amistad —siguió diciendo Helga—. No somos nada. Tú lo dijiste: no nos debemos nada; pero, si quiero vivir, tengo que enfocarme en Sinaida y no preocuparme por ser atacada por ti.

      —Pero ¿qué va a pasar con nosotras, con nuestro duelo?

      —No está olvidado. Tan solo se detuvo.

      —No sé. ¿Qué hago mientras tanto?

      —Cuídate, protégete, realiza todos los hechizos de protección sobre tu casa y observa. No te dejes sorprender. No dejes de observar.

      Helga se levantó del asiento. Miró a Salomé riendo sarcásticamente, moviendo la cabeza en señal de negación. Giró sobre su hombro y emprendió la retirada mientras Salomé fumaba molesta por la forma en que se quedó viéndola su rival. “Puta infeliz. ¿Qué se cree?”, dijo para sus adentros, mientras inhalaba el humo del cigarro. Aún podía verle la espalda cuando hizo una obscenidad con el dedo. En seguida pudo oír la risa de Helga. Bajó la mano y también se rio, descaradamente.

      Fuera del comedor se encontraba Saladino, quien esperaba a su ama, con la puerta del auto abierta. En unos minutos, el Barracuda negro modelo 66 avanzaba por la carretera a toda velocidad. Las órdenes de Saladino eran dirigirse hacia el norte, a las afueras del pueblo, mientras Helga recitaba palabras extrañas en alguna lengua muerta.

      11

      La última vez que vio a Salvador fue una noche de muchos sucesos en el pueblo. Helga se alejó de su maestra para encontrarse con el amor. En el camino se encontró con Sinaida. Nunca supo cómo se salió del camino. Lo sospechaba: en el fondo, sabía que la bruja la guio hasta ese callejón oscuro. De lo que no se enteró fue del hechizo que la guio hasta ese punto de su vida.

      Aquella noche conoció a Sinaida del clan Corazón Negro. Aún conservaba los rasgos naturales de una mujer de edad madura, aunque su piel era amarillenta; sus dientes eran color ocre oscuro, casi negros; sus vestimentas eran harapos que, en ciertos lugares,


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