Estación Berlín. Martín Richard
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ESTACIÓN BERLÍN
MARTÍN RICHARD
Richard, Martín
Estación Berlín / Martin Richard. - 1a edición especial - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tamara Herraiz, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-86-4611-4
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Románticas. 3. Novelas Realistas. I. Título.
CDD A863
A mi mujer y mis hijos. Y a la memoria de mi amigo José.
Los recuerdos son como perros abandonados, vagabundos, nos rodean, nos miran, jadean, aúllan alzando la vista a la luna; querrías ahuyentarlos, pero no se marchan, te lamen ávidamente la mano, y cuando les das la espalda, te muerden...
Yo otro: (crónica del cambio), Imre Kertész
I
El aeropuerto de Berlín lo sorprendió por lo pequeño. El control de inmigración y retiro de equipaje fue rápido y, en minutos, Germán Repetto se encontró contemplando un sol transgresor de mediodía que una brisa helada se empecinaba en atemperar. En la parada de taxis, afuera de la terminal, la fila de coches excedía la demanda de los pocos pasajeros que por allí deambulaban. Le tocó un Mercedes Benz grande, probablemente un último modelo. Con la ayuda del chofer, un hombre de mediana edad, grueso, de pelo rubio y canoso, cargó las dos valijas que había traído casi vacías.
-¿Regent Hotel? -le preguntó.
El conductor asintió con un movimiento de cabeza y arrancó sin decir palabra. El trayecto hasta el centro de la ciudad tomó algo más de veinte minutos. A través de las ventanillas del automóvil, fue observando calles amplias y edificios bajos y nuevos. A lo lejos, por sobre el perfil de la ciudad, sobresalía una gigantesca antena con forma de estación espacial.
-¿Qué es eso? -preguntó en inglés.
Germán nunca antes había estado en Berlín.
-Television station built by russians -le contestó el chofer con un marcado acento, que bien podría haber sido ruso.
Recordó entonces haberla visto en las páginas de internet que había consultado antes de emprender el viaje. Era el edificio más alto de la ciudad y había sido construido en la época de la República Democrática Alemana, mucho antes de la caída del Muro.
Lo recibía un día casi sin nubes. Los árboles de abril apenas mostraban minúsculos brotes en sus ramas. Pensó que al llegar al hotel lo primero que haría, después de llamar a sus dos hijos, sería revisar el pronóstico del tiempo para los próximos días. Y luego, tratar de descansar un rato. Miró el reloj, hizo una rápida operación mental y calculó que habían transcurrido veintitrés horas desde que había salido de su casa en las afueras de Buenos Aires. El viaje, contando la escala en el aeropuerto de Heathrow, había sido desgastante. Aún así, le parecía increíble estar en Berlín experimentando una repentina inyección de vitalidad, como si hubiera ganado una rifa, o hubiera terminado de darse una ducha de agua helada. Pensó en lo poco que le importaba en ese momento el cansancio acumulado. Desde la muerte de su esposa, hacía ya casi tres años, algo empezaba a aclarar en su vida.
II
Germán viajó apretado en un asiento de clase económica y apenas pudo dormitar. Su metro noventa de estatura casi no podía acomodarse y las rodillas hinchadas raspaban contra la butaca de adelante. No pareció ser tan insoportable para la mujer que ocupaba el asiento del pasillo. Tal vez porque era más pequeña. La espió mientras dormía. Lucía joven, le calculó unos cuarenta años de edad. Antes de despegar, ella había dejado la tarjeta de embarque visible encima de un libro que apoyó en la pequeña mesa rebatible del asiento vacío que había entre ambos. Estaba a nombre de Andrea Meder.
Desde la muerte de Clara, Germán sentía culpa al mirar a una mujer. No podía darse todavía el permiso de hacerlo libremente, en algún lugar lo consideraba un acto de infidelidad. Como viudo, nunca había ido más allá de una ocasional charla, una conversación formal, jamás un diálogo que abordase temas privados o que infiriese un interés íntimo de su parte. Había algo adentro de él que le impedía pensar en términos sexuales. Debía mirar sin mirar. Por más que sus amigos (y en ocasiones su hija Rosario) le dijesen que algún día debía dar vuelta la página.
La única salida, después del cáncer de Clara, fue una que le impuso Paula, amiga de su mujer y madre de una compañera del colegio de Rosario, y que resultó ser un gran fiasco. Paula fue quien acompañó a su esposa hasta los últimos momentos y le agradecía eso, y también su insistencia porque diera ese paso. Sospechaba que su empeño en convencerlo obedecía a un expreso pedido de Clara. De esos que se hacen de mujer a mujer. Algo parecido a: Jurame que no lo vas a dejar quedarse solo. Un día le preguntó a Paula si en efecto hubo un pedido en esos términos pero se lo negó. En un evento de fin de año del colegio, ella le insistió con que tenía que animarse, nada comprometedor, sencillamente probar con una simple salida a cenar. Metas cortas, para “empezar a mover las piezas, desentumecer los atrofiados músculos”, esas fueron sus exactas palabras.
Meses después le dijo, en una reunión de padres, que le quería presentar a una amiga divorciada.
-¿Por qué no la llamás? -le propuso en un tono que podía interpretarse como una orden.
En ese momento Germán respondió con una rotunda negativa. Pero después de darle vueltas al asunto, accedió. Nunca supo bien si fue por no contradecir el mandato oculto de su difunta esposa o para no tener que negarse nuevamente ante Paula. Recordaba esa salida como un banco de niebla, un paréntesis en el tiempo. Fue sólo su cuerpo el que estuvo allí, aquella noche, en aquel restaurante. Trató de recordar lo que había comido, del rostro de la mujer que tenía enfrente, el nombre del lugar, el color del plumaje de las aves estampadas en los enormes jarrones orientales que decoraban la entrada. Como una gran ola, su memoria arrasó con todo lo que había pasado durante aquella velada (incluso no se acordaba del nombre de su cita). Tiempo después entendió que él, mientras conversaba con la divorciada que tenía enfrente, en realidad había estado en otro lado, en un lugar que lo atraía como un imán, que no lo dejaba despegarse del dolor y la tristeza que lo invadía, pero que a la vez le daba paz. Un lugar que no quería ni podía olvidar, como el bebedero de piedra de la plaza adonde jugaba cuando era chico, o la heladería a la que lo llevaba su padre los domingos después de misa.
El avión aceleró de repente las turbinas.
-¿Pasa algo? -murmuró sobresaltada su vecina de asiento.
-No nada, dormí tranquila, no pasa nada -le dijo Germán sin desviar la vista de la pantalla empotrada en el respaldo del asiento de adelante.
III
Rosario acababa de cumplir diecisiete años. Era asombroso el parecido que tenía con su madre. Delgada, de pelo lacio castaño y facciones filosas. Y hasta algunas pecas en el rostro. En vida de su esposa, Germán ya tenía una relación especial con su hija. Le leía pasajes de los textos que escribía, cuentos o partes de novelas, y ella los escuchaba concentrada, como si estuviera jugando una partida de ajedrez. En ocasiones lo interrumpía y se animaba a sugerirle modificaciones, agregados. Eran, la mayoría de las veces, intervenciones agudas, incisivas, precisas pinceladas que le daban el detalle que le faltaba. Como aquella vez en que le leyó un cuento donde uno de los protagonistas era la madre de una niña algo distraída, y ella le sugirió escribir una historia de una chica de seis años que se perdía en un parque de diversiones. Pero esa complicidad que disfrutaba con su hija a través de la lectura de sus textos se había esfumado. Desde la muerte de Clara, él no había vuelto a escribir una línea.
Mientras miraba el mapa de vuelo en el monitor que tenía enfrente, recordó aquella noche en que Rosario le había propuesto que emprendiera el viaje. Estar sentado en la butaca de un avión con destino