Estación Berlín. Martín Richard

Estación Berlín - Martín Richard


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había tomado la iniciativa e insistido como nunca antes. Recordó sus exactas palabras, meses atrás, durante una cena en familia:

      -Pá, ¿porqué no hacés el viaje que tanto querías hacer con mamá? Marcos y yo nos podemos cuidar solos.

      En ese momento recibió la propuesta de su hija como un certero uppercut a la quijada. Después del cáncer que mató a su esposa no podía ni imaginar efectuar en solitario el viaje que habían soñado juntos. Recordó una de las últimas conversaciones con su mujer. Ambos tenían un profundo deseo de conocer Berlín y algunas ciudades de la Europa del Este, en especial Praga y Budapest que estaban al tope de las preferencias. Habían viajado por las Islas Británicas e Irlanda cuatro años antes y los había cautivado la idea de darse otro gusto. Pero cuando recién empezaban a planear el viaje surgió la enfermedad. Postergaron todo para cuando Clara se curase. Todavía resonaba en su interior la voz de su mujer en el sanatorio, en el momento en que el cáncer ya estaba muy avanzado, pero ella aún se hallaba lúcida:

      -Te quedás sin compañera de viaje -le dijo mientras hacían que miraban la tele.

      Se levantó, la abrazó y quiso decirle algo. Pero no pudo articular palabra.

      ¿Cómo podría viajar solo sin traicionar su memoria? ¿Cómo podría pararse delante de su tumba y contarle que se iba sin ella? Sería bastardear los sueños, anhelos, proyectos, secretos que tuvieron juntos; o como enfrentarte con tus compañeros de equipo después de fallar la jugada del partido, la que había sido planificada hasta el más mínimo detalle, y todo por la aberrante decisión de haberte salido del libreto.

      -Te prometo que lo voy a pensar -le contestó esa noche a su hija con la voz entrecortada.

      Pero a pesar de su resistencia inicial, se quedaron hasta las dos de la mañana mirando destinos, pasajes, hoteles, precios. Lo hacía sentir bien esta renovada intimidad que tenía con Rosario. Ella le contaba acerca de su mundo, la escuela, las amigas, las salidas a la noche y los progresos que lograba en las clases de repostería que estaba tomando con su tía Susana, la hermana mayor de su madre, en la tienda de tortas y masas de Beccar que había abierto hacía ya varios meses. También le informaba sobre los peligros que acechaban. Hacía poco le había confesado algo que había sucedido con su mejor amiga durante un “pre-boliche” en la casa de una compañera de escuela. Su amiga terminó en la guardia con un coma alcohólico y ella la acompañó toda la noche mientras le hacían un lavaje de estómago.

      -Estaba yo sola, no vino nadie de su familia hasta las once de la mañana -le contó indignada.

      Su hija era un palenque fuerte, robusto, un lugar seguro donde acudir cuando las defensas flaqueaban. Aunque a veces ella también necesitaba la ayuda de su padre. Rosario extrañaba a su madre. Le decía que se acordaba todos los días de ella y cuando eso ocurría era un golpe, no en una zona determinada sino en todo el cuerpo. Un impacto que tenía el efecto de detenerla en seco, rogando que por favor se pasara pronto. Le contó a su padre que no era algo constante. Venía y se iba. Pero le ocurrió que, de a poco y sin darse cuenta, se fue acostumbrando a esa montaña rusa. Como si hubiera estado atrapada en una cueva submarina sin poder sacar la cabeza afuera del agua y de repente hubiera encontrado la salida. Había sucedido hacía muy poco, y desde ese momento su vida comenzó a tener más sentido. Empezó a pensar en un proyecto universitario (se inclinaba por hotelería y turismo) y hasta apareció en su radar un chico que vivía cerca que la llamaba para invitarla a salir; pero por ahora le decía que no podía.

      Mientras trataba de conciliar el sueño, Germán sonrió al recordar esos diálogos con su hija. Se había preguntado más de una vez, después de esa noche en que ella prácticamente lo obligó a planificar y organizar todo, si el viaje tenía algún sentido. Lo que en realidad él podía, lo que tenía fuerzas para afrontar, era dejarse llevar, dejar pasar el tiempo. Sentía una irrefrenable pulsión por escaparse del mundo y abandonarse a sus recuerdos. Entregarse a la rutina de no hacer casi nada de lo que ocupaba su vida antes de enviudar, que era principalmente escribir. Había escrito una novela y un libro de cuentos que habían tenido buena acogida en el público. La novela arrojó respetables ventas y obligó a una segunda edición. También se tradujo al inglés y al portugués y tuvo cierto éxito en el formato de libro electrónico. Ni siquiera se había acercado al escritorio y la silla donde siempre se sentaba, bajo la ventana que da al jardín. Ni tampoco había intentado ir a un bar con su notebook, como solía hacer a veces en vida de Clara. Su imaginación, su capacidad creativa, lo que antes fluía a cada momento, era un pájaro entumecido, aterido de frío en un rama solitaria.

      Germán vivía de los ingresos de las librerías comerciales y dos locales que había heredado de sus padres, pero dejó de ocuparse de los números y las compras y le pidió a su hermano Gustavo (el único que tenía) que lo reemplazase. Él a duras penas estaba en condiciones de hacerse cargo de sí mismo y de sus hijos. Le preocupaba especialmente Marcos, su hijo menor, de doce años, que se refugiaba cada vez más en el mundo exterior fuera de la familia, en sus amigos, la escuela, los deportes. Marcos era su clon, pelo negro enrulado, ojos verdes, cara redondeada. Tenía un diálogo casi inexistente con él, las conversaciones que proponía quedaban, la mayor parte de las veces, truncas, cortadas, como si su hijo temiese abrirse ante él. En ocasiones, tenía la sensación de que su hijo era un animal lastimado que no permitía que lo curasen. En lo que encontraba un hilo conductor del vínculo era en la pasión de ambos por el fútbol; cada tanto iban juntos a la cancha de San Lorenzo, cuando se jugaba un partido importante. Allí sentía que se volvía a conectar, que por un momento su hijo le permitía entrar en él, le permitía verlo sin su armadura durante un instante. Pero era algo efímero. Después, las puertas de acceso se cerraban y ya le era difícil volver a entrar en esa misteriosa humanidad. Sentía que de a poco se estaba alejando de él y que no tenía fuerzas ni herramientas para salir de ese lugar. Sabía que, al igual que su hermana, el chico extrañaba a su madre. Él había sido la debilidad de Clara, que fue quizá la única persona que se manejó a gusto con sus silencios. Se entendían con la mirada, los gestos. A veces ella le decía a Germán que probara leyéndole historias de otros, libros juveniles de aventuras, seguramente de esa forma iba a poder relacionarse. Lo intentó, pero su hijo se le escapaba. Entonces, día tras día, fue abandonando la empresa, perdiendo las esperanzas, como quien deja ir la línea al fondo esperando algún pique. Y ahora que Clara no estaba, no tenía fuerzas para recoger el hilo, para liberar el anzuelo enganchado en una piedra profunda. Entonces se dejó llevar por la inercia. Navegaba a la deriva en su relación con Marcos. No tenía herramientas ni energía para seguir haciendo esfuerzos. Se sentía un alcohólico aferrado a la botella que era el recuerdo permanente de su mujer; para él cada trago era la caminata que hacían por las calles empedradas de Victoria casi todos los sábados o, en la noche de su aniversario de casados, cada 24 de octubre, la escapada que se permitían los dos solos a un restaurante frente al río, en San Fernando.

      IV

      El avión dejó atrás nuevas turbulencias. El mapa de vuelo indicaba que estaban sobrevolando el Océano Atlántico, al norte del Brasil. Su vecina Andrea ni se inmutó y siguió mirando una película. Germán intentó espiar qué era lo que estaba viendo, una digresión voyerista que acarreaba de su pasión por los libros. Siempre que veía a alguien leyendo tenía una irrefrenable curiosidad por saber el título de la obra y el autor. Pero la pantalla de su vecina observada en diagonal distorsionaba y no pudo determinarlo. Frustrado, decidió entonces ver una película. Pulsó el botón del menú en la pantalla que tenía enfrente y seleccionó “movies”. Había una gran variedad, y después de una primera pasada no se decidió por ninguna. Fue a la ventana de estrenos y por alguna razón (probablemente porque le daba pereza seguir buscando) eligió “Everest”. A medida que iba transcurriendo la película, se dio cuenta de que era una mala adaptación cinematográfica del libro del periodista y escritor americano John Krakauer, que él había leído hacía cuatro o cinco años, y que narra la historia de una empresa que garantizaba hacer cumbre en el techo del mundo, pero una subida culminó con la mayor tragedia en la historia del montañismo mundial.

      Antes de que terminase la película, aparecieron por el pasillo los carritos ofreciendo la cena.

      -Chicken or pasta -le


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