Estación Berlín. Martín Richard
nuevamente, por lo que emprendió el regreso al hotel.
Llegó a eso de las siete de la tarde, se sacó la ropa, se metió en la cama y se quedó profundamente dormido. Cuando despertó, miró el reloj y eran las nueve pasadas. Tenía su reloj biológico hecho un licuado y mucha hambre. Se volvió a vestir y dudó en si salir o no a buscar un restaurante para cenar. Pensó en que quizá lo mejor fuera pedir un room service. Pero estaba animado, no tenía ganas de quedarse en el cuarto, deseaba realmente airearse. Se asombró a sí mismo por ello, nunca antes hubiese siquiera considerado ir a cenar a un restaurante solo. Se hubiese pedido un delivery, sin dudarlo.
Recordó la zona de restaurantes que había visto desde el taxi que lo había traído desde el aeropuerto. Le pareció que estaba cerca. Le preguntó al conserje del hotel y éste le dibujó el camino en un mapa. Estaba a unas quince cuadras, las podía hacer caminando. Se había abrigado, harían unos diez o doce grados, pero no corría viento, con lo que se estaba realmente bien. Llegó después de quince minutos y se encontró con una hilera de restaurantes a lo largo de las vías elevadas del tren. La mayoría estaban repletos de clientes. Eligió uno de comida alemana, situado entre un restaurante italiano y otro vietnamita.
Tenía ganas de probar la comida local. Se sentó en una de las mesas de afuera, desde donde se podían ver las terrazas de los restaurantes vecinos. Revisó el menú, llamó al mozo y ordenó un plato de salchichas y cerveza, no sin temor a que le cayera pesado, no estaba habituado a comer embutidos. Mientras esperaba, sacó de la pequeña mochila que llevaba los vouchers y mapas para programar el día siguiente. Se puso los anteojos. Allí fue cuando se dio cuenta de que el panorámico que había contratado desde Buenos Aires estaba fechado para ese día (pero afortunadamente lo podía usar durante los próximos tres) y que al día siguiente tenía una excursión de seis horas a Sachsenhausen, uno de los primeros campos de concentración de la Alemania nazi. Tenía que estar a las diez de la mañana en un lugar de encuentro que no conocía, cerca del Zoológico de Berlín. Le trajeron la cerveza rubia en una jarra de un litro y luego le sirvieron la comida. Un plato abundante de salchichas con chucrut que estaba excelente. La cerveza también se dejaba tomar y en menos de media hora había dado cuenta de todo. Le ofrecieron un postre, pero declinó. Pidió la cuenta. Mientras aguardaba que la trajeran, paseó la mirada alrededor. El lugar era realmente bonito. Las mesas iluminadas contrastaban en la noche como un campo de luciérnagas en la oscuridad. Seguía estando concurrido, a pesar de la hora.
Algo le llamó la atención. Entre las mesas, de espaldas, una figura de mujer que le resultó familiar. Pero no podía distinguirla, estaba tapada por varias hileras de comensales. El pelo rojizo era lo que le parecía haber visto en algún lado. ¿Era la mujer del avión? No estaba seguro. Compartía la mesa con otra mujer, parecía una amiga. El mozo trajo la cuenta de veinticinco euros y la pagó con la tarjeta de crédito. Levantó la vista y ella seguía allí. Iría al baño y se saldría de dudas. Se rió. Seguramente se tratara de una mujer cualquiera, una desconocida. El jet lag y el cansancio seguían haciendo estragos. Se incorporó y se dirigió hacia el baño. Mientras avanzaba, miró hacia donde la mujer estaba sentada. Con otro ángulo quizá pudiera verla mejor. Pero un hombre se había acercado a ellas, se había inclinado sobre la mesa y le tapaba justo la visual. De repente sintió un dolor seco en la pierna. Tropezó, perdió el equilibrio y cayó aparatosamente. Oyó el ruido de una botella que se rompía contra el piso y sintió un líquido viscoso en su mano derecha. Se sentó en el suelo húmedo y vio la mancha de aceite y vidrios rotos a su alrededor. La mesa baja estaba dada vuelta y varios pequeños recipientes con especias aún rodaban por el suelo como bolos en una cancha de bochas. Uno de los mozos lo ayudó a incorporarse y le hizo una pregunta en alemán. Germán supuso que le preguntaba si estaba bien, si no se había lastimado.
-I’m OK, I’m OK -le dijo.
Tenía un pequeño corte superficial en su mano derecha que sangraba. Se quedó parado allí sin saber bien qué hacer. Un mozo le acercó una servilleta limpia y se la enrolló alrededor de la herida. Enfiló hacia el baño. Cuando terminó de limpiarse, salió a la terraza a fijarse si la misteriosa mujer seguía allí.
Ella ya se había marchado.
VIII
Germán caminó de regreso al hotel maldiciendo el olor a aceite de oliva impregnado en su ropa. Lo habían curado con un desinfectante y unas gasas, había sido apenas un raspón superficial. Atravesó el lobby y percibió que el conserje lo miraba. Lo saludó con un ademán y giró la vista hacia otro lado. Se había hecho tarde, eran las doce y al día siguiente debía madrugar. El lugar estaba desierto y subió solo al ascensor. Pensó que era mejor así, se sentía todo pegajoso, oloroso y desalineado y lo último que deseaba era cruzarse con un huésped, por más anónimo que éste fuera.
Se bajó en el piso cuarto y se dirigió a su habitación. Mientras recorría el pasillo pensó que podría aprovechar para hablar con sus hijos después de darse una ducha. Se dio una rápido y se puso el pijama. Llamó por Skype y atendió su hija. Rosario lo bombardeó a preguntas: qué le había parecido la ciudad, qué lo había sorprendido, qué tal era el hotel, qué planes tenía para el día siguiente. Marcos a su lado no hablaba, pero a Germán le pareció que escuchaba atentamente las preguntas y las respuestas y cuando le contó lo que le había pasado en el restaurante percibió en su rostro algo semejante a una sonrisa. Cortaron la comunicación a la media hora. Se sintió bien, hasta se olvidó por un instante de la rodada. Sus hijos estaban ahí, pendientes del viaje de su padre. Pensó que quizás el hecho de que estuvieran físicamente separados operara el milagro de que Marcos se ablandase un poco y le permitiera acceder a su casi infranqueable mundo.
La larga conversación le había quitado el sueño. Probó con la televisión pero los canales eran mayormente en idioma alemán. Hizo un poco de zapping, la apagó y se quedó un rato en silencio. Miró la cama camera, amplia, por un momento se había olvidado de que estaba solo. Ya no oía las voces de sus hijos, ni el volumen de la televisión. No se escuchaba nada, únicamente el sonido de su propia respiración. Se levantó de la cama y buscó su libro en la mochila que había dejado colgada de una silla. Se volvió a acostar y se calzó los anteojos. Pasó las páginas y leyó y subrayó con un lápiz la parte que Hanta cuenta que el día que murió su madre lloró por dentro pero no por fuera. Bajó el libro y se quedó un rato pensativo, sintiéndose allí, en la Praga de pos-guerra, delante del rostro difuso e inmutable del triturador de libros. Volvió a la lectura. Hanta sigue contando que a su madre la cremaron y cuando él vio el humo que salía de la chimenea sabía que era su madre que se estaba yendo al cielo y él, que hacía treinta y cinco años trabajaba en la trituradora de papel, en alguna parte realizaba el mismo trabajo que los sepultureros, sólo que en vez de cuerpos trituraba libros; pero rescataba algunos, que guardaba en su casa para leerlos mientras tomaba cerveza, y así se quedaba con algo de ellos, con lo más bello, como lo que sucedió con su madre, de la que le dieron lo que quedó de ella en una urna, que al final es lo que queda de cada hombre, el fósforo suficiente para una caja de cerillas y el hierro para fabricar un clavo y colgar un retrato en una pared.
Subrayó el pasaje, marcó la página y puso el libro sobre la mesa de luz. Miró su reloj, eran casi las dos de la mañana. A las diez tendría que estar en el lugar de encuentro para ir al campo de concentración, a Sachsenhausen. Se lo había dicho el agente de viajes en Buenos Aires: “Ojo con llegar tarde, si no estás en horario, lo perdés”. Con lo que programó la alarma del teléfono celular a las ocho, quería desayunar tranquilo y no correr para evitar perder la excursión.
Puso los lentes a un costado, apagó la luz y de a poco sintió que el cansancio acumulado de su cuerpo se fusionaba con el edredón y las sábanas. Mientras se adormecía, se dijo que había sido un día diferente. Un día que no recordaba haber tenido hacía mucho tiempo. Lo inundaba un deseo casi adolescente de proseguir con su viaje. Se había sentido tan pleno que no cayó en la cuenta de que él también estaba llorando. Le pareció estar vivo, como durante aquellas vacaciones en familia en las sierras de Córdoba, cuando salían a dar paseos en bicicleta todos juntos al atardecer. Y mientras se imaginaba con su esposa y sus hijos pedaleando y pedaleando hasta no ver más el sol, se fue yendo de