Estación Berlín. Martín Richard

Estación Berlín - Martín Richard


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está repleta de gente soltera o parejas con perros, a pesar de que el gobierno te obliga a enviarlos a centros de entrenamiento los primeros años. No se puede tener aquí un perro que no se comporta.

      -Casi como tener que escolarizarlos -dijo Germán, y se rió de su propia ocurrencia.

      -Te puede parecer exagerado, pero sí, los que quieren tener un perro en Berlín deben domesticarlo más allá de lo normal. ¡Nosotros lo tuvimos que hacer!

      Germán se quedó meditando en la relación del hombre con las mascotas, en el vertiginoso crecimiento demográfico de la población canina en las ciudades, y en la forma cómo la gente los trataba, casi como humanos, un hijo propio. En la medida que se mantuviera esa incondicionalidad del perro hacia el hombre, en algún lugar, parecía una remake contemporánea de la historia del amo y el siervo. Al perro se lo quería y se lo integraba por su obediencia, tal como sucedía entre hombres libres y esclavos, o amos y siervos hace cientos de años. Si esa ecuación dejaba de darse, empezaban los problemas, las revoluciones. No había revolución libertadora canina a la vista por ahora, pensó Germán, y se anotó mentalmente escribir sobre el tema en la primera oportunidad que tuviera.

      -Igual no es que no haya niños. A los que hay, la ciudad les da muchos beneficios, incluso al padre le dan meses de licencia por nacimiento -le dijo Leticia sacándolo de su ensoñación.

      Germán dejó las mascotas de lado y pensó en los derechos y privilegios de los padres en su país. Prácticamente no existían, ni cuando los hijos venían al mundo, ni cuando quedaban enteramente a cargo de uno de ellos, en el supuesto de viudez, por ejemplo. Era su caso, sin ir más lejos.

      -Debe ser lindo vivir en un país tan eficiente -dijo Germán.

      - No te creas que es tan así.

      -¿Qué cosa?

      -Eso de la eficiencia alemana.

      -¿En serio?

      -Pues sí, sobretodo aquí, en Berlín. Muchos, en especial la gente joven, viven de alguna forma de los subsidios que les da el gobierno, y trabajan lo mínimo indispensable -le dijo Leticia mientras miraba su reloj pulsera algo nerviosa.

      -Ostias, que no vienen estos -protestó en voz baja.

      -En la Argentina pasa lo mismo, tal vez peor. Esperemos que ahora cambie…

      Leticia no le contestó. Miraba en varias direcciones para ver si podía divisar el grupo de españoles que faltaba.

      -Si no llegan en cinco minutos, tú y yo nos marcharnos.

      Sintió de repente que una pequeña carga eléctrica le corría el cuerpo. No podría explicarlo, sencillamente la perspectiva de estar cinco o diez minutos más a solas con Leticia, preguntándole de su casa, su trabajo, sus planes, lo ponía en alerta, como si tuviese que rendir un examen, o se hallara en una largada de atletismo esperando el disparo de salida.

      El grupo de españoles, dos matrimonios de las Islas Canarias, llegaron por la dirección opuesta a la que Leticia miraba. Se disculparon, dijeron que la maratón los había complicado, que finalmente tomaron el metro pero no les fue tan fácil llegar al Zoo. Eran bastante más mayores que Germán, de unos 60 a 65 años, les calculó.

      Leticia les indicó el camino hasta el andén de la línea de subte. Esperaron unos minutos y tomaron una formación que los llevó hasta la estación central. Allí debían confluir todos los grupos que iban a hacer la excursión. En el trayecto les explicó que su guía definitivo sería Daniel, que era oriundo de Granada (pero también con una decena de años viviendo en Berlín, según les contó el mismo Daniel después), y el grupo era de once personas, siete argentinos y cuatro españoles.

      -¿Siete argentinos? -preguntó Germán.

      El metro hizo una parada en la estación Alexanderplatz. Leticia revisó unos papeles que tenía encima. Se tomó del caño revestido en goma para afirmarse mientras la formación arrancaba. El vagón donde viajaban estaba casi desierto, sólo habían allí tres pasajeros, dos hombres jóvenes y una mujer de mediana edad, sentados y separados unos de otros. Tecleaban con los pulgares sus teléfonos celulares y ninguno levantó la vista de la pantalla en todo el recorrido, excepto la mujer, que al detenerse el subte en una estación intermedia se eyectó del asiento y evacuó del vagón como si estuviera siendo perseguida por un oficial de la Gestapo.

      -Aquí dice que son tres varones y cuatro mujeres. Me parece que estás de suerte -le contestó la guía.

      El comentario aterrizó en su mente como un mensaje cifrado de un espía ruso durante la Guerra Fría. Se preguntó si ella había visto algo en él para decirlo de esa forma. ¿O se trataba sólo de una charla casual entre la guía y el turista cliente? ¿Lo había sido? No parecía ser tan invisible para una mujer después de todo, pensó.

      La llegada del subte a la estación central lo sacó de su ensoñación. Leticia los guió por una serie de pasillos hasta que arribaron a un enorme ambiente con varios andenes en el nivel inferior. Tomaron un ascensor, que podría haber sido el de un edificio corporativo, que los bajó al nivel desde donde saldría el tren a Orianenburg. Caminaron unos metros y se encontraron con dos parejas jóvenes y el guía que los llevaría al campo de concentración. Leticia les presentó a Daniel y luego se lo llevó a un aparte. Germán y los cuatro españoles se acercaron a saludar a las dos parejas jóvenes. Eran músicos y estaban acompañados por sus novias, todos del barrio de Caballito. Pablo, que parecía ser el líder, fue quien presentó al resto. Contó que integraban una banda de rock que se llamaba “Hagan Juego, No Va Más”.

      Enseguida Daniel se acercó al grupo y les confirmó que faltaban llegar dos personas más, pero que estaban relativamente bien de tiempo, el tren a Orianenburg saldría en diez minutos.

      Germán miró su reloj, eran las diez y cincuenta.

      -Bueno, me marcho, cuídate tú -le dijo Leticia mientras se ponía en puntas de pie para poder darle un beso en cada mejilla.

      A Leticia seguramente no la vería más en su vida. Meditó acerca de sus elucubraciones. ¿Habían sido disparatadas? Ella era casada, bien podría estar en ese momento pensando en “que tío más simpático”, o más probablemente en lo que le faltaba comprar en el supermercado para la cena en su casa; o en que debía darle de comer al perro. En cualquier supuesto, se rió de sí mismo y de las preguntas que se hacía. Quizá debería estar planteándose dónde cenaría él a la noche o qué excursión realizaría al día siguiente. Por esto último se anotó mentalmente fijarse en los papeles que llevaba encima cuando subiera al tren. Creía recordar que su hija le había contratado una excursión llamada “Tercer Reich”, pero no había indagado a qué hora sería ni de qué se trataba. Podría ser Leticia la guía de esa excursión. Se lo imaginó mientras la veía alejarse y perderse entre la gente, hasta que su silueta se fusionó con la multitud que se movía en todas direcciones, y la idea de que eso ocurriera le agradó. Levantó la vista para contemplar el lugar. Todo aquello parecía una gran colmena alborotada. Un galpón moderno, gigante, con andenes y comercios a los costados, en su mayoría bares y restaurantes de comida rápida, y varios pisos que balconeaban (desde allí nacían pasillos que llevaban a otras líneas de trenes que partían hacia todas direcciones y destinos) y se cerraban en un techo traslúcido, soportado en una estructura de hierro a treinta o cuarenta metros de altura.

      Al rato llegaron las personas que faltaban. Adelante, una rubia, con el físico muy trabajado, grandes pechos a la vista (Germán sospechó que no eran naturales), la piel muy bronceada, como si viniera de una playa tropical, jeans ajustados, campera ultra light, botas de cuero negro. Hubiese llamado la atención hasta en una discoteca.

      Detrás de ella, cerrándole el paso, como si fuera la asistenta de una estrella de cine o una diva, apareció Andrea.

      X

      Al principio, Germán no la reconoció. Los jeans, la campera gastada, zapatillas blancas, la cara al natural sin maquillar, un cuerpo menudo, pero armónico. Era su rostro, sin embargo, lo que no podía pasar desapercibido. Andrea tenía facciones


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