Estación Berlín. Martín Richard
Habían terminado sus vacaciones y debían cruzar el río para regresar a casa. Germán preguntó por la boletería y un hombrecito vestido de rojo le dijo que debía sacar los pasajes adentro. Le pidió a Clara que lo esperara en el auto mientras él se ocupaba; ella estaba embarazada y le dolía mucho la cintura. El barco rebalsaba de gente. Mujeres, hombres, niños, ancianos, jóvenes, personas por todos lados, la mayoría bronceados, con expresión de haber tomado un opíparo descanso; parecía una efusiva muchedumbre regresando de un festival de música, o una kermese. Se le hacía difícil avanzar, cada paso que daba significaba un triunfo. Filas humanas se interponían en su camino como si fuera una carrera con vallas. Debió incomodar a unos y a otros y cuando llegó al lugar que le habían indicado una mujer con uniforme rosa y un cartel en el pecho que decía “asistente” le dijo que allí no era, que las boleterías estaban en la proa, no en la popa. Miró hacia afuera y vio que el mundo exterior se movía lentamente. Divisó a un hombre con gorra, vestido todo de blanco. Se le acercó y le pidió que por favor hiciera detener el barco, que su mujer había quedado sola en tierra, sin documentos, ni dinero. El marinero lo miró con expresión adusta y le contestó que era demasiado tarde, que ya no se podía. Germán corrió a toda prisa hacia la ventana que miraba hacia el puerto. Vio como se iban separando de la costa. Decidió salir a cubierta, saltar por la borda y nadar hasta la orilla. Pero todo estaba herméticamente cerrado. Todas las puertas y ventanas habían sido selladas. Era estar dentro de una caja fuerte gigante, sin la combinación de salida. Se quedó rumiando su impotencia a través del blindex. Las construcciones del puerto se iban alejando hasta asemejarse a una línea de ladrillos de juguete. Pero algo comenzaba a no andar bien. De repente empezó a perder la vista. Las luces y colores se fueron apagando en su cerebro. Después de unos minutos no pudo ver nada más. Entonces se acostó en el piso. La oscuridad y el silencio devinieron impenetrables. Se reconoció en paz, como si repentinamente flotara, y no sintiera su peso. Hubiese deseado quedarse así, suspendido en tiempo y espacio para siempre. Se fue yendo lentamente hacia un lugar luminoso. Algo, un sonido constante, parecido a una legión de miles y miles de grillos y langostas, comenzó a perturbarlo…
Germán se despertó sobresaltado. No había escuchado la alarma del celular, que seguía sonando. La apagó y se fijó en la hora. Las ocho y treinta. Estaba bien de tiempo. Se duchó y vistió rápidamente y bajó a desayunar. Bebió con tranquilidad un café con leche, eligió entre una selección de bollos y croissants, dio cuenta de ellos y firmó la cuenta. Luego se dirigió a la conserjería para pedir un taxi.
No lo supo mientras desayunaba. Se enteró minutos más tarde, de boca del conserje del hotel, que ese día se corría la maratón de Berlín. El conserje no alteró nunca su cara de preocupación mientras le informaba acerca del acontecimiento y le advertía que todas las calles del centro estarían cortadas y que tomar un taxi sería la peor de las alternativas.
-Sería suicida para usted, señor Repetto. Lo mejor para llegar al Zoo el día de hoy es el metro -le advirtió en inglés.
Germán miró su reloj. Eran las nueve y veinte. Le dijo al conserje en su rudimentario inglés que seguramente en el subte se iba a perder y le preguntó si no era posible que el taxi circulara por calles alternativas.
El conserje debió haber visto su cara de desesperación y comprendido la urgencia porque se quedó pensando. Le hizo una seña para que esperara, tomó el teléfono y marcó un número. Después de unos segundos (que hubiese jurado fueron minutos) empezó a hablar en alemán. Germán no entendió nada de lo que decía, se dio media vuelta y miró hacia la puerta de salida. Gente entraba y salía por la puerta giratoria cromada como muñecos arrojados de un carrusel. A cada pasajero, el botones, ataviado con un uniforme verde inglés con dos sogas doradas atravesándole el pecho, le hacía una inclinación de cabeza. A Germán le hizo recordar a aquel día, dieciocho años atrás, en Buenos Aires, en que tomó un taxi que quedó atrapado en el medio de una manifestación en la Avenida 9 de Julio y tuvo que bajarse y correr por la calle Marcelo T. de Alvear (no recordaba si en aquel entonces se llamaba Charcas), quince o veinte cuadras hasta el sanatorio. Por muy poco no llegó tarde a la primera ecografía de su mujer. Recordó haber sentido que sus pulmones y el corazón estuvieron a punto de estallar como una bomba de agua de carnaval arrojada a la pared. La doctora a cargo se sobresaltó cuando lo vio ingresar al pequeño cuarto de ecografía a los tropezones. Dejó a un lado el joystick y le alcanzó unas servilletas de papel para que se secara el sudor. Recién allí se dio cuenta de que estaba todo empapado y que su mujer lo miraba con cara de preocupación. Hizo una seña con la mano indicando que lo esperaran hasta recuperar la respiración y sin articular palabra (necesitó ahorrar todo el oxígeno para no caerse desmayado encima de los aparatos y la camilla), tomó la mano de Clara e hizo un movimiento de cabeza para que continuaran. Fue el día que su hija Rosario se hizo visible por primera vez, no lo olvidaría nunca…
-¡Sir, sir! -lo llamaba el conserje.
Había cortado la comunicación y comenzó a explicarle que existía la posibilidad de ir por un trayecto alternativo, donde las calles no estarían cortadas, pero que debía darse prisa, el taxi ya lo estaba esperando afuera.
Espió la hora. Las nueve y cuarenta. Se tiró la mochila al hombro, empezó a correr, saludó al botones en el trayecto y se metió en el taxi, un VW grande. Esta vez no tuvo que sufrir como dieciocho años atrás en Buenos Aires. Ni bajarse del taxi. El VW volaba por un barrio residencial que, si no fuera porque todos los carteles eran blancos y terminaban en “platz”, hubieran podido ser las calles del bajo de Núñez. El chofer, luego de atravesar esos pavimentos desiertos, tomó una serie de autopistas y llegó con cinco minutos de margen al punto de encuentro, un McDonald’s pegado a la entrada del Zoológico de Berlín.
Germán respiró aliviado al ver una guía con un cartel en alto con la bandera de la madre patria dibujada. La mujer le daba la espalda al McDonald’s y miraba hacia una gran plazoleta con combis de turismo aparcadas en diagonal. Se acercó y se presentó. La guía se llamaba Leticia, sacó una planilla, tildó el nombre Repetto y le dijo que debían esperar ahí a un grupo de españoles, que después ella los llevaría en metro a la estación central de trenes, la Berlín Hauptbahnhof, desde donde partirían hacia el noreste, unos veinticinco kilómetros, hasta el pueblo de Orianenburg. De allí tendrían media hora de caminata hasta el campo.
-Te puedes comprar el billete de metro allí, vete a la máquina expendedora, pones dos o cinco euros y te entrega cambio -le dijo Leticia señalando un arco rectangular de concreto, la entrada a la estación de subte.
-¿El de tren también?
-No, el billete de tren lo tienes incluido en el tour -le explicó la mujer.
Se dirigió adonde le había indicado la guía. Bajó unas escaleras y a la derecha encontró la máquina. Le costó un poco la pantalla táctil pero finalmente lo consiguió. Volvió rápido al lado de la guía, no quería perderla de vista. Tenía la inseguridad del turista que no sabe bien dónde está y no quiere dejar de tener la única referencia que posee en ese momento. La mujer no era muy alta. Robusta, morocha, vestía una pollera corta de cuero y botas negras, se notaba que eran su calzado cómodo de trabajo. El pelo negro azabache le caía sobre los hombros. Le había dicho que era de Barcelona, pero podía pasar más por andaluza, por una española del sur, medio gitana. Lo más llamativo eran sus ojos, de un color azul intenso y resaltaban en sus facciones como dos aguamarinas refulgentes.
-¿Hace mucho que vivís acá? -Germán decidió romper el silencio.
-Desde el 2009 vivo en Berlín.
-Siete años, mucho tiempo. ¿Y qué te trajo a esta ciudad?
-Pues, un novio alemán que conocí en España y que ahora es mi marido.
-¿Se casaron en Barcelona y se vinieron a vivir Berlín?
-Así es, la familia de mi marido es de aquí.
-¿Y tienen hijos?
-No, todavía no. No podríamos, los niños son muy caros. Pero nos lo estamos pensando. Nos hace ilusión algún día tener críos.
-Debe