Estación Berlín. Martín Richard
renovar su vestuario, le respondió que lo iba a pensar, más que nada para que no siguiera insistiendo. El carry on lo dejó a un costado. Había cargado unos libros, una campera y un bolsito con los implementos de baño, que fue lo único que retiró. Se dio una ducha y se acostó un rato para descansar. Envió mensajes a sus dos hijos para avisarles que había llegado bien y que los pensaba llamar más tarde. Estaba demasiado cansado para encarar una conversación que como mínimo duraría media hora. Espió el pronóstico del tiempo y se alegró de su suerte: iban a ser días fríos pero despejados. Se durmió profundamente cerca de una hora, se levantó con frío y sobresaltado. Tardó unos segundos en darse cuenta dónde estaba.
Se cambió y bajó al lobby. Se dirigió hacia la derecha al amplio mostrador de madera oscura y herrajes de bronce, pidió un mapa y datos al conserje y luego salió a caminar por la ciudad sin tener la más mínima noción de su geografía. También desconocía el idioma, y por ello al principio dio vueltas sin rumbo fijo, como si estuviera metido en un laberinto de paredes de concreto. El jet lag lo hizo olvidar que había comprado y pagado desde Argentina un city tour tipo “Hop On, Hop Off”. Hubiera sido ideal si lo hubiese recordado en ese momento (recién se dio cuenta a la noche). Subirse a un bus, dejarse llevar y que le contaran lo que iba viendo era justo lo que necesitaba.
Deambuló por calles residenciales franqueadas por árboles de ramas desnudas, de una altura media, la mayoría de ellos eran robles, arces y ginkgos, por avenidas de tilos de cinco o seis metros de altura, y almorzó en un bar temático que se le cruzó en el camino. Las hamburguesas vegetarianas que le sirvieron estaban exquisitas. No había caído en la cuenta de lo hambriento que estaba hasta que comenzó a devorárselas. Lo hizo en un santiamén, le pagó doce euros al mozo y prosiguió su marcha. Pasó enfrente a un local que alquilaban los pequeños autos Tabant que se usaron en la República Democrática Alemana y que había visto tantas veces en películas. Era una versión renovada de los mismos y parecía ser una de las atracciones turísticas que ofrecía la ciudad. Sus pies y lumbares comenzaban a estar comprometidos, con lo que se tentó con la idea de alquilar uno. Entró al local y preguntó la tarifa, pero al escuchar el precio desistió. Continuó caminando y, en un momento dado, le pareció ver al fondo de una avenida un monumento familiar. Apenas se lo distinguía, pero creyó reconocer una silueta importante. Era la Puerta de Brandeburgo. Hacia allí fue. Estaba infestado de turistas. Deambuló por el lugar un rato, sacó fotos con su teléfono celular sin apuntar, sólo imágenes casi sin gente. No era un entusiasta de la fotografía, sólo deseaba conservar un registro óptico que después le podría servir al escribir. Anduvo un trecho por la avenida que atravesaba el monumento y llegó al pie de una gigantesca estatua de bronce de un soldado portando un fusil al hombro. Germán leyó las placas. Era el memorial al soldado desconocido del ejército rojo soviético, que conmemoraba a los caídos durante la Segunda Guerra Mundial. Al día siguiente se enteró que lo llamaban el monumento al violador desconocido. Se sentó en las escalinatas de piedra un rato, a esa altura estaba tan cansado que no le podía quitar los ojos de encima a unos triciclos eléctricos enormes que circulaban por delante suyo paseando turistas. Cada vez le dolían más los pies y tenía la cintura dura, por lo que decidió parar a uno que pasaba por allí que estaba libre. Preguntó el precio y le dijeron que la tarifa era de cincuenta euros la hora. Le pareció un poco caro y probó seguir caminando un rato. No había hecho más de cien metros cuando se le acercó uno de los triciclos.
-Hey mister -lo llamó el chofer.
Era un hombre morocho, regordete, de algún país del medio oriente, no supo precisar su nacionalidad. Luego, durante el paseo, dedujo que podía ser de Egipto, porque en el trayecto le señaló con exagerado entusiasmo la embajada de ese país. El “egipcio” (mentalmente lo apodó así) hablaba un inglés inentendible, pero ponía empeño en hacerse comprender.
- Thirty euros -alcanzó a escuchar. Dudó, pero finalmente accedió, no podía dar un paso más. Además, atardecía y ése parecía ser el último turno. El recorrido, similar al que pueden hacerle a un extranjero en un coche a caballos alrededor del Central Park de Nueva York o en un mateo por los lagos de Palermo, empezó en el edificio del Parlamento.
-Destroyed, Second World War -le dijo el “egipcio” sin mirar para atrás.
Germán ya sabía que toda Berlín había sido destruida durante la Segunda Guerra Mundial y que había sido casi completamente reconstruida con el paso de los años. El conductor continuó hablando y él siguió sin entenderle una palabra de lo que estaba diciendo.
-Excuse me, I don’t understand -le dijo en un momento.
Logró pescar algo relacionado con la cúpula del parlamento. La observó, era impresionante, un gran armazón de hierro y vidrio que se elevaba al cielo con la forma de una nave espacial y que sobrepasaba en altura a todos los edificios de esa parte de la ciudad. Se preguntó cómo se vería de noche, toda iluminada. El recorrido prosiguió por el parque principal de Berlín, que es atravesado por la ancha avenida que va desde la Puerta de Brandemburgo hasta un gran mástil con una estatua dorada en su parte superior, luego supo que era la Columna de la Victoria.
-Nazis marched here. Third Reich -exclamó el conductor acentuando la palabra “Reich”.
No le entendió ni una palabra de todo lo que le explicaba pero no se animó a decírselo por temor a que el “egipcio” se enfadara y lo dejara de a pie. Recordó que había pasado por una situación parecida en la Universidad de Washington, hacía muchos años. Uno de los estudiantes chinos, al que le costaba realmente hablar el idioma, lo paró una mañana en el pasillo y le preguntó:
-¿Cuata?
¿Cuata?, ¿qué palabra es ésa?, pensó.
-¿Excuse me?
-Cuata -le insistió el chino.
Se había devanado los sesos y no lograba pescar siquiera el contexto de la pregunta y el chino seguía allí parado como un maniquí con mirada inexpresiva esperando la respuesta. Después de decirle “sorry” y “excuse me” varias veces, las inertes facciones de su interlocutor empezaron a sombrearse. Germán decidió tomar el toro por las astas y le dijo al chino en perfecto inglés que no le podía entender ni imaginar qué era lo que le estaba preguntando.
-¡Cuata!, ¡cuata! ¡twenty five cents! -trinó el chino enfurecido, señalando los teléfonos públicos al final del largo pasillo.
Se rió solo. Veintitantos años después lo tenía al “egipcio” repitiendo “to the left”, “to the right”, señalando con los brazos a diestra y siniestra la más fiel representación de un director de una orquesta, y él que no le entendía nada de lo que le estaba contando. Decidió que lo mejor sería no preguntar más, lo último que quería era que el “egipcio” enfureciera. Por lo que se dejó llevar. Pasaron por el célebre Muro y por el famoso Checkpoint Charlie, que sabía, por haberlo leído en libros (recordó especialmente uno de Tom Clancy, pero no se acordó del título) y haberlo visto en películas, que había sido el punto de traspaso de prisioneros y espías entre el sector soviético y el americano durante la guerra fría. El viaje continuó por innumerables monumentos conmemorativos y lugares célebres que el “egipcio” le fue relatando y él nunca entendió qué eran. Hasta que el tour concluyó, una hora exacta después de haber empezado, al pie de la Catedral de Berlín, cuando el sol ya se estaba poniendo detrás del perfil de los edificios de la ciudad.
Subió las escalinatas de la iglesia consciente de que había atravesado cientos de años de historia. La experiencia se asemejaba a un largometraje sin sonido proyectado en cámara rápida. Pero con la ancha espalda del “egipcio”, oscilante como un péndulo al compás de su pedaleo y gutural verborragia, delante.
VII
Germán caminó por la zona de la Catedral sin plan alguno. Entró en una librería de arte y diseño y en varias tiendas de artículos para el hogar. Revisó un juego de cubiertos de acero inoxidable que estaba en oferta (recordó que su hija le había mencionado que los cubiertos alemanes