Los novios. Alessandro Manzoni

Los novios - Alessandro Manzoni


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en paz, por Dios! Cuando digo que no es nada, o es nada, o es cosa que no puedo decir.

      —¿Conque tampoco a mí? ¿Quién cuidará de la salud de usted?, ¿quién le dará un buen consejo?

      —Vaya, calla, y dame un poco de vino.

      —¿Y usted querrá darme a entender que no tiene nada? —dijo Perpetua llenando el vaso, que mantenía luego en la mano, como si no quisiese soltarlo sino en pago de que le declarase lo que tenía.

      —Tráelo, tráelo —dijo don Abundo.

      Y tomando el vaso con mano no muy firme, se echó al cuerpo el vino tan aprisa como si fuera una purga.

      —¿Conque tendré yo que ir a preguntar por la vecindad qué es lo que le ha sucedido a mi amo? —dijo Perpetua de pie delante de él, puesta en jarras y con los ojos clavados en su rostro.

      —¡Por amor de Dios, no me fastidies!, déjate de alharacas. Se trata... nada menos que de la vida.

      —¿De la vida?

      —Sí, de la vida.

      —Bien sabe usted que cuando me ha dicho algo en confianza, ja-más...

      —Sí, como cuando...

      Advirtió Perpetua al momento que había tocado mala tecla, y variando de registro:

      —Señor —dijo con voz enternecida y para enternecer—, yo siempre he querido a usted, y si ahora deseo saber lo que le ha sucedido, no es más que porque me intereso en aliviar a usted, en socorrerle, aconsejarle y consolarle.

      Lo cierto es que don Abundo tenía tanta gana de echar fuera su secreto, como Perpetua de saberlo; por lo que, después de haber repelido cada vez más débilmente sus varias acometidas, después de haberla hecho jurar por más de una vez que no resollaría, por fin con muchas interrupciones y muchísimos intercalares le contó el suceso. Cuando pronunció el nombre del autor del atentado, no pudo Perpetua contenerse, y echó un voto. Al oírle don Abundo se dejó caer sobre el respaldar del sillón con un gran suspiro, y levantando las manos al cielo, exclamó:

      —¡Perpetua, por amor de Dios!

      —¡Jesús mil veces! —prosiguió el ama—; ¡qué pícaro!, ¡qué bribonazo! ¡Qué hombre tan sin temor de Dios!

      —¿Quieres callar, o quieres perderme para siempre?

      —Aquí estamos solos; nadie nos oye. ¿Y cómo se compondrá usted, pobre señor?

      —No está mala la salida —dijo don Abundo con enfado—. ¿El parecer que me has ofrecido es preguntarme cómo me compondré?

      —Yo bien le diría mi parecer bueno o malo; pero...

      —Oigámoslo.

      —Mi parecer sería, que como todos dicen que nuestro arzobispo es un santo, un hombre de sumo respeto que no teme a esos bribones, y que se complace por sostener a un párroco en meter en costura a uno de esos prepotentes, yo le escribiría una cartita muy bien puesta, informándole de todo, y...

      —Calla, calla, no digas más. ¿Y es ése el famoso parecer que me das en tan duro conflicto? Cuando me hayan sepultado en los riñones un par de balas, ¡Jesús!, ¿lo remediará el señor arzobispo?

      —¿Pues qué, las balas se reparten así a dos por tres como los confites? ¡Dios nos librara si esos perros mordiesen todas las veces que ladran! Yo siempre he visto que al que enseña los dientes todos le respetan, y dice bien el refrán, que al que se hace de miel las moscas se lo comen. Justamente porque usted nunca sostiene su razón, todos vienen a... con perdón hablando...

      —¿Quieres callar?

      —Ya callo; pero es muy cierto que cuando las gentes ven que uno siempre y en todos los lances se deja sopapear...

      —¿Quieres callar, repito? ¿Estamos ahora para esas badajadas?

      —En fin, basta; consúltelo usted esta noche con la almohada; pero entretanto no empiece a hacerse daño a sí mismo y a arruinarse la salud. Coma usted un bocado.

      —Sí, sí, yo pensaré en ello —respondió don Abundo refunfuñando—. Ya lo sé —prosiguió levantándose—; nada quiero tomar, nada. ¡Buena gana tendré yo de comer! Ya sé que a mí me toca discurrir lo que se debe hacer.

      —Vaya otra gotita —dijo Perpetua, echando vino en el vaso—. Ya sabe usted que éste le conforta el estómago.

      —¡Ah! no, basta, otra cataplasma se necesita, otro confortante.

      Diciendo esto, tomó la luz y prosiguió refunfuñando:

      —¡Ahí es un grano de anís! ¡Que esto me suceda a mí, a un hombre como yo!

      Con estas y otras lamentaciones se dirigió a su cuarto para acostarse. Llegando a la puerta se paró un momento, se volvió hacia Perpetua, y poniendo el dedo índice en los labios, dijo con tono lento y muy recalcado:

      —¡Perpetua, por amor de Dios!

      Y se metió adentro.

      CAPÍTULO II

      Cuentan que el príncipe de Condé durmió profundamente toda la noche víspera de la célebre batalla de Rocroi; pero en primer lugar Condé estaba muy cansado, y en segundo, ya había dado las disposiciones necesarias para la acción, y acordado todo lo que había de hacerse por la mañana. No le sucedía esto al pobre don Abundo, porque él al contrario no sabía lo que debía hacer al día siguiente, y así estuvo una gran parte de la noche cavilando con inquietud. No hacer caso de la atroz intimación, y casar a Lorenzo, era un partido acerca del cual ni siquiera quería deliberar. Confiar a Lorenzo lo ocurrido, y discurrir con él algún medio... ¡Dios nos libre!, ni una palabra: sonaba todavía en sus oídos el «chitón» y el «¿Está usted?» de los bravos, y tan lejos estaba de hablar del asunto, que casi se arrepentía de habérselo confiado a Perpetua. ¿Huir?, ¿y adónde?, ¿y cómo?, ¿y después? ¡Qué laberinto! A cada partido que desechaba se volvía del otro lado. En fin, el arbitrio que le pareció mejor fue el de ganar tiempo, dando largas con palabras y pretextos. Se acordó, afortunadamente, que faltaba poco tiempo para cerrarse las velaciones, y esperaba que pudiendo entretener por pocos días a Lorenzo, tenía luego dos meses de espera, y en dos meses podían suceder grandes cosas. Estuvo rumiando pretextos, que aunque le parecían fútiles, tenía confianza en que su autoridad les daría peso, y en que su antigua experiencia le proporcionaría mucha ventaja sobre un mozalbete ignorante.

      —Veremos —decía para sí—, a él le importa su novia; pero yo trato de mi pellejo, y así estoy más interesado en este negocio... luego mis conocimientos, mi experiencia...

      Tranquilizado un poco el ánimo con semejante resolución consiguió por fin cerrar los ojos y dormirse; pero ¡qué sueño, y qué sueños! Bravos, don Rodrigo, Lorenzo, derrumbaderos, fuga, persecución y balazos fue lo que ocupó su imaginación durmiendo.

      El momento de despertar después de una desventura o conflicto, es siempre muy amargo. La imaginación, entonces restituida a su oficina, acude a las ideas habituales de tranquilidad anterior, pero como al punto ocurre desagradablemente el pensamiento del nuevo estado de cosas, se aumenta el disgusto con aquella instantánea comparación. Tal fue para don Abundo el momento en que despertó; sin embargo, recapituló inmediatamente su proyecto de la noche, se confirmó en él, lo coordinó mejor, se levantó, y estuvo esperando a Lorenzo con no menos temor que impaciencia.

      Lorenzo no se hizo aguardar mucho. En cuanto creyó ser la hora en que podía sin indiscreción presentarse al cura, pasó a verle con el anhelo de un joven de veintidós años que debe en aquel día casarse con una persona a quien ama. Huérfano Lorenzo desde su niñez, ejercía la profesión de hilandero de seda, profesión casi hereditaria en su familia, muy lucrosa en tiempos anteriores, y que si bien algo decaída en aquella época, no lo estaba tanto que un oficial hábil no pudiese vivir cómodamente con ella. El trabajo iba de día en día disminuyendo; pero la continua emigración


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