Billete de ida. Jonathan Vaughters
cómo les montaban las bicicletas en la misma línea de salida. En apenas cinco minutos, esos chavales, recién salidos de un bonito vuelo que había durado veinticuatro horas, estaban a punto de tomar la salida en unos mundiales.
«No van a durar ni dos vueltas», pensé.
Sonó el pistoletazo de salida y desde el primer momento me vi en problemas. La carrera fue rápida y peligrosa. Nerviosos ciclistas júnior estaban dispuestos a arriesgar lo que hiciera falta en aquellos mundiales, los cuales veían como el primer paso para lograr un contrato profesional.
En las primeras vueltas hubo varias caídas. Esquivé las peores, pero no hice más que quedarme taponado por detrás, intentando encontrar mi ritmo. El equipo de los EE. UU. estaba considerado como uno de los más potentes que había en carrera, y todos sabíamos quiénes eran los más peligrosos, en cabeza de los cuales estaba nuestro viejo amigo Philippe Gaumont.
Pese a todo, aquello se estaba celebrando en nuestros dominios, en nuestro país por una vez, y sabíamos que podíamos ganar. El problema era que todos nosotros queríamos ser el que se llevara la victoria. La vieja paradoja del ciclismo. Es un deporte de equipo en el que solo un miembro alcanza la gloria.
Y todos queríamos esa gloria. Pero había una persona que la quería un poco más que el resto de nosotros y no estaba teniendo ningún problema para sentir que volaba: Jeff Evanshine.
Aquel día luchó por conseguir la victoria todavía con más coraje que el demostrado cuando lo sacamos bajo la lluvia en Bretaña. Y cuando todo el pescado estuvo vendido fue el flacucho Jeff el que se llevó la victoria. El menos favorito del equipo, el tipo que acaparaba todo el agua caliente en Francia.
Jeff se vengó de aquella tarde bajo la lluvia. Ahora nosotros éramos los que nos habíamos quedado bajo el frío, asistiendo, con las manos vacías, a su imagen en lo más alto del podio, resplandeciente con las bandas arcoíris de campeón del mundo luciendo a lo largo de su pecho, igual que Greg LeMond.
La gran aventura
La vida se convirtió en todo un anticlímax tras los mundiales júnior. Fue un verano caluroso y perezoso en Colorado, y mientras todos mis amigos se preparaban para ir a la universidad, yo me echaba siestas en el sofá y trataba de ignorar la realidad que tenía ante mí.
En apenas cuatro años había pasado de ser el último clasificado en mi primera carrera a representar a los EE. UU. en unos mundiales. Había demostrado ser uno de los mejores ciclistas júnior del mundo y pensaba que estaba predestinado a hacer algo grande. Pero en aquel momento se cernía, amenazante, una pregunta sobre mí: ¿y ahora qué?
Mis padres sabían que no me planteaba, de manera muy seria, la posibilidad de ir a la universidad. Estaba apático, apenas competía y entrenaba poco, por hacer algo, pero sin estar muy seguro de cuál sería mi siguiente paso.
Ya no podía correr en categoría júnior y tendría que competir con los adultos y contra ciclistas profesionales: no por elección propia, sino porque era lo que debía hacer si quería seguir compitiendo.
¿Me seguiría prestando mamá su ranchera? ¿Tendría que buscarme un trabajo? ¿Querría algún equipo senior apoyarme e incluso patrocinarme? ¿O acabaría como esa caterva de ciclistas profesionales «quiero y no puedo» de veinticuatro años que todavía vivían con sus padres, envidiando a aquellos que habían conseguido un contrato con un equipo y que todavía soñaban con ser grandes algún día?
En mi interminable tiempo libre decidí que tampoco sería tan mala idea apuntarme a un par de cursillos en el centro de estudios superiores local. Como necesitaba ganar un poco de dinero extra para poder así gastar más dinero, tampoco resultaba tan mala idea apuntarme a alguna carrera local en la que hubiera buenos premios en metálico. Por suerte para mí, Colby pensaba lo mismo.
Como dos mercenarios en busca de un botín comenzamos a buscar carreras locales en las que nos resultara sencillo lograr premios. La primera de todas fue la Steamboat Springs, una carrera por etapas. Ambos nos apuntamos a la categoría profesional uno, pensando que podríamos escapar de allí con unos cuantos cientos de dólares.
Mientras conducíamos rumbo a la carrera Colby no hacía más que lloriquear sobre una chica con la que quería romper, aunque no tenía agallas para decírselo. Esto era algo típico de él. Era un imán para las mujeres, en cuanto se enteraban de que había perdido a sus padres apenas siendo un niño todas querían convertirse en su madre y amarlo. Y a menudo él mismo jugaba esa carta.
«Escucha, vamos a hacer una apuesta», le dije. «Si gano esta carrera tú tendrás que cortar con ella, en ese mismo momento».
Colby se rio.
«¡Colega, no tienes la más mínima posibilidad de ganar en categoría profesional siendo un júnior! ¡Ni de coña! Hay demasiado capo ahí».
Nos estrechamos la mano y convinimos que si yo ganaba la carrera él pararía en la primera cabina que viéramos y llamaría a aquella chica.
Tras una larga temporada de competición a ninguno de los dos nos quedaban demasiadas fuerzas ni ganas como para gastarlas en una pequeña carrera en Steamboat. Pero aquella apuesta avivó mi hambre de victoria.
Las cosas entre Colby y yo siempre funcionaron así: nada tenía mayor importancia que ganar una apuesta.
Durante tres días luchamos contra los mejores «ciclistas-quiero-y-no-puedo-que-siguen-viviendo-en-el-ático-de-mamá» de Boulder por entrar en los lugares de honor en las Rocosas de Colorado. No resultó sencillo, ya que desde los mundiales júnior no había prestado demasiada atención a mis entrenamientos, pero luché con todo lo que tenía. Cuando la carrera llegó a su fin había ganado 5000 dólares en metálico, un cuadro de titanio Moots y, sobre todo, mi apuesta con Colby.
Tras la carrera me apoyé en una cabina de teléfono junto a Colby en el aparcamiento del Motel Rabbit Ears, esperando a que él hiciera esa llamada. Él comenzó a quejarse, diciendo que en el fondo le gustaba y que tal vez no quería romper con ella. Le contesté que muy bien, pero que entonces tendría que llamarla y pedirle matrimonio.
Al final, después de unos cuantos momentos de lo más extraño, llamó y estuvo unas dos horas al teléfono. Yo no hacía más que ir de un lado a otro buscando más monedas que meter en aquella cabina, porque él no hacía más que esquivar el asunto. Al fin dejó caer la bomba.
Todo se había acabado: nuestra inocencia, nuestra última carrera júnior, nuestra temporada de carreras y también aquella relación. Regresamos a casa escuchando a The Cure una y otra vez.
Después de que la temporada de carreras de ese año llegará a su fin comencé, sin demasiadas ganas, mis clases en el infame Metro State College. La Metro era la universidad en la que acababas cuando tus padres no tenían suficiente dinero para mandarte a ningún otro sitio.
Había decidido estudiar algo parecido a filosofía e historia del arte, ya que me parecía que ninguna de esas cosas se entrometería demasiado en mis entrenamientos en caso de que, por fin, encontrara un equipo con el que correr la temporada siguiente. No sé por qué, pero no llegué a preocuparme por la posibilidad de que no apareciera ninguno. Tenía tal confianza en que mi destino era convertirme en ciclista que tenía la certeza absoluta de que, antes o después, algún equipo acabaría llamando a mi puerta.
Comencé un agotador horario de debates sobre Aristóteles y de dibujos impresionistas para tener así un poco controlados a mis padres. Técnicamente «iba» a la universidad, así que tampoco tenían de qué quejarse. A pesar de mi cansado horario académico entrenaba cada día, sin un objetivo claro, pero considerándolo una especie de empleo.
Como había ganado más dinero con el ciclismo del que mis amigos habían ahorrado repartiendo pizzas consideraba que me merecía contemplar que el ciclismo era mi empleo. Y desde luego que eso era en lo que quería que se convirtiese, pero alguien (algún equipo, alguna persona) tendría que hacerlo realidad.
Y eso me condenó a largas sesiones de espera junto al teléfono. A veces todo el día.