Otro dios ha muerto. María Casiraghi
Casiraghi, María
Otro dios ha muerto / María Casiraghi. - 1a ed . - Florida : El Cedro Azul, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-47627-0-2
1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.
CDD A863
© 2020, María Casiraghi
Motivo de tapa: Argentina Natal (carta natal de la Argentina), 100 x 0.70 cm., Koriluz.
Esta edición fue confeccionada por:
versal hacemos libros
ISBN:978-987-47627-0-2
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, ni transmitida por un sistema fotoquímico, electrónico, magnético, elecrotópico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de los titulares del copyright. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
Índice
Otro dios ha muerto cuenta la historia de Petrona Prane.
Es el relato de su vida y su desarraigo, provocado por el despojo de las tierras de sus antepasados. Un caso, como tantos, de las apropiaciones ilegales que sufrió y sufre el pueblo mapuche, cuyo mundo y cosmogonía son la urdimbre de fondo de estas páginas.
Algunos hechos, nombres, y lugares, fueron recreados y modificados, por mandato de la ficción.
A Petrona Prane y a su familia dedico este libro.
“Es tu vida
-me dijo una vez mi padre
colocándome un puñado de tierra en la mano.
La vi tan negra, la sentí tan áspera.
Mi pequeña mano tembló.
Sin miedo -me dijo-
para que no te pesen los años.”
Graciela Huinao
“Sólo buscamos una última oportunidad
para tomar las riendas de nuestro destino.
Estamos lejos porque nos han desterrado
pero nacen hijos que llevan nuestra sangre
con ellos volveremos, una tarde, al terruño
(¿no es acaso la tarde como la vejez
la hora en que el día y el hombre esperan
morir en paz?)”
Elicura Chihuailaf
El TELAR
I
Tengo en mi puño una araña. La elegí de entre todos los rincones que tiene la casa. La vigilé mientras tejía, una y otra vez, su hilo de infinito. Es la más jovencita, a la que menos se le nota el tiempo cuando teje. Para tener su secreto la miré durante rato, me entretuve en sus dibujos, en la elegancia con que hila su refugio, sin saber cuánto vivirá en él. La interrumpí en pleno trabajo, porque así es que se hace, para pasarse a uno la destreza. Ahora, con mi puño cerrado la voy dejando sin aire, sin luz, la apoyo en mi pecho, donde acaba mi piwke (corazón), y la dejo morir.
Es la primera vez que sigo esta costumbre sin tener que hacer un poncho, una faja, una manta. Ser arañas para hilar, nos enseñaba la tía María, la machi de nuestras rukas. Ahora, con la araña entre mis dedos, con toda su vida y su muerte sumida en mí, les voy a contar mi vida.
Hay verdades que uno aprende de grande, las que más duelen, las que no tienen regreso. Cuando uno es joven tiene tiempo, pero el tiempo es poca cosa si no lo acompaña el conocimiento. Como uno encuentra fallas en un trabajo terminado, y teje y desteje hasta que esté bien hecho, pasa también con nuestra vida. Pero hay que tener buen ojo para saber cuándo es posible, cuándo no es tarde, si ese pequeño error que dejamos sin tratar no está ya convertido en una mancha, de esas que empiezan adentro del cuerpo y terminan desparramadas por toda la piel. Hacer y deshacer nuestra historia, deshilacharla hasta encontrarle las fallas, ahí mismo se está trabajando en la mejora, en la limpieza de la propia persona, si es que una ha alcanzado a ser una persona ya. No todos llegamos a serlo. Hay quienes nacen y mueren como bestias.
Para empezar, mi nombre es Petrona. Así me llamaba Margarita, mi madre, mitad india, mitad blanca. Mi padre, el lonco (cacique) Emilio Prane, era mapuche, enteramente. Se tenían un cariño sincero, no como en tiempos antiguos, que se arreglaban los matrimonios entre familias y se quitaban la vida las jovencitas para que no las obliguen a casarse. Los huincas hablan en sus libros de que éramos primitivos por tener esas costumbres, pero me contaban mis patronas que antes los blancos también se casaban por arreglo. Si una cultura no cambia es porque está enferma, igual para ellos como para nosotros; pienso yo que el amor y el matrimonio, así, de la mano, son un invento moderno, pero es tan difícil juntarlos, que casi es algo imposible.
Nací con el corazón delicado, dicen que es por lo que pasó en tiempos de mi nacimiento. Cuando uno es chico vive según lo que ve, para mí no había otro lugar que el que vivíamos. Pensaba que el hambre era normal como el frío, como tener los pies de piedra si no los ablandaba el calor del fuego. En ese entonces vivíamos en un lugar donde el invierno duraba siete meses, sin campos de veranada, muy duro el suelo para la siembra, los animales morían bajo la nieve. Creía que así había sido desde siempre; inocentes somos de niños, y es esa inocencia la que nos protege.
Pero Dios sabe cuando es el tiempo de abrirnos los ojos. A mí me llegó una mañana, a mitad de mis siete años. Desperté, por primera vez en la vida, toda mojada y con un sueño para contar. Esa mañana, en la ronda de los sueños que hacíamos al costado de las casas, participé con un relato propio. Era de siempre el juntarse comenzado el día a decir en voz alta lo soñado la noche pasada. Una persona que no sueña es como una que no suda, se guarda adentro una cantidad de veneno, nos decía la machi. Ella dirigía la ronda, ¡Peuma, peuma! (¡Sueño, sueño!) decía, y de a uno, en orden, iban respondiendo quienes algo habían soñado. A cada relato le iba indicando a su ayudanta, que entonces era la prima Ana, lo que tenía que apuntar en su libro de los sueños mapuches. Después la machi hacía un trabajo de analizarlos. Ella los estudiaba a cada uno y después decía: esto va a pasar, esto no va a pasar.
En mi sueño había luz, pero no era del sol. Estaba sola, andando en un campo sembrado, desde lejos me llegaba la voz de mi familia, pidiéndome que saque las papas del suelo, que las coseche. Yo me agachaba, contenta, me sentía importante de tener esa tarea, como todo niño al hacer cosas de adultos. Pienso que crecer es parte del juego, solo que entonces no nos damos cuenta. Metí por fin mis manos en la tierra, pero no eran papas lo que saqué de ella, era otra cosa, bolas rojas, redondas y brillosas, parecía que eran para comer. Llené una bolsa y las llevé a la ruka. Llegué gritando que traía comida arrojada por Ngenechen para aliviar el hambre de los mapuches. Al abrirla frente a los ojos de mi familia, las bolas habían desaparecido, y de la bolsa salieron un montón de piedras. Ahí fue cuando desperté.
La ayudanta anotó mi sueño. La machi quedó pensando un rato y después dijo: no podemos saber qué quiere decirnos tu peuma, no todavía. Vigílate las próximas noches, y tráenos tus próximos sueños. Petrona, no tienes que hacer otra cosa que estar alerta.
Una semana más tarde volví a soñar la misma cosa, y así una y otra vez, exacto el sueño, sin cambiar nada. Entonces la tía me dijo: es hora Petrona. Y me llevó a su ruka, alejada de las nuestras.