Otro dios ha muerto. María Casiraghi
que hicimos frente hasta vencer. Así fue siempre, tenemos que usar lo que pasa alrededor para aprender sobre nosotros, sobre cómo manejarnos en la vida. Cada mapuche debe vivir su propio destierro, porque crecer nomás es ser desalojado. Hay que estar listo siempre para buscarle otra casa a nuestro cuerpo”.
Al poco tiempo, mi padre supo por su hermana que yo estaba empezando a hacer preguntas. El día que cumplí los ocho años, me dijo:
-Es tiempo de que hablemos de verdad.
Así lo había hecho con los hermanos más grandes cuando les llegó su momento. Esta vez, juntó a todos sus hijos y nos indicó que subamos a los caballos, mamá trajo unas pilchas con comida y ropa para los once, y nos llevó andando hasta una tierra que yo sólo recordaba por el nombre.
Desensillamos y frente a unos restos de casas humeadas, negras, con el olor de lo que nadie habita, nos sentó a todos, en ronda, como circundando un fuego, pero lo único que había en el centro de la ronda era una pila de cenizas. Pensé que así debía ser la soledad, no sé por qué pensé esto, nunca había estado sola, pero al ver esas cenizas en el medio de mi familia le puse sin más ese nombre, soledad, la que deja el fuego.
Pedro y Cipriano ya conocían la historia, los demás no recordábamos nada.
-Esta era nuestra casa -dijo mi padre, señalando la soledad-. Acá nací yo, y Petrona fue la última de ustedes que alcanzó a nacer también. Pocos meses tenía cuando vino el ejército. Desde entonces que seguimos peleando para que nos vuelvan a dar la tierra, que es nuestra por decreto huinca.
Como lo miraba hablar desde abajo, me parecía un gigante. Mamá me sentó en su pollera, y apoyada en su pecho sentí cómo le iba rápido el corazón a cada palabra de papá cuando empezó a contar la historia de nuestro desalojo más triste.
-Esa noche yo no estaba, ni ninguno de los jefes. Habíamos viajado a Buenos Aires a parlamentar con el gobierno, para que nos defiendan de las amenazas de Amaya, así era el nombre del que hacía tiempo nos venía matando animales, arruinando siembras, molestando para sacarnos de acá. Estábamos seguros de que el gobierno iba a ayudar a los indios del Boquete, porque en otros tiempos nosotros les habíamos ayudado a ellos para que esa tierra no se la lleven los chilenos. Ellos sabían eso, y agradecidos nos habían prometido los títulos, todo, para que nos quedáramos.
Mientras mi padre hablaba, yo seguía con mis ojos el dibujo que hacían las cenizas en el aire, estaba empezando a levantarse un viento frío, pero ninguno se movió, seguimos oyendo el relato de la noche en que fuimos desterrados, un relato que había existido siempre, fluyendo por dentro, como esas aguas que bajan la montaña sin que se las vea, pueden estar allí toda una vida y uno nunca alcanza a descubrirlas. Decía el lonco que había que estar maduro para escuchar la verdad sin destruirla, y que por eso no había conversado antes con nosotros de todo esto. Hablaba como si hubiese estado allí esa noche, sabía todos los detalles de memoria y decía que para conocer el tamaño de un ataque, hay que leer en el corazón de sus víctimas.
Nos contó cómo, al poco tiempo del desalojo, el gobierno hizo un segundo decreto anulando el que aseguraba que sería tierra de indios para siempre. Ahora eran de Amaya, explicó, el enviado para mejorar el sitio que según su opinión, los Prane no cuidaban, que nadie sembraba, que los animales tenían hambre, que éramos vagos como todos los indios. Pero ahí mismo, ya con la voz toda cargada de sentimiento, nos dijo:
- Que Amaya mentía lo dicen los papeles, lo dice este desierto. Hoy, donde la tierra tiene nombre huinca, sólo existe muerte, porque Amaya no sembró una papa, no trajo una vaca, no sabe lo que necesita la tierra, sólo sabe el dinero que vale.
En ese momento se acercó a la ronda un hombre grande, montado sobre un caballo lobuno. Se bajó al ver a mi padre y lo abrazó como quien abraza a un amigo que creía muerto. Era el viejo Nahuelpan, que vivía nuevamente en su antigua tierra con unas pocas familias, las únicas que recuperaron su sitio de manos del Estado arrepentido. No pude oír lo que hablaban, porque lo hacían en voz baja y el viento se llevaba casi todo. Al terminar, nos hizo un saludo, invitándonos a volver cuando quisiéramos.
Regresamos a la ruka callados. Esa noche, todo se cubrió de tormenta. Mientras miraba la infinita negrura del campo, empecé a entender que el cielo estaba lejos, que las estrellas eran débiles ante las nubes, que había una vida, la nuestra, de este lado de la tierra, y más allá había otra gente, otros lugares, donde el polvo, el viento, el frío, no eran más que paisaje. Con este pensamiento me acerqué a Margarita que preparaba el guiso para la noche y le pedí que me contara otra vez la historia del desalojo; para mí no era igual contada por ella. Quería saber cómo se podía ser madre y guerrera al mismo tiempo. Mamá dejó el guiso sobre el fuego y mientras mirábamos las llamas, recordó:
“Dormían todos cuando llegaron. Era madrugada, Emilio no estaba. Hacía mucho frío y el campo era blanco. Te hacía dormir pegadita a mi panza, pero yo no dormía, vigilaba algo, no sabía qué. Primero oí ruidos afuera, sonaban como truenos, pero eran disparos, ahí empezaron los gritos, todos gritos de hombres cada vez más cerca de la ruka. Te dejé en el suelo, destapada, de tan nerviosa que me puse. Empezaste a llorar, te cubrí con la manta pero seguiste llorando. Tus hermanos y hermanas despertaron. No alcanzamos a abrir la puerta que ya estaban adentro esos soldados gritando, incendiando la otra punta, empezaba a crecer el fuego adentro, ni tiempo nos dieron para responder. Así nomás como estábamos salimos de la ruka, los más grandes ayudaban a los más chicos, a mí me apretaban fuerte y me hacían preguntas pero yo no decía una palabra, todavía me dolía el parto, hacía tanto frío, te empezaste a poner morada, me asusté mucho, le rogué a uno de los hombres que nos dejaran, que no teníamos culpa, Pedro y Cipriano gritaban que se fueran, que esa tierra era nuestra, que estaban haciendo un crimen, los soldados prendieron fuego a todas las rukas, no pudimos resistir, porque al indio que no quería salir, que no quería abandonar, lo quemaban, con hijo, con mujer, con todo”.
Al terminar de hablar, su voz se hizo espesa. Juntó mi mano con su mano blanca y me dijo. ¿Sentís, hija mía? ¿Te das cuenta cuál es mi vergüenza?
“El mundo, vasija espiritual, no puede ser formado.
Quien le de forma lo destruirá. Quien lo tenga lo perderá.”
Lao Tse
Avanzo en el aire, respirando un oxígeno artificial. No estoy sola. Somos trescientos individuos, cada cual en su sitio, testigos de ese mundo que se hace y deshace muy abajo, allá donde la gente duerme, agoniza, o se desnuda. Las personas no pueden verse desde tan arriba; se pierden, como el resto de los seres vivos en la inmensidad. Lo único que vemos es el escenario, diseñado minuciosamente, las curvas del agua y de la tierra, los campos yermos, hasta la interrupción deliberada y simétrica de una ciudad o de un pueblo, tan perfectos como el resto del paisaje.
Viajamos a Buenos Aires. Después, en tierra, un solo destino conocido se convertirá en trescientos destinos inciertos.
Ahí está mamá; vino sola, como le pedí. Me abraza y enseguida me dice, estás irreconocible.Habla mientras maneja, sin pausas, me cuenta de mis hermanos, mis sobrinos, del Alzheimer de mi abuela.Yo la escucho enternecida pero sin prestarle mucha atención, como si su voz fuera apenas un acorde de una melodía insípida, que creía olvidada. Miro por la ventanilla un paisaje gris, neblinoso, la costanera está vacía; todavía no han llegado los pescadores de siempre, ni los dueños de los carritos a vender el choripán de los domingos. Todo parece inamovible, salvo el agua extraviándose en la niebla, y dentro de ella, los bagres hambrientos.
Están todos en la casa cuando llegamos. Mi hermano mayor y su mujer, mis dos hermanas con sus maridos y sus hijos, mi abuela, la enfermera que la cuida, y mi tío, el hermano de papá. Desde que papá murió siempre viene en su lugar.A todos les parece normal, pero yo no puedo acostumbrarme. Tal vez porque estuve ausente el último año siento que todavía está vivo.
Mis hermanos se muestran felices de verme y yo intento responder con la misma felicidad. Cuando me acerco a mi abuela, aparta la cara y me mira con desdén, sin preguntar ni siquiera quién soy, por qué estoy acá. Acostumbrados a su enfermedad, todos se ríen intentando aliviar la situación,