Otro dios ha muerto. María Casiraghi
me pregunto qué estoy haciendo acá. Me cuestiono incluso si soy yo la que está aquí. A veces me parece que nunca volveré a estar en ningún lado.
El que se vigila a sí mismo todas las horas del día, no necesita ninguna religión, decía Ceferina Huaquiful. Esta frase la descubrí hace unos días, en mis tantas lecturas sobre filosofía y cosmovisión mapuche. Me pareció reveladora. Vigilarnos incluso cuando dormimos, pienso.
Como veo que la ceremonia se alarga y que mi ahijado será el último, salgo al patio que hay detrás de la capilla. Hay un jardín pequeño y una huerta. Hace calor y aún hay sol, pero ya se ven venir unos enormes nubarrones como frentes de guerra en el cielo. Como si no los viera, un cuidador riega los canteros. Me gusta la imagen del agua saltando hasta las flores, con un breve arcoíris naciendo entre la pared y el pasto.
Con Petrona, nos turnábamos para regar por las mañanas. Mientras ella lo hacía, yo buscaba el arcoíris, y si la que regaba era yo, Petrona se sentaba hasta que los colores aparecían y les cantaba una canción en su lengua, decía que así le hablaban las viejas a los arcoíris de su tierra.
Ahora el cuidador que regaba se ha ido. Sólo se oye el canto de la gente dentro de la iglesia. Todoscantándole a un dios que jamás existió, pienso.
Algo me pasó en la Patagonia, no puedo explicar cómo, pero quizás con la misma ausencia de lógica por la que alguna vez creí, dejé de creer. Como decía un amigo mío, la existencia de Dios es una creencia y la no existencia de Dios también lo es. Lo que más me gustaba de los mitos que me contaba Petrona es que no intentaban explicar todo el mundo, sino el mundo de los mapuches; el diluvio mapuche le ocurría sólo a ellos, el diluvio cristiano se impone al mundo entero.
Entro otra vez a la capilla. Es el turno de mi ahijado. Ahora es él quien llora más fuerte. Lo que provoca el llanto es el nombre, pienso, no el agua.
Petrona decía que había tantos nombres como nacimientos, y cada uno de nosotros podíamos nacer una o más veces durante nuestra vida. Yo quería volver a nacer, por eso un día le pedí un bautismo indio. Ella me dijo: “puedo darte un nuevo nombre pero no un nuevo nacimiento. Eso sólo puedes dártelo tú misma.”.
Una mañana se acercó a mi cama para ver si dormía. Tenía los ojos abiertos ya, reconocía las paredes del recinto, y trataba de imaginar las paredes de mi infancia pero no podía. “¿Estás lista?” Preguntó. “Sí”, respondí.
Me vestí y salí al patio. El vasco, su pareja, había salido al pueblo temprano y estábamos solas en la casa. Petrona me esperaba vestida de azul, y cantaba en lengua india unas melodías dulces y monótonas. Absorta en la música, perdí el registro de lo que sucedía. Dejó de cantar y me dijo:
“Nuestros nombres nacen por miedo, un miedo viejo, de que todo oscurezca. Por eso, en mapudungun, al nombrar al otro encendemos su conciencia, le recordamos que arde, que existe”.
Hizo un nuevo silencio. Toda la casa era como un pozo de luz. Aunque era de mañana parecía la siesta, la ciudad había enmudecido y el aire tenía el color del silencio. Cuando los perros ladraron en las casas vecinas, Petrona me dijo: “Te llamaré Amui Leufu, que en tu lengua significa “arroyo que corre”. Bendigo todos tus viajes, como los viajes de los arroyos que bajan por la cordillera, nunca cesarás el camino y siempre te protegeré”.
III
Cuando el lonco dejaba la ruka por días, sea por trabajo, para emprender un viaje, para negociar con vecinos o gobernantes, se armaba entre las mujeres de la casa una unión más fuerte con nuestra madre, pero de sus hijas era yo quizás la que más tiempo compartía con ella, pasaba casi todo mi rato con Margarita, y era ella la que me daba los consejos y enseñanzas propias de un lonco. En estos casos, ocupaba el lugar de padre y madre, como si parte del lonco habitara en el cuerpo de mamá estando él ausente.
Hacía días que papá había partido a Esquel, a pedir respuestas por nuestro pleito de tierras. Era de tarde. Cecilia y yo aprendíamos, calladas, nuestra clase diaria de telar. Mamá tejía al lado nuestro, para enseñarnos el oficio. De pronto, el silencio se interrumpió. Escondidos detrás de unas matas estaban dos de los primos Prane, de la edad mía eran, cantando en voz alta una canción ofensiva contra los huincas. La cantaban a propósito, para herir a mamá. Pero ella no hizo caso al canto de los primos, nos siguió hablando del trabajo, la retaba a Cecilia por no poner empeño. Ella no le daba importancia al estudio, era chalchalera para trabajar, sin prolijidad, a mí en cambio, no me importaba otra cosa, aprender, tocar todo, preguntar, si me mandaban a hacer algo, yo iba, nunca la hice rezongar.
Cecilia le contestó secamente, que no se la agarre con ella, que no era su culpa que los primos no la quieran. Mamá se levantó y nos dejó solas, yo la seguí para hablarle, para decirle que ella también era india, la india más hermosa. Ocupada en meter una gran pila de ropa en una fuente para ponerla a hervir, y como si no oyera mis palabras, dijo: uno puede ser pobre todo lo que se quiera pero con la ropita limpia. Después me pidió que me sentara, para lavarme el cabello. Sacó de entre otros yuyos, el que llamábamos limpiaplata, los buscábamos en los arroyos de la cordillera. Eché mi cabeza para atrás, y empecé a sentir cómo mi madre deshacía mis trenzas, de abajo hacia arriba, aflojaba mi pelo, lo masajeaba con agua y el yuyo hasta sacarle espuma. Mi cabello, castaño oscuro, era tan largo como el suyo, pero el de ella era clarito. Terminó de lavarme y me besó.
Cuando levanté la vista, el lonco ya estaba de vuelta, desmontando su caballo. Hizo señas a mamá de que reúna a todos sus hijos. Cuando estuvimos juntos dijo que otra vez las noticias eran malas. Nos confesó que estaba poniéndose viejo y que era tiempo de compartir con nosotros la espesura de la lucha. Sacó de un envoltorio de piel, un gran libro negro, que yo nunca le había visto. Llamó a Cipriano al centro de la ronda y le indicó que tomara el libro. Antes de abrirlo, comenzó a hablarnos, como hacía tiempo no lo hacía:
“Hijos míos, demasiados años anduvimos queriendo conservar las enseñanzas antiguas. Las plantas están cambiando, cada vez más rápido, nos estamos cayendo de la tierra. Los hueipifes ya no tienen quien los oiga y las nuevas generaciones se están poniendo sordas.
Yo, Lonco Emilio Prane, estoy llegando al final del gran río, mi piel empieza a secarse, la pena crece al arrimarse a la muerte. Pero no me enseñaron los antiguos a lamentar las tormentas, hicieron mi cuerpo fuerte, para resistir a los tiempos más oscuros. No vamos, mapuches, a terminar la caída. Los enemigos tendrán que darse cuenta, que los mapuches no mueren, que si cambia la mapu, cambian también los mapuches, pero no desaparecen.
Hay indios orgullosos que andan diciendo que el miedo nunca nos ataca, yo digo que sí, que los indios siempre hemos convivido con el miedo. Lo que peleamos por ahuyentar, es la cobardía. La mentira es cobarde. La traición es cobarde. A nosotros nos fue derrotando la confianza. Si hubiésemos desconfiado del blanco, si les hubiésemos seguido la guerra en vez de abrirles nuestras casas, a ellos la cobardía no les habría dejado avanzar. Porque con rifles no se descubren los pasos de la montaña ni los caminos entre los bosques.
¿Tendríamos que haber arrancado corazones huincas, haber sido todo lo salvajes que decían ellos que éramos? El habernos aquietado nos dejó a nosotros sin corazón. Hoy, los mapuches andamos perdidos, buscando al Dios que se va yendo.
La historia y la naturaleza siempre vuelven sobre los hombres dormidos, arrastrándonos a su antojo. Allá, en el país de las manzanas, todavía la historia era nuestra, los hueipifes la contaban una y otra vez y Dios estaba con nosotros. Como si estuviésemos siempre preparados para atajar el sol. Después, las manzanas se fueron pudriendo, las flores se secaron, los bosques fueron profanados, entonces, ya no supimos sostener tanto calor.
Por todo esto, no debemos perder la fe, y reconociendo nuestras debilidades sigamos buscando un espacio para nuestras manzanas, un lugar donde los indios podamos cosechar la propia fuerza combatida a lo largo de los años”.
En puro silencio nos dejó el lonco después de hablarnos así. Se metió en la ruka y no salió hasta la tarde.
Cipriano abrió el libro, como si ya lo conociera. Eran papeles importantes para ganar