El juego es entropía cero y otros cuentos. Mirna Gennaro
materia animada, al igual que un objeto es atraído por un campo gravitatorio. No importaba cuál fuera la materia, lo que buscaba era otro cuerpo para prolongarse. De esta forma, la vida entendida como esencia es infinita, y cada final debe verse como un comienzo en otro estado. Era interesante pensarse en un futuro como ave, árbol o pez, tal vez como delfín, aunque ya se hayan extinguido hace tiempo.
Otra doctrina que me llamó la atención fue la de la Materia Originaria. Según ella, existe una cantidad limitada de sustancia viva que aflora en cada especie a modo de prueba. Es como si el Universo fuera un gran laboratorio de experimentación. La sustancia se vuelca en cada cosa y, si no logra el estado de perfección, regresa al origen. ¿Sería otra explicación posible a la extinción de los dinosaurios o de los perros? Pensé en cuánto tiempo había estado funcionando el ensayo y error. Tal vez la especie humana no fuera el modelo de lo que la Materia Originaria considera su mejor resultado, pero aún seguía adelante. ¿Qué sería lo que esa materia valoraba de nuestra especie? ¿Estaría en sus planes hacerla desaparecer?
La teoría de la sublimación del alma describía al Universo como una serie de etapas consecutivas, donde a medida que se logra un avance, se asciende un nivel. Algo así como los antiguos video-juegos que me entretenían de niño. Pensé que, entonces, la humanidad estaría descendiendo en lugar de avanzar. ¿Cómo se lograría el paso de nivel, en forma individual o en términos de especie? Esta teoría no me terminaba de convencer, pero me pareció que podría interesarle a mi padre por su afán superador.
Finalmente preparé un resumen de las opciones: trasmutación, materia originaria, sublimación del alma y varias más. Ex profeso, eliminé de las posibilidades aquellas que prometían la salvación sólo a quienes se arrepintieran de todos sus pecados. No porque considerara a mi padre un pecador sino porque una doctrina así hacía desconfiar de la sinceridad de sus fieles. Se lo acerqué con la esperanza de que alguna fuera la adecuada para él, pero él no entendía lo que le quería decir, respondió: “No estoy dispuesto a poner en manos de un ser todo poderoso y arbitrario la voluntad, nuestra mayor virtud individual”. Eso era algo que yo no se lo discutía; si había un hombre que podía jactarse de un gran ejercicio de la voluntad, era él. Pero, en el momento en que esa voluntad comenzaba a flaquear, mi intención era solamente darle un alivio a su pena, una especie de tiempo adicional, una esperanza.
Volví a reunirme con el Dr. Lamarque. La sede de sus investigaciones era un lugar similar a donde yo trabajaba. Las paredes internas, de un gris opaco, hacían que las luces dispuestas en largas hileras semejaran ojos espías a lo largo de los corredores. Cámaras en los rincones, puertas siempre abiertas, pero con un sistema de reconocimiento de scanner genético que activaba una cerradura instantánea cuando alguien no autorizado intentaba traspasar los límites. Para ingresar, me sometieron a la desinfección de rutina. Al cabo de unos minutos en la cámara, cuando el vapor purificador se disipó, se abrió la compuerta que me condujo al laboratorio.
Le expliqué a Lamarque la delicada situación personal y él entendió inmediatamente mi apremio. Me propuso hablar en persona con mi padre, comentó que hacía poco tiempo lo había conocido en una reunión de trabajo. Yo asentí aliviado porque estaba probado científicamente que convencer a mi padre no era una tarea fácil. Era imprescindible obtener su consentimiento para una experiencia de ese tipo. Los riesgos eran medianamente aceptables, habían sido calculados estadísticamente con un error no mayor a un dos por ciento, pero, según su experiencia personal, él confiaba que sería mucho menor. Además, los Códigos Unificados de la Confederación de Naciones no contemplaban la posibilidad de que un tratamiento, que aún se encontraba en etapa experimental, se efectuara sin la aprobación del voluntario. Lo que no estaba claro era cuál sería el argumento para lograr su adhesión, pero eso quedó también por cuenta de mi colega.
Después de hablar con mi padre, el Dr. Lamarque se comunicó conmigo. “Le especifiqué los pros y los contras del tratamiento”, me aseguró. Le pregunté si había obtenido alguna respuesta y me respondió: “No quise presionar a su padre, le pedí que lo pensara bien y que me llamara en un par de días”. Esos días fueron para mí una prueba mortal. Fui asaltado por todo tipo de sentimientos de culpabilidad. Estaba seguro de que mi padre estaría tratando de digerir la traición y se me hacía que la mayor demora en llamarme estaba en relación directa con la densidad de la sustancia que debía asimilar.
En esos días, anduve recorriendo la ciudad como un sonámbulo. Las calles peatonales no eran el mejor modo de apreciar la ciudad, que se veía vacía y limpia. Me metí en uno de los centros de asistencia, por curiosidad. El espectáculo me impresionó. Nunca había visto tanta gente, me recordaba los hormigueros del Amazonas de un viejo documental. Mi presencia de inmediato dio lugar a una alerta general. Un guardia me interpeló y, cuando expliqué que era biólogo, me permitieron hablar con el médico a cargo. Ninguno de los médicos entendía el porqué de mi interés en ese sitio. “Usted debería saber mejor que nadie que se está exponiendo a un contagio. Pase por el cuarto de desinfección, de lo contrario, deberemos mantenerlo en cuarentena”. Obedecí sin resistirme y, mientras avanzaba hacia el lugar que me indicaron, tuve la oportunidad de ver de cerca los estragos de la enfermedad. Qué rara me sonaba esa palabra, ya casi parecía olvidada una década atrás. Si no hubiera sido por los últimos logros en transporte… Si tan sólo no se hubiera llegado tan lejos… Pero, ¿quién sabe cuál es el punto de no retorno? ¿Quién puede decir “Hasta aquí llegué y ya no necesito más”?
Ahora, esta gente estaba pagando el precio de la conquista. Un hombre con escamas en la piel, que miraba a través de la cortina con ojos de lagarto, extendió una mano hacia mí y sentí un frío que me recorrió desde los talones hasta la nuca. Di un par de pasos hacia atrás sin dejar de mirarlo, y me detuve al sentir un bulto a mis espaldas. Al voltear, vi a una mujer con úlceras en las manos. Unos metros más adelante, había una hilera de camas con niños. Algunos habían nacido con miembros faltantes o deformes, con un aspecto similar al de los contaminados con radiación. Casi choco con un anciano que deambulaba por un corredor repitiendo profecías apocalípticas. Le pregunté si le había hecho daño y me sonrió gentilmente, pero luego, sin darme tiempo a reaccionar, se enfureció y, señalándome con su índice, me persiguió diciendo: “¡Tú eres el culpable de todo, tú eres el enviado por la antimateria!”. Creí que no podría salir de allí. Comencé a correr llevándome por delante unos bultos que salieron de la nada. Me introduje en la habitación de limpieza y cerré los ojos hasta quedar nuevamente a salvo. Sin embargo, las imágenes que había visto no se disiparon con el gas. Tuve que convivir con ellas durante largo tiempo.
Agradecí estar ocupado y con la cabeza en los asuntos de mi padre, porque, de esa manera, de a poco, las asfixiantes imágenes me fueron liberando. Al mismo tiempo, casi en destellos, otra imagen se fue apoderando de mis pensamientos. Selva y su sonrisa envolvente volvían en ráfagas de aire tibio y denso. Se iban y venían con la poderosa fuerza de un relámpago, iluminando algunos instantes para luego dejarlo todo oscuro de nuevo. Sentí necesidad de ir a verla, pero no podía. No quería acercarme a la oficina de mi padre antes de tiempo. Mientras tanto, cuando la fatiga me ganaba delante de los instrumentos, apartaba la vista del trabajo recorriendo las sinuosas rutas de camino a los labios de esa mujer desconcertante.
Una semana después, la imagen de mi holo-com me indicó que era el momento. La cara de mi padre se veía tan seria como cuando, quince años atrás, nos comunicó a mi hermana y a mí la muerte de mamá. En muy pocas palabras, me pidió que lo viera en la oficina. Quise anticipar algo de la conversación aprovechando la impersonalidad de ese medio, pero fue inflexible. Me respondió: “Estos asuntos se deben tratar cara a cara”. Al llegar lo busqué en la oficina, pero estaba vacía. Los sonidos de los cohetes propulsores me ensordecieron e instintivamente me dirigí hacia el ventanal.
Lo encontré en la terraza del edificio, el más alto de la ciudad, asomado peligrosamente, aunque para mi padre las alturas no eran de temer. Desde allí, él observaba los despegues y aterrizajes hacia el exterior, cosa que hacía no por la belleza del espectáculo en sí, algo venida a menos a causa del intenso tráfico, sino porque estaba a cargo de controlar el movimiento de los vuelos. De vez en cuando, me explicó, prefería hacer uso de sus sentidos en reemplazo de la pantalla.
Inició