Buscando a Jake y otros relatos. China Miéville
de juegos baratos han cambiado. Son selectivos. Ignoran determinadas letras, y lo han hecho siempre desde aquella noche. Pero ahora desprecian la B inicial. El rótulo de la izquierda ilumina solo la segunda y la tercera letra, el de la derecha solo la cuarta y la quinta. Los rótulos parpadean en antifase, turnándose para irradiar su estridente desafío.
IN…
GO…
IN.
GO IN.
GO IN.
Entra.
De acuerdo. Está bien. Entraré. Arreglaré mi casa, echaré la carta y me pondré delante de ese edificio, mirando con ojos entornados el cristal ahora opaco que guarda sus secretos, y entraré.
No creo de verdad que estés ahí dentro, Jake, si es que estás leyendo esto. En realidad ya no creo eso. Sé que eso no es posible. Pero no lo puedo dejar estar. No puedo dejar piedra sin remover.
Qué solo me siento, joder…
Subiré por esas espléndidas escaleras, si es que llego tan lejos. Cruzaré sus magníficos y amplios pasillos, serpentearé entre los túneles hasta el gran salón que sospecho que estará brillando con suma intensidad. Si es que llego tan lejos.
Puede ser que te encuentre. Que encuentre algo, que algo me encuentre a mí.
Sé que no volveré a casa, estoy convencido.
Entraré. La ciudad no me necesita por ahí mientras se cae. Iba a catalogar sus secretos, pero eso solo era en mi provecho, no en el de la ciudad, y esto me parece igual de bien.
Entraré.
Nos vemos pronto, espero, Jake. Espero.
Con todo mi amor,
1 En inglés, significa matar y quemar, de ahí que el nombre de Kilburn se considere una advertencia. N de la T.
Cimiento
Observa a ese hombre que viene y habla a los edificios. Da vueltas alrededor de las casas, con la mirada levantada desde las aceras y los jardines de cemento, examinando los soportes que se meten en la tierra. Entra en todas las habitaciones, da golpecitos en las ventanas y menea los cristales mal encajados, toca la escayola con un dedo, se mete en los áticos. En los sótanos escucha los soportes, y durante todo ese tiempo susurra.
Los edificios le devuelven los susurros, dice. Trabaja en las casitas de arenisca de Manhattan, en edificios de viviendas, bancos y almacenes de toda la ciudad. Le dicen a dónde conducen sus fallas. Cuando ha acabado, te explica por qué se está extendiendo la grieta, por qué la pared está húmeda, dónde está la erosión, cuál es el coste de arreglarlo o de dejar que se pudra. Nunca se equivoca.
¿Es un agrimensor? ¿Un ingeniero civil? No tiene títulos enmarcados, sino un voluminoso dosier de referencias, diez años de reputación. Hay recortes de periódico sobre él por todos Estados Unidos. Lo llaman «el que susurra a las casas». Lleva años siendo un fenómeno.
Cuando habla lo hace con una firme y enorme sonrisa. Tiene que impulsar las palabras a través de ella, así que salen deformes y bruscas. Hace lo posible para no levantar la voz por encima de los sonidos que sabe que no oyes.
«Sí, claro, no hay problema, pero el muro de carga se está pulverizando», dice. Si lo miras de cerca verás que le echa un vistazo rápido a la tierra, una y otra vez, a la base sumergida del edificio. Cuando baja al sótano está nervioso. Habla más rápido. El edificio le habla más alto, y cuando vuelve a subir está sudando por debajo de su sonrisa.
Cuando conduce mira a cada lado de la calzada tremenda e infinitamente sobresaltado, fijándose en todos los cimientos. Cerca de las obras, mira fijamente a las excavadoras. Observa su arrastrarse como si fueran alguna clase de carnívoro.
Cada noche sueña que está en un lugar donde el aire se agria en sus pulmones y el cielo es un lodo tóxico de nubes negras y rojinegras que vomita la tierra, donde el suelo se seca hasta convertirse en polvo y unos chicos perdidos titubean, con la piel cayéndoseles a pedazos, y no lo ven ni a él ni a los otros, aunque pasan cerca aullando sin palabras o en un idioma de jerga trasnochada, acrónimos y abreviaturas que alguna vez tuvieron significado y ahora son gruñidos de cerdo.
Vive en una casa pequeña donde acaba la ciudad, donde ya hace tiempo empezó a construir una habitación adicional, hasta que los cimientos gritaron demasiado alto. Una década después tan solo queda un agujero que atraviesa las estrías de tierra, junto a unas tuberías y un foso, a la espera de paredes. No lo llenará. Dejó de cavar cuando un líquido espeso, oscuro y manchadizo brotó desde abajo de su solar suburbano, aferrándose a su pala, mucilaginoso, invisible para todos menos para él. El cimiento le habló entonces.
En su sueño oye que los cimientos le hablan con voz múltiple, murmurantes. Y cuando lo ve al fin, el cimiento en la tierra compacta y caliente, se despierta con arcadas y necesita un tiempo antes de saber que está en la cama, en su casa, y que el cimiento sigue hablando.
—nos quedamos
—tenemos hambre
Cada mañana se despide dándole un beso a la foto de su familia. Se marcharon hace unos años, asustados de él. Recompone el rostro mientras el cimiento le revela secretos.
En un bloque de apartamentos del centro de la ciudad, los residentes quieren saber qué ocurre con la grieta que atraviesa dos de sus plantas. El hombre la mide y pega la oreja en la pared. Oye ecos de voces que llegan desde abajo, viajando, alzándose desde los huesos del edificio. Cuando no puede posponerlo más, desciende hasta el sótano.
Las paredes son grises y están manchadas de humedad, pintadas con un pequeño grafiti. El cimiento le está hablando con claridad. Le dice que está hambriento y hueco. Su voz es la voz de muchos, una voz reseca, hablando al unísono.
Ve el cimiento. Ve a través del suelo y de la tierra, donde se insertan las vigas, y más allá de ellas, hacia el cimiento.
Una pila de hombres muertos. Un apuntalamiento, una estructura de cuerpos enredados y sus partes apretadas, cuerpos amontonados que se convierten en arquitectura, con los huesos rotos para que encajen, atrapados, encajonados en poses retorcidas, con las pieles quemadas y los jirones de sus ropas prensados como si estuvieran pegados y recortados en un cristal, discurriendo por debajo de los muros del edificio, dos metros por debajo del suelo, un riachuelo perfecto a rebosar de humanos, vertido como cemento que apuntala los soportes y los muros.
El cimiento lo observa con todos sus ojos, y los hombres hablan a la vez.
—no podemos respirar
No hay pánico en sus voces, nada salvo la desesperanzada paciencia de los muertos.
—no podemos respirar y os apuntalamos y comemos solo arena
Les susurra para que nadie más pueda oírlo.
«Escuchadme», dice. Lo observan a través de la tierra. «Contadme», dice. «Habladme del muro. Está construido sobre vosotros. Os pesa. Contadme lo que sentís».
—es pesado, dicen, solo comemos arena, pero al final el hombre convence a los muertos para que salgan de su solipsismo durante unos pocos momentos y ellos levantan la mirada y cierran los ojos, todos a un tiempo, y emiten un zumbido, y le cuentan, es viejo, este muro fue construido sobre nosotros, y hay podredumbre a media altura en el lateral, y hay una grieta que se extenderá y los flancos se hundirán.
El cimiento le cuenta todo sobre el muro y, por un momento, los ojos del hombre se abren de par en par, pero entonces entiende que no, que no hay peligro. Sin tratar, el muro tan solo se combará y hará la casa más fea. Nada se vendrá abajo. Al oír eso se relaja y se pone de pie, y se aparta del cimiento que lo deja marchar. «No tenéis que preocuparos por eso», les dice a la comisión de residentes. «Quizá solo repararlo, aplanarlo un poco, nada más».
Y