Buscando a Jake y otros relatos. China Miéville
las escaleras ya no tienen arreglo, y la torre del reloj se ha construido con tornillos deficientes, y el techo de una vivienda necesita aislamiento contra la humedad. El muro enterrado de los muertos le cuenta todas esas cosas.
Cada casa está construida sobre ellos. Todo conforma un solo cimiento que sustenta la ciudad. Cada muro se apoya sobre los cadáveres que le susurran con la misma voz, las mismas caras, telas desgarradas y sangre reseca desde hace mucho tiempo, cuerpos destrozados cuyas partes han sido utilizadas para llenar los espacios entre los cuerpos, extremidades y cabezas colocados ordenadamente entre hombres hinchados por el gas que escupen polvo por sus cavidades, los muertos completos y los fragmentados, concatenados.
Cada casa en cada calle. Él escucha a los edificios, al cimiento que los une.
En su pesadilla camina pesadamente por un terreno que se traga sus pies. Hombres desaparecidos caminan con el paso arrastrado, dando vueltas en interminables y ansiosos círculos, y él pasa de largo. Un denso líquido viscoso le lame los pies justo desde debajo del polvo. Oye el cimiento. Se da la vuelta y ahí está. Es más alto. Ha traspasado el suelo. Un muro de ladrillos hechos de hombres muertos que le llega hasta a los muslos, con los bordes y la parte superior bastante lisos. Incrustado por miles de ojos y bocas que se mueven mientras se acerca, vertiendo legañas y piel y arena.
—no acabamos, tenemos hambre, calor, estamos solos.
Se está construyendo algo sobre el cimiento.
Han sido años de edificación ruin, las pequeñas estratagemas de los promotores, la avidez de la gente por mejorar sus casas. Él se empecina en que el cimiento se lo cuente. Cuando no hay problemas, informa de ello, o cuando es solo un asunto menor. Cuando los problemas son tan serios que la construcción será paralizada pronto, también lo dice.
Lleva casi una década escuchando edificios. Le ha llevado mucho tiempo encontrar lo que ha estado buscando.
El bloque tiene varias plantas, fue construido hace treinta años con cemento de mala calidad y acero barato por contratistas y políticos que se hicieron ricos gracias a las deficiencias. Los fósiles de esa corrupción se ven por todos lados. En su mayor parte, el desmoronamiento es gradual; puertas que se atascan, ascensores que fallan, subsidencia, a lo largo de los años. Escuchando al cimiento, el hombre sabe que aquí se trata de algo distinto.
Se asusta. Se queda sin aliento. Murmura al muro enterrado de los muertos, les ruega que se asienten...
El cimiento está sobre tierras pantanosas, los muertos pueden notar cómo rezuma el lodo. Las paredes del sótano están derrumbándose. Los soportes están veteados, infinitesimalmente, de agua. No tardará mucho. El edificio se caerá.
«¿Estás seguro?», susurra de nuevo, y el cimiento le observa con sus infinitos ojos hemorrágicos y espesos por el polvo y dice sí. Temblando, se levanta y se dirige al conserje, el administrador de viviendas.
«Esas cosas viejas», dice. «No son bonitas, y no las construyeron bien, y sí, vais a tener humedad, pero no hay motivos de alarma. Ningún problema. Los muros son sólidos».
Le da una palmada a la columna que tiene a su lado y siente que vibra hasta el agua que hay debajo de ella, a través del panal de su base erosionada, hacia el cimiento donde los hombres muertos murmuran.
En la pesadilla, se arrodilla delante de un muro de carne desgarrada. Ahora le llega hasta el pecho. El cimiento está creciendo. No es nada sin una pared, un templo.
Se despierta llorando y trastabilla hacia el sótano. El cimiento le susurra y ahora está por encima del nivel del suelo; se extiende hasta el interior de las paredes.
Al hombre le quedan semanas de espera por delante. El cimiento crece. Es lento, pero crece. Crece hacia arriba y se mete en las paredes, también abajo, expandiéndose hacia el interior de la tierra, expandiendo su base, apuntalándose más y más.
Tres meses después de que visitara el edificio de muchos pisos, lo ve en las noticias locales. Parece una persona que ha sufrido una apoplejía; tiene un lado flácido, trémulo. Su esquina sur se ha hundido y ha quedado aprisionada sobre sí misma, abriendo sus carnes y mostrando medias habitaciones desoladas que se tambalean al filo del aire. Sacan a hombres y mujeres en camillas.
Flotan figuras por la pantalla. Muchos muertos. Seis son niños. El hombre sube el volumen para sofocar los susurros del cimiento. Rompe a llorar y el llanto se convierte en sollozo. Se abraza, canturrea su tristeza; se sostiene la cara con las manos.
«Esto es lo que queríais», dice. «Hemos saldado las cuentas. Por favor, dejadme en paz. Ya está hecho».
Se tumba en el sótano y llora sobre la tierra, el cimiento está debajo de él alzando la mirada desde sus azarosas poses de gárgola. Le cae polvo de sus ojos muertos al parpadear y observa. Esa mirada le quema.
«Tenéis algo de comer», susurra. «Dios, por favor. Ya está hecho, está hecho. Dejadme en paz. Ya tenéis qué comer. He pagado. Os he dado algo»
En el sueño de niebla tóxica, sigue caminando y oye las llamadas de estática de camaradas solos y perdidos. El cimiento se extiende a través de dunas aplanadas. El cimiento susurra con su voz estrangulada como lo ha hecho desde aquel primer día.
Él ayudó a construir el cimiento. Hace mucho tiempo. Entre dos países extranjeros, donde reinaba el caos en las fronteras. Había hecho lo que debía hacerse. Primero de Infantería (mecanizada). En los últimos días de febrero, hace diez años. Sus oponentes llamados a filas, agazapados en las trincheras en el desierto, con su instrumental sobresaliendo por las alambradas, marchaban disparando.
Llegaron un hombre y su brigada. Apisonaron enérgicamente los componentes, mezclaron el cemento durante media hora de embestidas, los obuses y los cohetes mezclaron gravilla y lo que pudieran apilar en las zanjas de hombres sepultados, como si fueran mortero y masilla, apelmazándolo todo hasta convertirlo en una base roja y densa. Los tanques llegaron desplazándose como si fueran de juguete, los soportes de las armas rotando en silencio. Hicieron su trabajo por otros medios. Las palas montadas en su parte delantera trazaban líneas cavando en la tierra. Con rutinaria eficiencia, desviaban la arena caliente a las trincheras, echándola sobre el contenido, el mantillo y la sopa revuelta, y los hombres que corrían y trataban de disparar, o de rendirse, o gritar hasta que el polvo del desierto les entraba a borbotones, los revestía y hacía su trabajo, se encauzaba hacia ellos de modo que se sofocaban los sonidos y ellos se revolvían, después se ralentizaban y se paralizaban, los apiñaban a miles junto a sus amigos y los trozos de sus amigos, en sus agujeros y en miles de líneas excavadas.
Detrás de los tanques con sus accesorios de tractor, los M2 Bradley cubrían las líneas de arena recién apilada donde unas protrusiones mostraban la construcción sin terminar, con brazos y piernas de hombres abajo, algunos aún retorciéndose como insectos. Los Bradley disparaban con sus armas de calibre 7.62 mm, asegurándose de compactar bien todo el material de la parte superior, de meter cualquier cosa que pudiera salirse, de que quedase bien aplanado.
Y entonces él llegó por detrás, con las EBC. Excavadoras blindadas de combate, niveladoras sobre cuya piel picoteaban los últimos disparos de las armas ligeras. Había terminado el trabajo. Había alisado todo con la pala. Todo el detrito desorganizado del trabajo de construcción, los palos y los trozos de madera, los rifles obstruidos por la arena como palos, los brazos y las piernas, las cabezas acribilladas de arena que habían dado vueltas despacio con el movimiento de la arena y que ahora sobresalían. Había aplanado todas las protuberancias del suelo, aplisonándolos junto a la arena y aplanando más arena que los atravesaba y los dejaba en su sitio.
El veinticinco de febrero de 1991, había ayudado a construir el cimiento. Y al mirar hacia los acres extendidos y nivelados, el desierto impecable, limpio a esas horas, había oído aquellos espantosos sonidos. De forma súbita, con espanto, había visto a través de la arena y la tierra caliente, roja y compacta, en sus ordenadas trincheras que formaban ángulos como paredes, se intersecaban y se distribuían y se extendían durante kilómetros, como los planos no de una casa ni de un palacio, sino de una ciudad. Había visto a los hombres convertidos en argamasa, y cómo ellos lo miraban.