Las sombras cardinales de Porfirio. Hugo Barcia
o celos, la polaca sentía una profunda piedad por Antonia y hasta vio con buenos ojos que la mulata se ocupara de la crianza de sus hijos.
Lo que la polaca no podía saber (a tanto nunca llegan los saberes de los muertos) era que, junto con la educación que la mulata les iba a transmitir a los mellizos, iría como insospechado endoso un inveterado resentimiento y una dosis de envidia, sumado todo esto a una insana competencia que haría de los dos párvulos un par de demonios engreídos e insoportables.
Serán cuestiones del destino, pero lo cierto es que, si cuando la polaca engendró a los mellizos, y mientras estos crecían en su vientre, también se anidaban en la polaca esas fiebres que la llevarían a la tumba, eso quizás quiera decir que la gestación de los mellizos entró en diabólica sociedad con las envidias de Antonia, y se podrá cifrar en esa asociación la génesis de la enfermedad de Clara y el origen de su final prematuro.
Es decir, la pobre gente nace en un mal momento y un viento llegado del desierto se empecina en arremolinar una multitud de hojas muertas y amarillas en donde yacen escritas, flotando en los aires que sobrevuelan las ciudades y los caseríos, las historias de las almas que purgan un destino fiero.
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Si algo hay de lo que se pueda echar la culpa a la polaca y a Porfirio Gómez es de haberse olvidado del mundo, o lo que es lo mismo decir, de los hijos que juntos habían engendrado.
Si bien es verdad que los enamorados hacen de su historia una esfera en donde sólo caben esos dos enamorados, y en ese punto Porfirio Gómez y la polaca no fueron la excepción a la regla, también es cierto que el único monumento que levantaron, en honra y respeto a su amor, fue aquel que convirtió burdeles en talleres de costura y putas en obreras, pero no dedicaron ni cinco minutos para devanarse los sesos pensando en si aquellos niños saldrían ángeles o demonios. También se puede argumentar, a favor de la polaca que, en cuanto olía olor a azufre en la casa, salía a cazar mandingas suponiendo que esos diablitos la atacarían en la yugular de sus hijos; aunque en su contra se puede decir que los únicos ataques que pueden recibir unos críos no son los de carácter material, por lo que no solamente hay que prevenir a un niño de hachazos homicidas, golpes de puño, rayos del cielo, disparos asesinos, mordeduras de culebras o caídas en pozos ciegos, sino colaborar en la buena formación de sus sentimientos y en las sanas virtudes del estudio, la caridad, la solidaridad y el altruismo.
Pero, mientras hubiera silencio en la casa, Porfirio Gómez y la polaca se la pasaban sin ropas y besuqueándose, diciéndose poemas al oído y susurrándole cosas al corazón del otro, o bebiendo vinos de los buenos, vestidos con las mejores galas. Pero deberían haber sabido que no habrá mayor peligro que cuando un niño no hace ruido, señal inocultable de que es ocultable lo que ese niño está haciendo.
Así, las cosas marchaban como una nave al garete: con el presente asegurado por la fortuna parasitaria de Porfirio Gómez, reconvertida ahora en una fortuna noble y decente, y productora de trabajadores y no de desasosiegos. Pero lo que estaba en duda era el futuro mismo: aquellos dos niños abandonados en las manos de Antonia, que hacía lo que podía y sabía, y en esos niños mismos, engendrados al mismo tiempo que se engendró la enfermedad que mató a su madre, lo que quizás perturbó y envenenó sus sangres para siempre.
La pobre Antonia se las arreglaba como podía con sus escasos saberes y sus bien rellenos y erguidos pechos, que es a lo que más prestaban atención los mellizos quienes, cuando deberían haber prestado observancia a sus cuadernos de tareas, miraban en cambio fijamente para ver si se producía el milagro de que estallara y volara por los aires algún botón de los ajustados batones que se ponía la mulata y, por ese resquicio, aparecieran esos pechos que sólo podían intuir a la distancia y en medio de la oscuridad de la noche, cuando la espiaban a Antonia en los momentos en que salía desnuda al patio a regalarle a su patrón esas tetas bendecidas por la naturaleza y despreciadas por el desquiciado de Porfirio Gómez, según los entenderes de la misma Antonia.
Es decir, en aquella casa había varias potencias que desarrollaban energías que iban hacia ningún lado o que no encontraban el destino adecuado: en primer lugar, el mismísimo Porfirio Gómez, que si bien se había enamorado al fin de su mujer, lo había hecho cuando ésta ya lo había transformado en viudo; en segundo lugar, la polaca, que también había conseguido muy a las largas enamorar a su viudo, con la desgracia de que éste era lo que ya era: precisamente, un viudo. Es decir, el amor de Porfirio Gómez y la polaca mezclaba anormalmente dimensiones de existencia diferentes, desencadenando vaya a saberse qué electricidades y qué fuerzas de atracción y rechazo, y una urdimbre de los destinos donde todos esos elementos jugaban sus cartas de vida y de muerte. En tercer lugar, en la cadena de desencuentros, puede nombrarse a la mulata Antonia, que al tiempo de comenzar sus días en aquella casa se dio cuenta de quién debía ser el destinatario de su cuerpo y de sus amores, y pasó a transformarse en una fábrica de lava andante, en un volcán sin cráter, con el consiguiente peligro de explosiones internas y calores externos; y en cuarto lugar, los mellizos, que habiendo nacido de un vientre ya enfermizo, convivieron con la muerte aún antes de nacer, no conocieron con vida a su madre, y el padre que conocieron, según el decir de todo el mundo, hablaba con el más allá y hacía el amor con su finada esposa. Todo esto significaba que aquellos dos niños iban a estar perseguidos toda la vida por el olor a azufre de Mandinga, contra el cual, las prevenciones de la polaca sólo los cuidaban de los accidentes fatales, y las tetas de Antonia resultaban ser un escudo ineficiente para males de otra naturaleza que no fuera la terrenal.
Por ejemplo, cuando a los niños en el colegio les enseñaron a escribir y a leer y pronunciar la palabra “mamá”, mucho antes de la edad de las calenturas, la encargada de supervisar los deberes del Cayo y del Chato Gómez, como ya quedó dicho, era la mulata Antonia, produciéndose estos diálogos tristes y absurdos:
—¿Qué quiere decir “mamá”? —le preguntó a Antonia el Chato Gómez, el menor de los mellizos.
La mulata no sabía, en ese duro momento, dónde quedaba el cielo y dónde el infierno y, mientras trataba de ubicarlos, el Cayo Gómez le ganaba la parada y decía:
—Mamá es esa cosa que murió y a la que papá le habla igual, como si no se hubiera muerto.
La mulata se ponía pálida con esa respuesta extraída del Averno y golpeaba a la mesa como teniendo razón sin saber muy bien qué era lo que ella misma decía cuando hablaba:
—¡Callate, Cayo! —por empezar, ya sonaba cacofónico lo que decía la mulata, y le daba oportunidad al Cayo para retrucarle:
—¡Vos sos la que decís que mi papá habla con mi mamá muerta!
Antonia tenía que responder, aún sin estar preparada:
—Bueno, sí, yo digo, pero no digo lo que vos decís que digo, sino que digo que tu madre, la de ustedes dos, se murió, es cierto, y que tu padre le habla, también es cierto, y que no debe hablarse con los muertos sino con los vivos, también es cierto, pero que tu padre hace lo que se le da la gana, es mucho más que cierto, que para eso es un hombre grande y aquí es el que manda y si él quiere hablar con los muertos, pues que hable, aunque los curas de la iglesia digan que eso no es lo correcto porque no les hace bien a las almas, y aunque tampoco eso le haga bien a la salud, como dicen los doctores.
Cuando terminó de hablar, Antonia hizo gestos de aprobación y asentimiento de lo que ella misma había dicho, como si se cayera de maduro, como manzana colorada del árbol, como que todo lo que había dicho ella era la verdad del mundo y dando por descontado que nadie se la podía discutir.
Sin embargo, los mellizos la miraban fijamente y en silencio, y quedaba a las claras que no habían entendido nada.
—Entonces, ¿qué quiere decir “mamá”? —insistía el Chato Gómez.
La mulata hurgaba con los ojos por los rincones de la sala, buscando inútilmente, y durante un buen rato, una respuesta que no hallaba.
—¿Y, Antonia? —reclamó el Chato Gómez.
A la mulata no le quedó más remedio que hablar, pero cuando habló, lo hizo sin ninguna verdad hallada y como si sus pulmones se fueran desinflando