Las sombras cardinales de Porfirio. Hugo Barcia
sólo me escuchás vos?
Porfirio Gómez, el destinatario de la pregunta, pensó que las mujeres tenían el extraño don de formular preguntas raras, esa exacta manía, esa precisión, ese alarde de perfección para hacerles a los hombres preguntas que los hombres no pueden contestar.
Como despertado repentinamente de un hechizo, Porfirio Gómez se reacomodó materialmente después de la batalla amorosa y contestó:
—No tengo la más puta idea.
A la polaca, el vocablo “puta” le cayó como una mala comida al estómago y, en un acto reflejo, retrajo su cuerpo, desnudo y distendido en la cama matrimonial, y lo convirtió instantáneamente en un nudo amoroso, retractando sus piernas y rodillas sobre su pecho, y abrazando ese sutil enjambre de nervios, músculos y huesos suavemente femeninos, al tiempo que su boca se retraía en un mohín pícaro y mimoso.
Nada más que esto le hizo falta a Porfirio Gómez para darse cuenta de que no había enarbolado, precisamente, usos y costumbres que enaltecieran a una mujer, y mucho menos a la suya, que estuvo a un paso de caer en el abismo de convertirse en una prostituta.
Porfirio Gómez no sabía manejar su cuerpo como la polaca manejaba el propio, por lo tanto, elaboró, a las perdidas, una serie de movimientos grotescos y una catarata de gestos inadecuados, pretendiendo parecer simpático y tierno, y resultando ser una masa de músculos sin gracia alguna. Como no sabía qué decir, Porfirio Gómez eligió no decir nada, por lo tanto, la que habló fue la polaca:
—¿A vos te parece que esa es forma de hablarle a una mujer, Porfirio?
Porfirio Gómez hizo un gesto inocente con las manos, mientras no podía detener la inundación sanguínea en su rostro, y como el gesto aquel no decía nada de nada, lo único coherente que se animó a decir fue:
—No.
La polaca insistió con su curiosidad, pretendiendo profundizar y extender el área de sus conocimientos en el terreno todavía casi inexplorado para ella de la relación entre los vivos y los muertos:
—Yo no sé si Antonia me escucha, Porfirio —le dijo a su viudo—. Es más, estoy tentada a pensar que no me ve ni me escucha, igual que los mellizos
—¿Y eso en qué cambia las cosas? —preguntó Porfirio Gómez.
—En mucho y en nada —contestó la polaca— en nada en cuanto se refiere a nuestro amor y en mucho en cuanto se refiere a nuestro amor.
Porfirio Gómez sintió, en esa centésima de segundo, que no era lo mismo estar enamorado de la polaca que no estarlo.
—Te voy a confesar una cosa, Porfirio —siguió analizando la polaca— hubo un día en el que me paré frente a frente con Antonia y le hablé, y le dije que cuidara bien a los mellizos porque vos y yo estábamos en una dulce locura de amor y Satanás rondaba la casa permanentemente, que, si sentía olor a azufre, que pegara el grito, nomás, que yo saltaría para hacerlo escapar con luminosidades.
Porfirio Gómez, que estaba bien vivo y no entendía nada de estas cosas de los muertos ni de los demonios, miraba el movimiento de los labios de la polaca, pero no avanzaba mucho más allá en el entendimiento.
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