Las sombras cardinales de Porfirio. Hugo Barcia
de amante de fuego.
Si alguien hubiera curioseado en aquella habitación, hubiera visto, suspendidas en el aire, las yemas de los dedos de Porfirio Gómez que de a ratos se detenían y de a ratos recorrían el contorno desnudo de la polaca que sólo él veía. Ella, en cambio, perdía sus propios dedos en esa tupida y lacia cabellera negra de aquel hombre al que, en las últimas horas, parecían habérsele extraviado no menos de veinte años: Porfirio Gómez era de fuerte contextura, un hombre alto y musculoso, de piel gruesa y mate donde las arrugas no tenían lugar. Sólo se lo veía mayor en la mirada hueca de sus ojos, en esa alegría inexistente y en sus silencios eternos. Pero todas esas desgracias se le habían evaporado como por arte de magia en aquella noche de los sentidos hechos metralla. Cualquier desorientado hubiese podido adjudicarle a Porfirio Gómez no mucho más de treinta años: tan cerca estaba aquel criollo de su mujer muerta, que hasta se había achicado la brecha de años que los separaba, como si las dos orillas de un río absurdo se hubieran juntado en un abrazo eterno, evaporando las aguas hasta el cielo a fuerza de ardores de amor.
La polaca y Porfirio estaban recuperando el tiempo perdido, cuando los nudillos imprudentes de una entrometida Antonia golpearon a la puerta de la habitación, ansiosa por saber de qué se trataban esos ruidos con innegables ecos de pasión que la habían perturbado durante la noche entera:
—¿Está bien, patrón? —preguntó la mulata.
—¡Mejor que nunca, no moleste! —bramó Porfirio Gómez.
El ánima de la polaca frunció el ceño y comenzó la tarea de domar a aquel criollo todavía áspero:
—No trates mal a la gente —le susurró— y mucho menos cuando estás tan contento.
Porfirio Gómez quedó suspendido en el aire por unos segundos y, también inauguralmente, comprendió que los otros podían tener razón y él estar equivocado.
—¡Sabés que tenés razón, che! —le confesó a la polaca y se levantó como un rayo llamando a Antonia con toda la intención de pedirle disculpas.
La polaca se interpuso rápidamente entre su viudo y la puerta, no porque estuviera en contra de que éste le pidiera disculpas a la mulata Antonia y fundara, con ese gesto, una etapa en su vida en la que el buen trato hacia los demás iba a ser moneda corriente. La polaca lo detuvo, simplemente, porque Porfirio Gómez estaba tan desnudo como los animales de Dios, y esas desnudeces la polaca las quería para ella sola, que bien sabía sacarle los jugos y arrancarle gemidos.
Los dos rieron como niños y volvieron a la cama en donde reiniciaron la alegría de volver a hurgarse.
Pero había algo que a Porfirio Gómez lo perturbaba y le generaba un cierto desasosiego: sabía que su vida había cambiado radicalmente en las últimas horas. Él y cualquiera se hubiesen podido dar cuenta. Como siempre pasa, bien podían argumentarse dos bibliotecas enteras y diferentes con aquel cambio de Porfirio Gómez: los sabios y los doctores, y aun la gente del común, encabezados por la mulata Antonia, ya irían a argumentar que Porfirio Gómez había enloquecido de la mano del recuerdo de su mujer, hundida en la muerte y en su tumba, y que a aquel hombre se lo escuchaba y se lo veía hablar solo, o con el fantasma de la muerta, y hasta llegaba a olvidarse, por momentos, de la existencia de los mellizos que ella le había parido. Esa masa de gente poseedora del tan mentado sentido común, llegaría hasta el colmo de decir que aquel hombre parecía enamorado y que, seguro, que andaría con alguna amante clandestina, aunque nunca con ninguna se lo viera, como decía con amargura cierta la mulata Antonia. Y en ese punto tenían razón, aunque se equivocaban cuando afirmaban que ese hombre “parecía” enamorado. Porfirio Gómez estaba enamorado y bien enamorado que estaba. ¿Y cuál era la ley que mandaba que un hombre sólo podía enamorarse de una mujer viva? ¿Podía restársele a Porfirio Gómez el sano juicio en su haber por haberse enamorado de su mujer una vez que ésta pasó la frontera de la cual no se puede volver? Ningún código del mundo castiga esa posibilidad y si la ley no castiga, bien se sabe que el acto no sólo es legal, sino que es legítimo de la más sana de las legitimidades.
Pero no eran estas disquisiciones las que desasosegaban a Porfirio Gómez: esa certeza que había aprendido hacía unos breves instantes acerca de que el otro bien podía tener razón en lugar de él mismo, y que ese otro era merecedor de su buen trato y de cuanto honor al que una persona de bien puede aspirar en esta Tierra, eso, precisamente eso, era lo que tenía a maltraer al dueño de los burdeles: Porfirio Gómez se decía en silencio que él había maltratado y aún dejado de tratar a la polaca cuando ésta respiraba y andaba pisando el suelo como el resto de los mortales, y que sólo se atrevió a amarla por primera vez aquella madrugada después de haberla negado tres veces antes de que cantara el gallo. Eso le mortificó el corazón a Porfirio Gómez y, cuando tomó conciencia de la brutalidad de sus actos, tomó el rostro del ánima de su mujer y lo besó con pasión piadosa y la recorrió con besos hasta los pies, húmedos que estaban sus ojos por tanto recuerdo ingrato.
—¿Pero qué te pasa, Porfirio? —le preguntó la polaca.
—¡Cuánto mal que te hice, cuánto mal que le hice a todo el mundo! —se quejó el dueño de los burdeles.
El ánima de la polaca le apaciguó la cabeza atormentada con caricias de madre.
—No te sientas mal, Porfirio. Lo hecho, hecho está, ahora hay que mirar hacia el futuro.
—¿Mirar hacia el futuro? —se asombraba tristemente Porfirio Gómez— ¿Vos decís eso, justamente vos que estás muerta?
—Puede ser que esté muerta, pero al menos estoy a tu lado —contestó la polaca con resignación cristiana.
El dueño de los burdeles sacudió la cabeza como para espantarse las ruinas del pasado y le dijo a la polaca:
—Vos me cambiaste la vida y la vida va a cambiar.
Se levantó de la cama y se vistió con una decisión que la polaca no entendió pero que no le hizo perder la calma: confiaba en su viudo.
Porfirio Gómez salió de la habitación prometiendo que pronto iba a regresar y que las cosas ya no serían como antes eran, sino que las vidas de muchos iban a encontrar un rumbo digno.
La polaca escuchó los pasos fuertes de su viudo alejarse por los pasillos de la casona y hasta pudo oír claramente cómo Porfirio Gómez saludaba con estentórea voz y cristalina alegría a Antonia, mientras le decía:
—Ponga unos valses en la vitrola: ¡a esta casa le hace falta música, carajo!
Lo último que escucharon la muerta y la descreída Antonia fue un portazo alegre y los ecos de las poderosas y campanarias carcajadas de Porfirio Gómez, el dueño de los burdeles.
• • •
Porfirio Gómez vio en el cielo diáfano de Palermo un día extraordinariamente bello que, cuando descendía a la altura de los árboles o del empedrado, abandonaba el celeste intenso y se transformaba en una sinfonía en verde y amarillo: las copas de las tipuana tipu, superpobladas por los aleteos y el bochinche de los gorriones, contrastaban su esperanza con la libertad del cielo, en tanto que miles de florcitas amarilleaban los adoquines y dibujaban un sendero que parecía llevar los pasos de cualquier mortal hacia la gloria eterna.
Porfirio Gómez llenó sus pulmones con el aire de ese día y marchó alegre a mejorar los destinos de unas cuantas personas a bordo de su Ford.
Encaró hacia la frontera norte de Palermo, allá donde el barrio languidecía antes de que muriesen definitivamente los escasos caseríos de las orillas del Maldonado.
El prostíbulo se veía raro bajo los rayos del sol del mediodía: quedaba desubicado sobre la faz de la Tierra, se volvía extemporáneo, extranjero en un país desconocido. Enemigo de la luz y amigo de la noche, su farol colorado colgado en la entrada era, con la claridad del día, una falta de respeto en medio del comienzo de la llanura argentina.
Porfirio Gómez estacionó su Ford y se paró frente a la vieja y enorme estructura del burdel. Lo miró con ojos melancólicos, como nunca antes lo había mirado, y sintió vergüenza y desdicha: