Dime una adivinanza. Tillie Olsen
libros que narraran esa repentina inmersión en el amor más profundo que yo había conocido nunca, pero también el miedo enorme y visceral o la culpa paralizante, capaces de ocultar ese amor con rachas de niebla y confusión, con accesos de ira y llanto que ni reconocía ni lograba entender. Tillie Olsen me proporcionó un lenguaje para nombrar todo aquello de un modo más preciso.
Alrededor del año 1975, poco después de haber publicado mi primer libro, El nudo materno,5 un ensayo autobiográfico sobre la experiencia transformadora que supone dar a luz y aprender a ser madre, recibí un regalo de Tillie: un ejemplar de su novela Yonnondio, From the Thirties. Para entonces yo ya había leído toda su obra de ficción, no solo con la estupefacta admiración de una joven e incipiente escritora, sino también con una oleada de alivio —como esas enormes olas del océano en pleamar que, pese a su altura, pueden ser suaves si se reciben a una prudente distancia, de modo que el cuerpo navega con ellas, seguro y fascinado, para verlas romper en la orilla—. Leer «Aquí estoy, planchando», «Dime una adivinanza» y Yonnondio me permitió presenciar ese choque, leer sobre los sentimientos tan complejos y poderosos que conforman la maternidad desde una distancia suficiente para no hacerme daño y, aun así, deslumbrada por el poder de la ola. La poesía y el coraje de Tillie Olsen me brindaron la posibilidad de participar en el cambio radical de una vida dedicada a la escritura y la enseñanza: la voz materna, por fin, no quedaba relegada a lo trivial, lo sentimental y lo falso, ni restringida a los consejos y manuales de pediatría escritos, casi siempre, por hombres. Con grandes dosis de convicción y honestidad, Olsen estampó esa voz, tanto tiempo enterrada, en la literatura.
En mi ejemplar de Yonnondio, hoy amarillento y deteriorado por el uso, había algo que, según averiguaría más tarde, formaba parte del núcleo esencial de la autora. En la parte central de la novela había insertado una nota. Con esa letra suya tan pequeña, que ahora apenas puedo leer, pegada en la página con una bonita estrella roja (¡antes de que se inventaran los pósits!), había tachado un párrafo y, en el margen, había escrito una nota para mí a modo de corrección. «Omitir», rezaba esta, al lado de unos signos de interrogación escritos en tinta negra. No voy a citar el párrafo aquí, puesto que ella mostró su desagrado al respecto, pero sí diré que precedía al momento en que la hija, Mazie, y su madre, están a solas, y la expresión de la madre, al mirar a lo lejos, sobrevuela su rostro como un viento que cambia de dirección. Entonces, acaricia a su hija de un modo insólito y «Mazie sintió una extraña dicha en el cuerpo de su madre, dicha que nada tenía que ver con ellas, con ella; dicha y distancia, individualidad». Más tarde, «la mirada de la madre vuelve a su rostro, su gesto alerta, afinado en los confines de su cuerpo. (…) Nunca sino entonces vio Mazie aquella mirada —aquella otra mirada— en el rostro de su madre».6
Cada vez que Tillie Olsen revisaba sus propias palabras, reconsideraba su visión en respuesta a los volubles acontecimientos de la historia. Su «individualidad» se propagaba hacia fuera, hacia la amistad, el compromiso político y un sentido sagrado del lenguaje.
Tillie Olsen nació como Tillie Lerner «en una granja arrendada de Nebraska, la segunda de seis hijos de una familia de inmigrantes judíos rusos que habían abandonado su tierra tras la fallida Revolución de 1905. Se crio en Omaha, donde su padre trabajaba como pintor y empapelador y hacía las veces de secretario del Partido Comunista de Nebraska. (…) En 1929 empezó a encadenar una larga serie de trabajos mal remunerados que se prolongarían durante treinta años (camarera de piso, empacadora, empleada en una lavandería, operaria, camarera o secretaria)».7 Son palabras de su hija Laurie Olsen, muy significativas por el hecho de que uno de los valores más característicos de Tillie Olsen fue la transmisión de nuestras creencias a las generaciones siguientes (primero, a sus hijas; después, a otros escritores en cuya obra advirtiera señales de una voz necesaria y, en ciertos casos, expuesta a quedar silenciada por las restricciones económicas y políticas). Habló en contra del apartheid, el racismo y la guerra; en favor de los trabajadores, los derechos de las mujeres y la protección de la tierra. Al igual que los más entregados activistas, podía llegar a defender ferozmente sus convicciones y demostrar su furia ante las injusticias. Todo ello me resultaba muy familiar. Yo me crie en una familia de judíos americanos comunistas, y esa era una pieza más en nuestra historia; pieza que, en mi opinión, contribuía a cohesionarnos: conocíamos los errores cometidos por la vieja izquierda —cierto era lo mucho que se equivocaban en algunos aspectos, pero también su proverbial rectitud, así como la belleza de los valores esenciales que muchos de nosotros aún compartimos—. Aunque transformados y depurados por una visión más contemporánea y un nuevo entendimiento, la radiante esencia de esos valores sigue brillando en el núcleo de todo lo que escribió Tillie Olsen.
Su ensayo Silences, que aborda los orígenes del silencio literario a lo largo de siglos de escritura, constituye una poderosa y nutriente obra para todos los escritores que conozco8. En él, Olsen escribe sobre las dificultades que supone conseguir una voz plena; dificultades que, a veces, devienen serias limitaciones para encontrar, simplemente, un modo de expresión. Melville nos dice al respecto: «Esa atmósfera silenciosa de paz y tranquilidad en la que crece la hierba bajo la cual todo escritor debiera crear (…) rara vez, me temo, la consigo. El dinero es mi maldición [y] lo que me impulsa a escribir, está vetado: no da dinero».9
Al igual que Virginia Woolf imaginó a Judith Shakespeare (la cual, por su condición de mujer, nunca habría podido materializar su genio suponiendo que lo poseyera, como sí hizo su hermano real), Olsen escribió sobre las mayores pérdidas del ser humano, sobre las vidas que nunca llegaron a escribirse «y, entre ellas, las de las mudas e ignominiosas criaturas miltonianas, aquellos que deben luchar por su existencia cada hora que permanecen despiertos: los de escasa formación, los analfabetos, las mujeres».
Sin llegar a ser consciente de los privilegios económicos y de género que le permitieron llevar a cabo su propio proceso creativo, Joseph Conrad lo describió con estas palabras: «Supongo que dormí, que tomé los alimentos que otras manos depositaron ante mí (…). Sin embargo, nunca tuve plena conciencia del pulso fluido de la vida cotidiana, que hizo para mí más llevadero y menos ruidoso un afecto silencioso, vigilante, incansable».10
Olsen nos recuerda que, a lo largo de los siglos, la mayoría de las mujeres escritoras que crearon obras bellas e importantes no estaban casadas, nunca tuvieron hijos y escribieron bajo seudónimos masculinos hasta que, en mi generación, empezó un suave goteo que ahora ya empieza a llenar la entera superficie de la tierra con historias de mujeres, algunas de las cuales —más que antes, pero no las suficientes— llegan a publicarse.
En el relato «Aquí estoy, planchando», una madre sobrecargada de trabajo y con un doloroso sentimiento de culpa hacia su hija mayor, que tiene problemas en la escuela y de cuya ayuda depende para cuidar a los demás hijos, suscribe las famosas líneas que muchas de nosotras nos sabemos de memoria: «Aunque todo lo que hay en ella no vaya a florecer, ¿en cuántos llega a hacerlo? Ya le da para vivir. Solo queda ayudarla a comprender, darle una razón por la que entienda que es algo más que un vestido sobre una tabla, desamparado, antes de que lo planchen».
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Es como si estuviera viéndola ahora mismo, las dos caminando hacia el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York. Ella iba señalando los cuadros llenos de formas y colores, los retratos que la interpelaban, y siempre, sin importar lo que yo estuviera escribiendo en ese momento, me preguntaba por mis hijos. Quería saber cómo estaban, cuántos años tenían ya. Solía comentar aspectos sobre la forma en que retrataba a las madres y los hijos en mi obra, las complicadas capas de la maternidad, la «amplitud», como decía ella. Fue su propia amplitud la que permitió a muchas escritoras de mi generación empezar a cerrar la grieta existente entre nuestra identidad de escritoras y artistas y nuestra condición de madres. Al imaginarnos cómo podía cerrar esa grieta, vislumbramos la naturaleza de la enfermedad que nos había quebrado hasta entonces, y que convertía el hecho de ser madres y artistas en un cúmulo de inherentes contradicciones. Ella nunca banalizó ese esfuerzo, puesto que conocía las batallas que acompañan un deseo de ese calibre, y escribió la historia para nosotras, enseñándonos a través de su propia y singular honestidad que no estábamos solas. Sin embargo, durante una de nuestras conversaciones sobre la maternidad, me dijo: «Nadie en nuestra sociedad soporta una carga