Dime una adivinanza. Tillie Olsen

Dime una adivinanza - Tillie Olsen


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libros que narraran esa repentina inmersión en el amor más profundo que yo había conocido nunca, pero también el miedo enorme y visceral o la culpa paralizante, capaces de ocultar ese amor con rachas de niebla y confusión, con accesos de ira y llanto que ni reconocía ni lograba entender. Tillie Olsen me proporcionó un lenguaje para nombrar todo aquello de un modo más preciso.

      Cada vez que Tillie Olsen revisaba sus propias palabras, reconsideraba su visión en respuesta a los volubles acontecimientos de la historia. Su «individualidad» se propagaba hacia fuera, hacia la amistad, el compromiso político y un sentido sagrado del lenguaje.

      Al igual que Virginia Woolf imaginó a Judith Shakespeare (la cual, por su condición de mujer, nunca habría podido materializar su genio suponiendo que lo poseyera, como sí hizo su hermano real), Olsen escribió sobre las mayores pérdidas del ser humano, sobre las vidas que nunca llegaron a escribirse «y, entre ellas, las de las mudas e ignominiosas criaturas miltonianas, aquellos que deben luchar por su existencia cada hora que permanecen despiertos: los de escasa formación, los analfabetos, las mujeres».

      Olsen nos recuerda que, a lo largo de los siglos, la mayoría de las mujeres escritoras que crearon obras bellas e importantes no estaban casadas, nunca tuvieron hijos y escribieron bajo seudónimos masculinos hasta que, en mi generación, empezó un suave goteo que ahora ya empieza a llenar la entera superficie de la tierra con historias de mujeres, algunas de las cuales —más que antes, pero no las suficientes— llegan a publicarse.

      En el relato «Aquí estoy, planchando», una madre sobrecargada de trabajo y con un doloroso sentimiento de culpa hacia su hija mayor, que tiene problemas en la escuela y de cuya ayuda depende para cuidar a los demás hijos, suscribe las famosas líneas que muchas de nosotras nos sabemos de memoria: «Aunque todo lo que hay en ella no vaya a florecer, ¿en cuántos llega a hacerlo? Ya le da para vivir. Solo queda ayudarla a comprender, darle una razón por la que entienda que es algo más que un vestido sobre una tabla, desamparado, antes de que lo planchen».

      *

      Es como si estuviera viéndola ahora mismo, las dos caminando hacia el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York. Ella iba señalando los cuadros llenos de formas y colores, los retratos que la interpelaban, y siempre, sin importar lo que yo estuviera escribiendo en ese momento, me preguntaba por mis hijos. Quería saber cómo estaban, cuántos años tenían ya. Solía comentar aspectos sobre la forma en que retrataba a las madres y los hijos en mi obra, las complicadas capas de la maternidad, la «amplitud», como decía ella. Fue su propia amplitud la que permitió a muchas escritoras de mi generación empezar a cerrar la grieta existente entre nuestra identidad de escritoras y artistas y nuestra condición de madres. Al imaginarnos cómo podía cerrar esa grieta, vislumbramos la naturaleza de la enfermedad que nos había quebrado hasta entonces, y que convertía el hecho de ser madres y artistas en un cúmulo de inherentes contradicciones. Ella nunca banalizó ese esfuerzo, puesto que conocía las batallas que acompañan un deseo de ese calibre, y escribió la historia para nosotras, enseñándonos a través de su propia y singular honestidad que no estábamos solas. Sin embargo, durante una de nuestras conversaciones sobre la maternidad, me dijo: «Nadie en nuestra sociedad soporta una carga


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