Dime una adivinanza. Tillie Olsen
payasadas, el hechizo; y luego los rugidos, los pataleos del público que se negaba a dejar escapar a la causante de esas insólitas y preciadas risas.
Y después:
—Con un talento como ese, debería hacer algo con ella —Pero, sin dinero ni conocimiento, ¿qué se puede hacer? La cargamos a ella con toda la responsabilidad, y el talento se le ha atascado y coagulado tantas veces como ha crecido y fluido en otras.
Ya viene. Sube las escaleras de dos en dos, con su paso ligero y elegante, y sé que esta noche está contenta. Hoy no ha ocurrido nada de lo que motivó su llamada.
—¿Es que nunca vas a terminar de planchar? Whistler pintó a su madre sentada en una silla. Yo voy a tener que pintar a la mía de pie ante una tabla de planchar. —Esta es una de sus noches locuaces y me habla de esto y lo otro mientras se prepara el plato de la cena junto a la nevera.
Es encantadora. ¿Por qué quería usted que viniera a verla? ¿Por qué estaba tan preocupada? Seguro que ella sabrá encontrar su camino.
Emily empieza a subir las escaleras para irse a la cama.
—Mañana no me levantes con los demás.
—Creía que tenías exámenes.
—Bah, los exámenes. —Se da la vuelta, se acerca a darme un beso y añade en tono ligero—: Dentro de un par de años, cuando estemos todos muertos por la bomba atómica, no importarán lo más mínimo.
Eso ya lo ha dicho otras veces. Lo cree de verdad. Y yo, como he estado fondeando en el pasado, y como todo lo que forma parte del ser humano me resulta tan valioso, esta noche no puedo soportarlo.
Nunca llegaré a una conclusión. Nunca llegaré a decir: «Era una niña que apenas sonreía. Su padre me abandonó antes de que cumpliera un año. Tuve que trabajar durante sus primeros seis años, cuando había trabajo, o llevarla a casa de la familia de su padre. Odiaba ir a la guardería. Era morena y flaca y con pinta de extranjera en un mundo en que toda la admiración era para las niñas rubias con rizos y hoyuelos; era lenta cuando se premiaba la rapidez. Era hija de un amor ansioso, no orgulloso. Éramos pobres y no podíamos ofrecerle una tierra fértil donde crecer tranquila. Yo era una madre joven, una madre descentrada. Había otros hijos creciendo, con sus demandas. Su hermana pequeña parecía todo lo que ella no era. Hubo un tiempo en que no me dejó tocarla. Se guardaba demasiadas cosas, la vida que llevaba le hacía guardarse demasiadas cosas. La sabiduría me llegó demasiado tarde. Pese a lo mucho que tiene dentro, no conseguirá sacar más que una pequeña parte. Es hija de su época, de la depresión, la guerra y el miedo».
Déjela. Aunque todo lo que hay en ella no vaya a florecer, ¿en cuántos llega a hacerlo? Ya le da para vivir. Solo queda ayudarla a comprender, darle una razón por la que entienda que es algo más que un vestido sobre una tabla, desamparado, antes de que lo planchen.
¿Qué barco, marinero?
I
Bajo la luz mugrienta, se concentra el olor del tabaco fumado mucho tiempo atrás y del alcohol bebido mucho tiempo atrás; voces que fanfarronean, maldicen, persuaden y se arrastran; nota el tacto pegajoso de la barra cada vez que busca el vaso a tientas.
¿Qué barco, marinero?
Su rostro resplandece en el espejo empañado por el humo: la corrosión surcando por sus venas.
—¿Por qué está esto tan tranquilo? Venga, pon algo en la gramola. —Lennie y Helen y las niñas—. Aunque a ver qué hora es. Tengo que… Tengo que hacer algo. ¿Me toca guardia? No, anoche no aparecí, esta noche tampoco, ya no vuelvo a embarcar. —Y añade en voz bien alta—: ¡A la mierda el barco! ¿Acaso tiene amigos el barco? Pues que se vayan todos a la mierda. ¿A que sí, Deeck? —Se vuelve para buscar la aprobación de Deeck, pero Deeck ya se ha ido—: ¿Dónde está Deeck? Le di cinco pavos y se ha esfumado.
—Muy bien —contesta un desconocido—, vas ciego. ¿Me das un pavo?
Le da menos de un pavo por un poco de compañía. Pero también se larga.
Y rebusca en los bolsillos para ver cuánto le queda.
En el bolsillo derecho de la camisa, un billete arrugado de cinco. En el bolsillo izquierdo del pantalón, tres, no, cuatro billetes de uno doblados hasta el infinito. En el bolsillo izquierdo de la chaqueta, el resguardo de una casa de empeños, tabaco filipino, una tarjeta: «En Managua, busca a Marie para un poco de hospitalidad», el carné sindical, documentos de identidad, el permiso de embarque, dos de uno y uno de cinco plegados juntos en acordeón. En el bolsillo derecho del pantalón, calderilla. Diecisiete pavos. Las manos le tiemblan.
¿Dónde se lo ha fundido todo? Recuerda a trompicones lo que ha pasado. Ayer soltó ciento cincuenta. No, anteayer, o quizá incluso antes. Siete en una botella nada más cobrar el cheque, veinte que le dio a Blackie, treinta y tres que le devolvió a Goldballs, el taxi a San Francisco, treinta y ocho o treinta y nueve en la chaqueta y los zapatos (chaqueta nueva y zapatos nuevos, bien guapo para ver a Lennie y Helen y las niñas), veinticuatro pavos en las cuotas y diez en la multa. Ay, esa multa…
—¡Eh! —Llama al camarero—. Ponme uno.
Y remueve la bebida, rápido. Veinte, siete, treinta y tres, treinta y nueve. La multa de diez dólares y los cinco que le dio al franchute en el pasillo, y luego estuvo bebiendo toda la noche con Johnson, y no sabe a cuánto le salió, y cuando fue a ver al administrador…
El administrador. En voz alta había gritado, con un amago de cólera y un ligero acento escandinavo, sin dirigirse a nadie en concreto:
—Pero bueno, ¿qué es esto? Si no puedes firmarrr, no hay cheque. Tan borrracho que no puedes ponerrr tu nombre —dijo—, pues no hay cheque.
Solo diecisiete pavos.
—¡Eh! —Llama al camarero—. ¿Qué tal si me fías cincuenta? —Se inclina sobre la barra, en plan confidencial, para ver las relucientes botellas del fondo—. ¿Ves? —Rebusca el resguardo en los bolsillos—. Soldado Michael Jackson, ese soy yo, quinientos veintisiete con once céntimos. ¿No me conoces? Si me paso aquí día y noche. Bell me conoce. Llama a Bell. Llevo aquí bebiendo veintitrés años, cada vez que llego a San Francisco. Pregúntale a Bell.
Pero Bell vendió el bar. Qué fallo no haberse acordado. Cogió sus ahorros y se largó a Petaluma a criar gallinas.
—Bueno, pues vete a la mierda. ¿Y tienes amigos? Pues a la mierda tus amigos. Me voy al Pearl. —¿Y no vas a ver a Lennie y Helen y las niñas?—. A ver qué hay de nuevo, o de viejo, por allí. Para ellos sí que tengo pasta. —Pero la idea es visual, no física. Coge una botella primero. Y aguarda esa agradable sensación de bienestar, que debería estar ahí, pero en su lugar no hay más que un acechante mareo.
The Bulkhead. El cartel verde bilis reluce bajo la lluvia. Llueve y la calle está congestionada por los coches que vuelven a casa del trabajo. Que se jodan. Empieza a cruzar. Chirridos por todas partes. Frenazos en toda la manzana. El señor Norbert Jacklebaum los obliga a parar a todos, sin regocijo. Y sigue hacia el Pearl. Pero alguien lo llama:
—¡Whitey, Whitey! Ven aquí, zopenco. —Es Lennie, alguien parecido a Lennie pero desgastado, tan cambiado que entra en el coche, pero sin hacer preguntas ni responderlas—: ¿Estás en el barco o en la playa? ¿Cuánto ha durado el viaje? ¿Qué pasa, hombre, estás enfermo o simplemente borracho? ¿Solo llevas en tierra tres o cuatro días y ya estás así? No, no nos paramos a comprar ni regalos ni una botella.
Se limita a sentarse mientras el mareo se agazapa por detrás, aguardando el momento de salir a flote, y le arma un lío en la cabeza: Voy a ver a Lennie y Helen y las niñas, sin regalos para nadie, y ni siquiera me siento bien.
¿Qué barco, marinero?
II
Así es como, a pesar de todo, va a visitarlos, cuatro días y otras más cosas demasiado tarde. Es una casa en lo alto de una colina