Dime una adivinanza. Tillie Olsen
gustaría que encontrara un rato para venir a verme y hablar de su hija. Estoy segura de que podrá ayudarme a entenderla. Es una chica que necesita ayuda y yo estoy muy interesada en ayudarla».
«Que necesita ayuda…». ¿De qué serviría que yo fuera a verla? ¿Acaso cree que, porque soy su madre, tengo la clave, o que usted podría usarme como clave de algún modo? Mi hija ha vivido diecinueve años. Gran parte de esa vida ha transcurrido fuera de mí, por encima de mí.
Además, ¿cuándo queda tiempo para recordar, cribar, sopesar, estimar o hacer balance? En cuanto empiece, alguien me interrumpirá y tendré que volver a recogerlo todo una y otra vez. O si no, quedaré sepultada por todo lo que hice o no hice, lo que debería haber sido y lo que no pudo evitarse.
De bebé era muy guapa. La primera y única de los cinco que salió guapa al nacer. No se imagina lo incómoda que se encontraba en esa belleza. Usted no la conoció durante todos esos años en que ella pensaba que era feúcha, ni la vio escrutando las fotos de cuando era bebé, pidiéndome que le contara una y otra vez lo guapa que había sido y era —y que seguiría siendo, le decía yo—, saltaba a la vista. Pero pocos o nadie la miraban. Yo, tampoco.
Le di el pecho. Es algo que, hoy en día, parece importante. Di el pecho a todos mis hijos, pero a ella, con toda esa rigidez feroz de la primera maternidad, se lo di tal y como decían los libros. Aunque sus gritos me golpearan hasta provocarme temblores y me dolieran los pechos, desbordados, esperaba hasta que lo decretara el reloj.
¿Por qué lo cuento en primer lugar? Ni siquiera sé si importa, o si explica algo.
De bebé era muy guapa. Hacía pompas brillantes de sonido. Le encantaba moverse, le encantaba la luz, le encantaban los colores, la música y las texturas. Se tumbaba en el suelo con su pelele azul y, extasiada, daba palmadas y patadas contra las baldosas de manera compulsiva, hasta que los pies y las manos se le acababan desdibujando. Para mí era un milagro, pero no para la vecina de abajo, con quien tuve que dejarla a los ocho meses durante el día porque trabajaba, o buscaba trabajo, y porque el padre de Emily «ya no podía soportar —tal y como escribió en su nota de despedida— la escasez de cosas que compartía con nosotras».
Yo tenía diecinueve años. Era la época de la Depresión, antes de los servicios de asistencia y los programas de empleo del gobierno. En cuanto bajaba del tranvía, echaba a correr escaleras arriba; la casa olía a agrio, y ella, si dormía, se despertaba sobresaltada y, al verme, rompía en un llanto atorado de imposible consuelo, un llanto que aún soy capaz de oír.
Poco después, encontré trabajo en una cocina por las noches, así que podía pasar el día con ella, y las cosas mejoraron. Pero entonces tuve que llevarla con la familia de su padre y dejarla allí.
Tardé mucho tiempo en reunir el dinero para traerla de vuelta. Entonces enfermó de varicela y tuve que esperar aún más. Cuando finalmente volvió, casi ni la conocía. Caminaba rápida y nerviosa como su padre, se parecía a él, delgada y vestida de un rojo vulgar que le amarilleaba la piel y le resaltaba las marcas de la viruela. Toda su belleza de bebé se había esfumado.
Tenía dos años. Me dijeron que ya era lo bastante mayor para ir a la guardería, y yo entonces no sabía lo que ahora sé —el cansancio de las largas jornadas, las heridas de la vida en grupo en esas guarderías que son, simplemente, un lugar para aparcar a los niños—.
No obstante, nada habría cambiado de haberlo sabido. Era el único lugar que había. Era la única forma de poder estar juntas, la única forma que tenía de conservar el trabajo.
Pero incluso sin saberlo, lo sabía. Sabía que la maestra era mala porque todos estos años he tenido grabado en la memoria el recuerdo de ese niño encorvado en un rincón, y la voz áspera de ella diciéndole: «¿Por qué no sales, porque Alvin te pegó? Eso no es ningún motivo, sal de ahí, miedica». Sabía que Emily odiaba ese sitio, aunque no se me agarrara cada mañana suplicándome: «Mamá, no te vayas», como hacían otros niños.
Siempre se le ocurría una razón para quedarnos en casa: «Mami, pareces enferma. Mami, estoy enferma. Mami, hoy no van las maestras, están enfermas. Mami, no podemos ir, anoche hubo un incendio. Mami, hoy es fiesta, me dijeron que no hay escuela».
Pero nunca una queja directa, nunca la rebelión. Cuando pienso en mis otros hijos a los tres o cuatro años —las rabietas, el mal genio, las acusaciones, las exigencias—, de repente me pongo mala. Dejo la plancha. ¿Qué parte de mí le exigió esa bondad? ¿Y a costa de qué? Toda esa bondad, ¿a costa de qué?
El anciano que vivía en la casa de atrás me lo dijo una vez, con aquella amabilidad tan suya: «Debería sonreír más a Emily cuando la mira». ¿Qué tenía en la cara cuando la miraba? La amaba. Fueron todos actos de amor.
Solo con los otros hijos recordé lo que me había dicho ese hombre, y a ellos les ofrecí un rostro lleno de alegría, no de preocupación, tensión o inquietud —demasiado tarde para Emily—. Ella no sonríe fácilmente y, desde luego, no tiene la sonrisa siempre a punto, como sus hermanos. Su rostro es sombrío y cerrado, pero qué expresivo cuando quiere. Debería haberla visto cuando actuaba en aquellas obras… Usted me habló del talento excepcional que tiene para la comedia y que, sobre el escenario, arranca tales carcajadas al público que le aplauden sin cesar y no dejan que se vaya.
¿De dónde le viene esa habilidad para el teatro? No había ni rastro de ella cuando regresó conmigo la segunda vez, después de tener que dejarla de nuevo. Ahora tenía un nuevo padre al que aprender a querer, y pienso que fueron tiempos mejores.
Salvo cuando teníamos que dejarla sola por las noches, diciéndonos a nosotros mismos que ya era lo bastante mayor para ello.
—¿No puedes ir otro día, mamá? ¿Por ejemplo, mañana? —preguntaba ella—. ¿Vas a tardar solo un rato en volver? ¿Me lo prometes?
Para cuando regresábamos, la puerta de casa estaba abierta y el reloj, tirado en el suelo de la entrada. Ella, despierta y rígida.
—No ha sido solo un rato. No he llorado. Te llamé tres veces, solo tres veces, y luego corrí escaleras abajo para abrir la puerta y que pudieras llegar más rápido. El reloj hablaba en voz alta. Lo tiré porque me asustaba lo que decía.
Volvió a decir que el reloj hablaba en voz alta la noche que me fui al hospital para tener a Susan. Estaba delirando por la fiebre que le provocaba el sarampión, pero pasó completamente consciente la semana que estuve fuera y la siguiente, cuando ya estábamos en casa y ella no pudo acercarse ni a mí ni al bebé.
No se recuperaba. Seguía esquelética, no quería comer, tenía pesadillas una noche tras otra. Me llamaba y yo emergía por un instante del agotamiento para responderle medio dormida:
—No pasa nada, cariño, vete a dormir, es solo un sueño. —Y si seguía llamándome, le decía en un tono más severo—: Vete a dormir ya, Emily, no hay nada que pueda hacerte daño. —Solo dos veces, dos, me senté un rato a su lado porque, de todos modos, tenía que levantarme por Susan.
Ahora, cuando ya es demasiado tarde para abrazarla y consolarla igual que a los otros, me levanto y voy a su cama al mínimo quejido o agitación que la desvele.
—¿Estás despierta, Emily? ¿Quieres que te traiga algo, cariño? —Y siempre la misma respuesta:
—No, estoy bien, madre, vuelve a la cama.
En el hospital me convencieron para que la llevara a un sanatorio en el campo, donde «tendrá la comida y los cuidados que usted no puede darle, y así estará más libre para poder centrarse en el nuevo bebé». Siguen enviando a los niños a ese sitio. En la sección de sociedad veo fotos de mujeres jóvenes y elegantes que organizan actos para recaudar fondos, o bailan en esos actos, o decoran huevos de Pascua y rellenan calcetines navideños para esos niños.
Nunca ponen fotos de ellos, así que no sé si las niñas siguen llevando aquellos enormes lazos rojos y tienen aquellas miradas devastadas cada domingo, cuando los padres pueden ir a visitarlas «a menos que se notifique lo contrario», tal y como nos notificaron a nosotros las primeras