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      EL SILENCIO DE LAS FLORES

      La chica de los jueves

      Mamen Gómez Faubel

      EL SILENCIO DE LAS FLORES

       © Mamen Gómez Faubel

       © Ilustración de portada: Alba Sáenz

       © de esta edición: Olé Libros, 2019

       ISBN: 978-84-18208-27-0

      No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y siguientes del Código Penal). Las solicitudes para la obtención de dicha autorización total o parcial deben dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos).

      KALOSINI, S. L.

      Grupo editorial Olé Libros

      [email protected]

      www.olelibros.com

      Para Sancho, que está en el arcoíris,

      y para Arenita, aunque no sepa leer.

      Para Nuria, por demostrarme qué son la amistad

      y la paciencia infinita.

      Para mí, porque nada de esto tendría sentido sin mí.

      Yo me aventuro a decir que soy los libros que he leído,

      la pintura que he visto, la música escuchada y olvidada,

      las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia,

      unos cuantos amigos, algunos triunfos, bastante fastidio. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempo, adicciones y credos diferentes.

      SERGIO PITOL

      He aquí el mayor secreto que nadie conoce

      he aquí la raíz de la raíz

      y el brote del brote

      y el cielo del cielo

      de un árbol llamado vida

      que crece más de lo que

      el alma puede esperar o la mente ocultar

      es la maravilla que mantiene las estrellas separadas

      Llevo tu corazón

      lo llevo en mi corazón.

      EDWARD ESTLIN CUMMINGS

      PRÓLOGO

      Ordenar pensamientos. Esquematizar los pasos que seguir tras esta mañana tan poco productiva cargada de sol y paseos por el centro de mi ciudad. Soñar una vez más con que esta rutina se convierte en toda mi vida. Dar un sorbo a mi espresso doppio. Mirar al infinito a través del ventanal del Starbucks de la calle San Vicente Mártir número 12, en Valencia. Otro sorbito al café.

      Comienza a sonar en mis auriculares El hombre del tiempo. La descubrí hace muy pocos días gracias a Paquita Salas y creo que ya es una de las canciones más escuchadas del año en mi Spotify. Arrancar. Los primeros párrafos son complicados, creo que se ha notado. Aun así, procederé como procedo siempre: haré como que sé de qué va esto, haré como que controlo, haré como que todo está bien y seguiré. Seguiré adelante. Respiro.

      Ahora sí me creo que esto esté pasando. El ritual es simple: cafeína, música, ordenador, libreta y bolígrafo. Y el mundo, tal y como lo conozco, desaparece alrededor. Se me llena el pecho de algo parecido a la felicidad, y las lágrimas comienzan a asomar tímidas por mis pestañas. Las reprimo mirando hacia arriba, les digo que no me dejen en evidencia delante de la pareja de ingleses que tengo delante. Aunque, bueno, ellos están mirando a sus respectivos smartphones... Si no se miran entre ellos, ¿en qué cabeza cabe que se fijen en mí? Sea como sea, trato de mantener la compostura. No sé si alguien más se sentirá así al escribir, quién sabe. Supongo que sí. O tal vez no. Para mí, escribir no es una profesión. Escribir no es una obligación, ni un modo de pagar facturas. Escribir no es fama, ni reconocimiento, ni firmar miles de ejemplares en Sant Jordi. Escribir, para mí, va de otra cosa.

      Escribir es terapia, medicina, una tirita a tiempo para impedir que me desangre cuando las cosas se ponen feas. Escribir es entenderme, comprenderme, justificarme, mimarme, besarme en la frente y jurarme que todo saldrá bien. Escribir es la paz tras la guerra, el sol tras la tormenta y un montón de metáforas más que miles de escritores ya han utilizado alguna vez, pero que no por ello son menos ciertas. Porque escribir es encontrar tu propia voz, reconocer tu rostro en el espejo y saber que, aunque todos somos muy parecidos, cada cual tiene algo que lo diferencia del resto, como la sonrisa, las huellas dactilares o el número de teléfono.

      Escribir. Qué bonito verbo. No sé qué habría hecho durante todos estos años si no hubiera hallado mi verdadera vocación. Antes de crear mi blog, lo único que sabía de mí era que podía pasarme horas imaginando situaciones que jamás tendrían lugar, que leer era la mejor manera de escapar cuando ansiaba desaparecer de la faz del planeta Tierra y que, posiblemente, mi meta en la vida era ir tras la belleza y el amor en todas sus formas. Sensible hasta decir basta, emotiva, sencilla y complicada al mismo tiempo, con los pies en el suelo y la cabeza más allá de las nubes. Llorona como pocas. Insegura y con una autoestima inexistente en muchos momentos de mi recorrido vital, lo que me ha acarreado muchos problemas. Más valiente de lo que creo ser. Más fuerte de lo que me atrevo a reconocer. Cariñosa, distraída, empática, malhumorada cuando siento que me roban mi tiempo y mi espacio. Egoísta con mis ratitos de soledad. Y con más cosas. Eso, todo eso, más o menos lo sabía.

      Pero un buen día de julio, como bien podría ser hoy, me dio por crear lachicadelosjueves.com, mi blog. La chica de los jueves pasó a ser la chica de cada día, y esa mujer que llamaba a las cosas por su nombre y que siempre había permanecido en silencio fue cobrando protagonismo ante la chiquilla asustada que callaba y miraba para otro lado, tragando y asintiendo sin rechistar. Encontré mi ADN, mi razón de ser, mis ganas de salir adelante, de crecer, de construir y de vivir a mi manera. Encontré mi hueco, mi estilo, mis propias palabras para definir el amor y las relaciones humanas tal y como yo las sentía. Luché cada día y tuve bajones. Muchos.

      He querido dejarlo. He cometido errores. He dado de lado lo que edifiqué con tanto corazón y con tan pocas barreras. Las salté todas con la ilusión de mil mundos, pero mis propios demonios y mis miedos han seguido poniendo trabas, buscando excusas, cambiándome los mapas e invitándome a perderme. Sin embargo, y a pesar de todo lo malo, siempre hay una luz que me guía de nuevo, que me hace meter el portátil en el bolso, pedir un café, ponerme música y volver a sentir ese vuelco en las tripas, ese latido que llena de sangre cada rinconcito del cuerpo, esa lagrimita que ruega en voz bajita si puede salir de su escondite. Escribir es una palabra preciosa y el amor de mi vida. Siento si no siempre te cuido como debería, pero prometo llevarte conmigo hasta el día en que haga las maletas por última vez.

      Un blog salvavidas, dos libros llenos de esperanza y optimismo y un corazón hecho pedacitos después, me topé de bruces contra este jardín. Las flores que antes canturreaban y bailaban al son de la primavera dejaron de brillar antes de Navidad. ¿Sabes esa sensación de cuando estás viendo una película y, de repente, termina? Te quedas con cara de pardilla pensando que de qué narices va el guionista para decidir un punto y final tan poco apropiado. Te encantaba la historia, adorabas a los protagonistas, te descargaste hasta la banda sonora porque hasta eso era perfecto. Y entonces, todo en silencio. ¿Y qué puedes hacer? ¿Buscas un correo electrónico de contacto para pedir explicaciones? ¿Entras en Twitter pidiendo el boicot a la persona responsable de esa decisión? Evidentemente, no. Aceptas. Admites que las cosas son como son. Y pides en silencio, a la vida y al tiempo, que te regalen una secuela con la que poderte resarcir. Que llegue o no, no depende de ti


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