El silencio de las flores. Mamen Gómez
a doblar el día en que te conocí hasta reducirlo a un milímetro cuadrado. Las promesas, los hilos rojos, mi otra vida. Todo perfectamente enrollado. Metí libretas bien cargadas de preguntas sin respuesta, clases de pintura para hacer de la realidad un lugar más cálido para vivir y un par de noches de música en directo para gritar bien a gusto con una buena excusa. Metí aquellos cinco primeros minutos de película que siempre quise ver contigo, nuestra primera pizza y el salto al vacío que dimos cuando nos besamos por primera vez. Metí, todavía no sé cómo, todos los mensajes de buenos días, las mariposas en el estómago y mi actividad extraescolar preferida: hacerte reír.
Metí tantas cosas que ya no sabría decir cuál fue la primera. Un libro de cocina. Unas cortinas nuevas. Una foto de carné con un te quiero escrito a lápiz. Aquella camiseta tuya que utilizaba para dormir y el sueño roto de envejecer a tu lado.
Casi llegando al límite de su capacidad, metí un buen puñado de billetes de avión y sentí que viajar era lo único que me acercaba de nuevo a la felicidad.
Sin embargo, ningún sitio está lo suficientemente lejos cuando se escapa de la tristeza.
Me dijeron:
—O te subes al carro
o tendrás que empujarlo.
Ni me subí ni lo empujé.
Me senté en la cuneta
y alrededor de mí,
a su debido tiempo,
brotaron las amapolas.
GLORIA FUERTES
2
Un bretzel con vino caliente
—Mamá, hazme un favor. Quita todas las fotos. No quiero ver nada cuando llegue a casa.
No hizo falta decirle más.
El mundo se había terminado diez minutos antes, en una estación de tren. En la estación de tren que tantas veces nos había visto ser felices, esperarnos, querernos y despedirnos hasta la semana siguiente. Allí donde nunca cabía la tristeza, donde nos buscábamos mutuamente cada viernes sin pensar en ninguna clase de final. Y ahora ya no quedaba nada. Se había acabado. Se había marchado para siempre. Llorando. Mirando atrás. Adiós, mi amor. Fue maravilloso mientras duró.
No puede estar pasando. No puede estar pasando. Pero pasó.
El viaje más horrible de mi vida tuvo el peor final. Un final bastante predecible, entre otras cosas. No podía estar pasando. No puede estar pasando. No podemos estar separándonos. Esto es una pesadilla. Mañana despertaré y me reiré de esto. No ha pasado. ¿Cómo podría estar pasando? Éramos nosotros. No podía estar pasando. Pero pasó. Un tren a toda velocidad nos pasó por encima y ahora estamos muertos. No sé si él habrá encontrado ya en qué o en quién reencarnarse. Yo solo quiero ser libre, por eso escribo este libro.
Dicen que los espíritus no vagan por los cementerios, sino que se quedan atrapados en el lugar donde murieron hasta que consiguen resolver sus asuntos pendientes y avanzar hacia el cielo o hacia el infierno en el peor de los casos. Desde ese día sé que parte de nosotros, el espectro de lo nuestro, convive con los viajeros, los trabajadores de los establecimientos, las azafatas y los conductores cada día, a todas horas. Saluda por las mañanas, como un vecino silencioso. Desayuna en McDonald’s un café solo y un croissant. Se pasea por FNAC cuando se aburre y no para de encontrar en cada novela motivos para gritar y preguntarse por qué está atrapado en ese maldito lugar sin poder ir a ningún otro. A veces llora y siente vergüenza por unos instantes hasta que recuerda que nadie puede verle. Cuando anochece, se queda justo donde falleció. Escucha nuestras voces, los últimos te quiero y sueña, aunque nunca lo reconocerá, con otra realidad. Una realidad sin tanto dolor, sin ningún tren, sin plegarias ni velas. Una realidad con gyozas los sábados y cine los domingos. Sueña con algo con tanta magia como la sencillez, que no es nada distinto a lo que ya tuvo en vida.
Con una maleta a rastras y el corazón devastado, subí a un taxi. Me consolaba pensar que habría más personas sintiéndose como yo en ese instante, a la misma hora, en cualquier punto del planeta con el alma hecha añicos. Me preguntaba cuántas parejas estarían rompiendo en ese momento exacto, cuánta gente andaría destrozada por la calle, haciendo verdaderos esfuerzos por poner un pie delante del otro y respirar al mismo tiempo.
Mirando por la ventanilla, tratando de desaparecer en el asiento trasero del coche, solo deseaba que existiera una pared entre el taxista y yo completamente opaca e insonorizada. Él, discreto, no quería ni mirar por el retrovisor. Encendió la radio. Noticias. Supongo que deben estar acostumbrados a esa clase de dramas ajenos. Cuántas personas verán llorar al día, discutir por teléfono, recibir malas noticias, ir corriendo a un hospital o... justo todo lo contrario. Cuántas vidas rotas o alegrías habrán recogido en una parada.
Recuerdo la terrible sensación de aquella noche. La recuerdo perfectamente porque fue la primera vez que sentí un dolor tan profundo, intenso y punzante. El dolor de cuando te quitan un trozo de ti, algo muy íntimo, muy tuyo. Y entonces, todo pasa a un segundo plano. La realidad deja de serlo, porque tu mundo ha desaparecido tal y como lo conocías. Las personas con las que te tropiezas son como actores de un teatrillo para el que no has comprado entrada —ni putas ganas—, las calles son distintas, todo huele diferente. A podrido. A flor muerta. Entonces notas una presión en el pecho. Un zumbido en los oídos. Un hormigueo en el estómago que te quita el hambre y las ganas de sonreír. Un leve mareo de tanto querer dar marcha atrás. Y la negación, que no te abandona hasta... quién sabe cuándo se marcha. Tal vez, con algunas historias de amor, siempre nos acompañe de algún modo.
No quiero subir a mi casa. Mi madre no me puede ver así. El viaje en ascensor se me hace demasiado corto. Mi puerta. Él ya no volverá a llamar nunca. Ya no me esperará al otro lado. Ya no. Todo está mal. Me encuentro mal.
—Ven aquí, cariño.
Me hundo en el pecho de mi madre y me siento a salvo por primera vez en tres días. Mi gato Sancho trepa por mi pierna. Todo está mal, pero sé que todo va a ir bien si estoy con ellos. Todo estará bien. Lo único que necesito es perspectiva y paciencia.
Ya está. Ya ha pasado. En el calor de mi casa, con la estufa encendida, Frankfurt ya solo es un momento puntual de mi pasado al que no pienso regresar. Pero esta noche déjame que llore, porque si no lloro, me ahogaré por dentro, y dime tú qué puedo hacer si eso pasa.
Sancho consigue subirse a mi hombro y acerca su cabecita a mi cara mientras ronronea. Sin querer, le mojo con mis lágrimas. No me podía creer que me hubiera arruinado el recuerdo de un viaje. No podía creer que por su culpa nunca en mi vida fuese capaz de recordar Frankfurt y Heidelberg como ciudades magníficas a las que regresar una y otra vez. Llevaba años deseando pasear por uno de esos mercadillos navideños con alguien especial, como hacen los protagonistas de las películas de sobremesa que echan por la televisión en cuanto llega diciembre. Caminar abrigada, con un gorro de lana y unas botas bien calentitas, un vino caliente y un bretzel. Pero no. Nunca podré recordarlo así. Recuerdo, en cambio, que llevaba unos vaqueros grises y una chaqueta verde —que pienso tirar a la basura este próximo invierno— cuando comencé a perder mi alma por algún lugar a orillas del río Main. Tú te empeñabas en hacer fotos, como si quisieras captar también nuestro hundimiento o fingir normalidad delante de tus amigos. Te odiaba por ello. Odiaba cada foto. ¿De verdad querías recordar ese maldito viaje? ¿De verdad? De repente, todo lo que adoraba de ti comenzó a darme asco. Me puse la capucha y las lágrimas me quemaban las mejillas. Solo quería desaparecer, cerrar los ojos y abrirlos ya en mi cama. Me ahogaba fingir. Me faltaba el aire.
Heidelberg y su romántica niebla. Frankfurt y la alegre Römerberg, y su Apfelwein. Todo nuevo para mí. Castillos, lugares encantados, calles plagadas de historia, currywurst a muerte, Schnitzel con guarnición, escenarios distintos... En cualquier otro momento habría estado encantada, pero cuando algo va mal, un viaje no arregla nada: lo estropea más.
Nunca me había sentido tan lejos de casa.
El tiempo lo cura todo, pero también lo quema todo.
Lo