Once veladas en un club de jazz para hablar del coronavirus. José Luis Salinas Rodríguez

Once veladas en un club de jazz para hablar del coronavirus - José Luis Salinas Rodríguez


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      ONCE VELADAS EN UN CLUB DE JAZZ PARA DEJAR DE HABLAR DEL CORONAVIRUS

      José Luis Salinas Rodríguez

      © José Luis Salinas Rodríguez

      © Once veladas en un club de jazz para dejar de hablar del coronavirus

      ISBN ePub:

      Editado por Bubok Publishing S.L.

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      C/Vizcaya, 6

      28045 Madrid

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      Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

      Índice

       POEMA DEL DESASOSIEGO ANTE LA PANDEMIA

       LOS EFECTOS Y LAS CAUSAS

       SMILES

       SALLY

       SMITH

       STELLA

       SAM

       SALVATORE

       SOFÍA & SAÚL

       SAMUEL

       SVETA

       STAN

       STEVE

       ALGUNAS INCERTIDUMBRES Y OTRAS EVIDENCIAS PARA VOLVER HABLAR DEL CORONAVIRUS

      Fuimos puro desconcierto, sombras trémulas / agitadas por el viento de los primeros días de pandemia. / Superado el estupor, nos hemos llevado la mano al rostro / para tapar la mueca de asombro, de horror / con que aquella tragedia incipiente nos hería. / Pronto, la contundencia de los golpes, / de las cifras medidas con números fatales, / anestesió nuestro dolor (¿mil, diez mil, cien mil víctimas?) / Sin saber muy bien hacia dónde dirigirnos, / hemos tratado de que la tormenta no nos salpicara. / En nuestro confinamiento nos han informado y nos han desinformado, / y hemos aprendido que aún quedaba demasiado que saber, / y que para muchos las respuestas no iban a llegar a tiempo. / No pocos habrán constatado, desde su forzosa reclusión, / el alto grado de estupidez que atesora la humanidad. / Habrán descubierto que mientras estábamos atentos / a las rencillas cotidianas, afincados en la seguridad de la rutina, / en las probetas de la naturaleza se agitaban / nuevas posibilidades de vida, y un asesino, / reducido a la simplicidad de un virus, / se infiltraba en nuestro humano convivir: / un intruso expandido a todo el planeta / por los huéspedes que infecta, dotado con la agresividad / adecuada para lograrlo sin una matanza global / que supondría su propia extinción. / Un diseño altamente eficaz / que antes se hubiera atribuido a los dioses, / y que ahora creemos saber que es meramente casual. / Se superará la crisis sanitaria y se ordenará / el caos económico, ¿pero y después? / A largo plazo, es probable que la lección recibida / termine por olvidarse en los libros de historia. / La humanidad se calca a sí misma en determinadas actitudes. / Así somos y de otro modo tal vez no seríamos humanos. / Por ahora, mientras se combate a un enemigo / naturalmente dotado para subsistir, / nos asomamos a los balcones para confirmar / que aquí seguimos, un día más, aguardando / el momento de dejar de contener la respiración. / Mientras tanto, la primavera ha venido, / como ha llegado un chubasco, y después / un sol que calienta más las mañanas, / y ha salido a la calle un pájaro / con un pico amarillo cosido a un plumaje negro / que vuela trinando en libertad, ajeno a nuestro encierro, / indiferente a nuestras incertidumbres. / Ahora que nos hemos ido acostumbrando / a lo que nunca terminaremos de acostumbrarnos, / proclamamos con esperanza que la vida sigue y seguirá.

      Estas veladas, anotadas con el formato de estampas o crónicas, son, más que otra cosa, un refugio para evadirse de las malas noticias, sanitarias y económicas, que hieren de continuo la sensibilidad, por más que ésta se proteja acorchándose frente a la virulencia de los datos. Recrear escenarios imaginarios es una válvula que alivia la tensión interior que se acumula durante las horas y horas de confinamiento para aislarse de los virus.

      Desde el aparcadero de la nueva cotidianidad, las personas han envejecido, no pocas de ellas lo suficiente para morir; la vejez se ha hecho enfermedad viral, y como tal está siendo la causa principal de mortandad. Es como si la pandemia tuviera una misión eutanásica; como si la Naturaleza hubiera infiltrado un agente letal para advertir a los humanos que estamos llegando demasiado lejos en un querer vivir demasiado, y que con esa longevidad no se podía renovar la especie con eficacia.

      Casi cualquiera que haya vivido esta crisis podrá contar historias más fantásticas, por increíbles o desmedidas, que las contenidas en estos relatos. Retengo una, que me ha especialmente conmovido. Pongámonos en situación. Una anciana de un pueblo de provincias tiene un accidente doméstico. Confiadamente, porque nadie la ha advertido de no serlo, se dirige con su marido al hospital. A los pocos días fallece la mujer, y el hombre una semana después. Infectados los dos. Procede invocar a los dioses crueles que manejan el Destino. Su dedo fatal teje una red de circunstancias -aquí el accidente doméstico, la trágica decisión de buscar hospital, la falta de aviso y precaución– que atrapa vidas con la firmeza y reiteración de sentencias contra las que no cabe recurrir. La gente normal, la que se asoma a las ventanas para expresar su solidaridad, nos sentimos estupefactos e impotentes. Pero cuando nos serenamos, no pocos pensamos que no todo es atribuible a los crueles dioses del azar. Quizás tenga algo que ver en muchos de esos decesos -nunca llegaremos a saber en cuantos- la negligencia, la falta de previsión hacia unos avisos que venían advirtiendo, primero como titilantes campanillas y luego como aldabonazos de gruesas campanas tocando a rebato, del turbión que se aproximaba, ya entonces con evidencia de querer arrasar el país. La realidad de esas señales, en su momento ignoradas, debería estar repicando perennemente en las conciencias de quienes entonces tuvieron ocasión de mitigar el daño. El dolor, la frustración y la ira son sentimientos que nos van enfebreciendo con no menos intensidad que podría hacerlo el propio virus. Son granos infectados que precisamos punzar, cada uno de nosotros con nuestro bisturí particular.

      Es un hecho para mí tan misterioso como el origen de esta pandemia saber por qué el protagonismo de los relatos no recae sobre unos escenarios más reconocibles por un lector actual. Sólo sé que fueron esas historias, y no otras, las que se fueron colocando en fila, aguardando el momento de ser rescatadas. No es superfluo confesar que lo primordial al imaginarlas ha sido el efecto balsámico de la escritura.

      Los relatos tienen su centro de gravedad en un imaginario club de jazz, dentro de una ciudad imaginaria, en un tiempo que se imagina no demasiado lejano, quizás en la década de los pasados ochenta. Todas estas referencias son suficientemente reconocibles para esa generación de personas que ha vivido unos géneros cinematográficos que se disfrutaban en sesión doble, y una música que llegaba desde un punto concreto del planeta como un soplo de creatividad liberadora. Se pretende hacer a los protagonistas de las veladas tan reales como las músicas que se escuchan en los relatos, aunque


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