Once veladas en un club de jazz para hablar del coronavirus. José Luis Salinas Rodríguez
escucharon con nitidez dos detonaciones. Hacía rato que Stella había cantado su último blues de aquella noche y en el club se había instalado el silencio. ¡Bang, bang! Alguien había sido tiroteado en la calle, y yo estaba seguro de que había sido Smiles. Probablemente ninguno de los pocos clientes que a esa hora resistía en el Small City hasta el momento del cierre hubiera podido asociarlo a un nombre concreto. En aquel lugar la gente entraba sin despedirse y salía sin saludar, o viceversa, ya que después de algunas copas, cuando el centro de gravedad comienza hacerse inestable, poco importa el orden de la cosas. Pero yo sabía que se trataba de Smiles, porque acababa de invitarle al que posiblemente iba a ser el último trago de su vida. Las detonaciones no inmutaron aparentemente a nadie, aunque todos nos dimos prisa en apurar la bebida que teníamos en la mano para marcharnos. Por su parte, Sam, el patrón del club, prosiguió haciendo caja, como si aquello no fuera con él. El propietario y barman era un tipo que se pasaba la noche trajinando de un lado a otro de la barra, sin apenas tiempo para cruzar unas palabras con la clientela. Pero a los parroquianos nos bastaba confesar nuestras miserias cotidianas al vaso que teníamos delante, porque al cabo de dos o tres tragos nos sentíamos redimidos. El negocio de Sam funcionaba básicamente porque no había en el barrio otro local en el que gastar algunas horas de la noche practicando determinados rituales, ni tampoco existía otra posibilidad para dejarse seducir por baladas como las de Stella. Sin duda ella era una cantante de barrio que nunca saldría del barrio, pero su voz gastada tenía un punto de desamparo que despertaba la necesidad de ampararla, como la que suscitaba Lady Day, cuyo repertorio Stella saqueaba cada noche. La acompañaba un joven pianista que había escuchado mucho a Bill Evans, y que probablemente estaba en aquel lugar sólo por el tiempo suficiente para encontrar un bolo mejor. Por favor, ser una cantante de barrio no implica nada negativo. Sencillamente, significa que no acuden a escucharla, o pocas veces, gentes de otros lugares. O sea, que los habituales éramos personas que nos repetíamos cada noche, sin que esto signifique que nos conociéramos, porque apenas cruzábamos algunas palabras (“¿tienes fuego?”, “joder, Stella tiene la voz cada vez más cascada, ¡pero a mí me sigue llegando muy dentro!”, “¡no recuerdo un invierno tan frío!”,…). Con Smiles fue distinto. Nunca supe su nombre verdadero. Decía haber pasado media vida visitando cárceles, pero se lamentaba de no haber tenido la oportunidad de participar en ese gran golpe que le hubiera llevado a un paraíso lejano. El tipo tenía el aspecto de un boxeador prejubilado, pero él confesaba que los únicos golpes que había recibido eran los que daba la vida. Ahora era un pobre diablo que sobrevivía vendiendo relojes falsificados de grandes marcas y gastando el tiempo libre en cruzar apuestas en algún garito clandestino. Unos oficios peligrosos, pero allá él. Al Small City aquel desterrado social acudía casi cada noche desde un tiempo atrás. Tomaba una copa y luego esperaba a que alguien le invitara a otra. Sabía la forma de conseguirlo, sin forzar nada, y como compensación obsequiaba con alguna historia que decía haber vivido, y que todos considerábamos verídica. En realidad, con aquella persona nos llegaba la cara de un derrotado por la vida, una situación con la que no pocos, en los momentos de depresión, podíamos sentirnos más o menos identificados. La existencia de Smiles era ya tan predecible como probablemente había sido ahora su muerte. Tras compartir una última copa, el hombre habría atravesado la calle para refugiarse en el Sanvy, un hotel de tercera categoría mayormente habitado por putas y vendedores de paso. Pero el destino lo escribe quien puede escribirlo, y esa noche cambió el guion. Mientas Sam apagaba las luces del club, recogí mi gabán del perchero. Me golpeó un frío glaciar mientras subía los pocos peldaños que me llevaban a la calle. Como había imaginado, a algo menos de cincuenta metros, un hombre estaba tendido sobre la acera. El destello intermitente de un rótulo de neón, activo sólo en su mitad, iluminaba con la sílaba SAM aquella parcela del mundo. Esta vez, Smiles había cruzado una apuesta demasiado alta, o había vendido una partida de relojes demasiado falsos. Apreté el paso, porque en aquella jodida noche hacía un frio del carajo.
SALLY
Cuando conocí a Sally ella acaba de cruzar esa frontera intangible en la que la evidencia del pasado comienza a pesar más que la ilusión por el futuro. Ese era también mi caso, de manera que desde el primer momento comprendimos que teníamos cosas importantes en común. Como también sentimos una atracción física, era inevitable que pronto compartiéramos emociones más íntimas. ¿Llegué a enamorarme de aquella muchacha a la que casi cada tarde esperaba en la puerta de los almacenes Sarao a que terminase su turno de cajera? Aún hoy no tengo una respuesta concreta a esa pregunta. Tampoco de lo que Sally sentía por mí. Ella acumulaba una dilatada vida amorosa, no sé si calificarla de promiscua, y ni siquiera estoy seguro de que mientras duró nuestra relación no la compartiera con algún otro amante. Nuestros encuentros se hicieron casi rutinarios: yo la llevaba al cine, a cenar en un restaurante barato, en ocasiones puntuales le obsequiaba un regalo, y concluíamos la velada en mi apartamento. Ella compartía vivienda con otras chicas y una patrona fisgona, que no hacía posible otras alternativas. Nuestra relación había alcanzado una velocidad de crucero, pero sucedió que por una mala racha el Sarao redujo plantilla, y la cajera se encontró sin trabajo. Pronto comenzó a pedirme dinero para subsistir. Ese reiterado sablazo enfrió nuestra relación, que comenzó a agobiarme. Entonces recordé que el Small City, un club de jazz que intermitentemente frecuentaba, acogía algunas chicas. Me ofrecí a hablar con el patrón. Naturalmente, la sugerencia la envolví con papel de celofán, para que mi amiga no se sintiera ofendida, como una alternativa provisional mientras encontraba algo más conveniente. Pero ella tomó la oferta no ya como una posibilidad de sacar un dinero, sino como de vivir una experiencia. En modo alguno Sally pensó, al aceptar la propuesta, que llegaba a uno de esos momentos, digamos, en que la vida se divide entre un antes y un después. Sam, el propietario del Small City, no admitía más de dos o tres chicas, porque opinaba que un mayor número arruinaría la reputación del club. La cuestión es que el local cobraba una comisión por cada salida de las muchachas, además de por las copas que tomaban con los clientes, y esos ingresos extras le ayudaban a mantener a flote el navío. Para cuando Sally comenzó a ejercer, nuestra relación había caducado. Ella ya estaba acomodada en un extremo de la barra cuando yo llegaba al club, que solía ser un poco antes de que Stella arrancara la primera tanda de canciones, con Lady Sings the Blues como tarjeta de presentación. Yo saludaba a mi amiga con la mirada y me sentaba en alguna mesa cerca de la vocalista, para dejarme convencer por la sensualidad de aquel blues. Cuando tras el último pase abandonaba el local, pocas veces veía a Sally, que tal vez habría llevado a algún cliente al Sanvy, el hotel fronterizo al club en la que las chicas consumaban sus negocios. Pero una noche cambió este guion. Sally me llevó hasta su puesto de vigía para pedirme consejo. Es curioso. Nunca he creído ser capaz de darme consejos apropiados a mí mismo y ahora se suponía que podía darlos a otros. La escuché, mientras desde la retaguardia armaba una respuesta evasiva. El asunto es que un cliente, con el que regularmente remataba la noche, le había hecho una proposición. Desde luego yo sabía de quién se trataba, pero no me había ocupado de formar una opinión sobre él. La propuesta era que el hombre se iba a trabajar a otra ciudad y buscaba una compañera para construir su vida allí. Evidentemente, había pensado que la compañía necesaria se la aportaría Sally. “¿Y tú que ganas con esa oferta?”, era obviamente la pregunta que yo debía hacer a mi antigua amante. “Ese es el motivo de querer conocer tu opinión”, fue asimismo su respuesta obvia. Traté de ponerme en su lugar, haciéndole escuchar las palabras que probablemente deseaba oír. “Si el tipo te gusta, y no aceptas, nunca te abandonará el pesar por no haberte decidido. Si las cosas se tuercen, siempre puedes regresar aquí”. Esta reflexión pudo ser la que llevó a Sally a consentir finalmente aquella relación. El caso es que en los meses siguientes la muchacha y su nuevo amante desaparecieron del Small City. Hasta que una noche, el hombre regresó al club. Sólo él. Ciertamente, yo sentía cariño por la chica, porque nuestra relación había sido buena. De manera que quise saber lo que había sido de Sally. La actitud hosca del hombre no invitaba a conversar, pero confesó que hacía semanas que no tenía contacto con ella; en concreto, desde antes de regresar a la ciudad de la que había partido con la esperanza de encontrar un futuro mejor. Aquel desenlace me afectó más de lo que hubiera deseado, como si yo también fuera responsable de una historia sin final feliz. Ninguna de las chicas que compartían oficio y clientes con Sally había vuelto a tener recado de ella; tampoco había regresado a la vivienda donde residía cuando nos