El secreto de los Incas. Orlando Espósito

El secreto de los Incas - Orlando Espósito


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el erke apoyado contra la pared. Piensa en usarlo para avivar el fuego y que entibie un poco la pieza. Aunque sabe que nadie la escucha habla a los hijos, a la montaña, a la nieve, reprocha a Sami el abandono: Le avisé que iba a nevar. Él miró las nubes, encogió los hombros, dijo que todavía era época de viento y que iba a estar pronto de regreso.

      Sigue nevando. Hace tiempo que dejaron de pasar los chasquis por el camino. Echa en el fogón la última bosta de chivo que trajo del corral y el mango de la azada. Se acurrucan los tres bajo las mantas y pieles. El frío entra igual y Chami tiembla. Está caliente y tiembla. Se le escapa el calor del cuerpo. Arde.

      La noche es larga, dura. El viento chifla, se filtra por entre las piedras, agita el humo, hace saltar chispas. No afloja, no amaina. Hurga por los rincones, busca. Busca a los niños y los sacude para desprender la carne, quiere llevarse las vidas.

      Habla con el cóndor: Apenas quedan rescoldos, Sami estará muerto y nosotros pronto vamos a morir por culpa de esto. Se yergue y toma la caña del erke. Es larga y pesada. La levanta con los brazos abiertos y arrebatada, mientras brama un alarido la parte al medio de un golpazo contra el muslo. Grita y golpea una y otra vez rompiéndola en trozos que arroja sobre las brasas. Sopla para avivar la llama. Quiere acercar a Chami al fuego pero está fría, ya no tiembla. Los dos están quietos. Los tapa con lo que puede aunque comprende que están dormidos para siempre.

      No sabe cómo prepararlos ni cómo devolverlos a la Pacha. Wisa sí que sabe, él sabría, sí, pero está lejos y no va a venir. Piensa que tiene que arroparlos y ponerles algo para que coman y no pasen hambre. Los envuelve con lo que tiene y canturrea como hacía antes cuando quería que se durmieran.

      Se sienta junto a ellos. Todo está blanco. Abajo, lejos en la cañada, ve una mancha oscura que se mueve. Parecen animales grandes, enormes. Son muchos. Suben por el camino. El reflejo de un rayo de sol le hiere los ojos. Nunca antes había visto el relumbrar del acero.

      En Quebrada de Humahuaca, Jujuy, Argentina. Enero 2012.

      4 Voz quechua: hechicero, brujo.

      5 Voz quechua: instrumento de viento hecho con cañas típico de la zona andina.

      6 Voz quechua: Pachamama, madre tierra.

      7 Voz quechua: imperio incaico.

      8 Voz quechua: sol.

      En nombre de Dios

      “(…) salieron desprevenidos de sus casas y se nos acercaron sin armas, sin arcos ni flechas, en forma pacífica.”

      Ulrico Schmidl

      “Tomaban las criaturas de las tetas de las madres, por las piernas, y daban de cabeza con ellas en las peñas.”

      Fray Bartolomé de las Casas

      SAN LUIS – Lagunas de Huanacache9 – Época actual

      Juan siente que su sangre quiere atravesar las paredes de las arterias, atravesar sus órganos y su piel porque la furia es tan enorme, tan gigante, que está próximo al holocausto de su cuerpo. Odia su nombre. Es Juan porque ya nadie sabe cómo podría haber sido nombrado en la lengua de su tierra.

      Acaba de escuchar en la radio la noticia del asesinato de Cristian Ferreira, que no es Cristian y no es Ferreira, como él no es Juan ni es Sosa. Ocurrió en San Antonio, cerca de Monte Quemado, en Santiago del Estero. Lo mataron de un tiro de escopeta a quemarropa, cerca de su mujer y de su hijo de dos años.

      SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – 1572

      Cada vez es más difícil agarrarlos. Pusieron centinelas y nos ven llegar desde lejos. Están avisados de que venimos y mucho antes de que lleguemos se retiran a las lagunas de más adentro, las que están detrás de los bañados. Leguas y leguas de barro y pajonales. Dejan las chozas y se van adonde no podemos alcanzarlos. Se llevan a las mujeres y los hijos y lo único que queda son los viejos que no valen un cobre.

      El año pasado, entre el primero y el segundo viaje nos llevamos doscientos treinta. Pero ya no los tomamos por sorpresa, corrieron la voz y saben qué asuntos nos traen. Desde luego, también nosotros ganamos experiencia, creció nuestra astucia. Al primero de los caseríos lo bautizamos con el nombre de Puerto Alegre, ¡vaya nombre! El cura Felipe aprendió bastante la lengua de ellos, acristianó a todos y los hace trabajar para que construyan la capilla, que va lenta pero va. En esta partida somos cincuenta soldados, así que nos veremos obligados a capturar mayor cantidad para que quede un poco a cada uno a la hora de repartir.

      A veces se les va la mano, al cura y al Moro, con el Árbol de los Suplicios y los azotes. Al curita le gusta el látigo casi tanto como las muchachas. Se nota en la sonrisa que se le escapa cuando toma la tralla y da vueltas y vueltas alrededor del desgraciado para hacerlo sufrir, para demorar lo más posible el golpe.

      Tomaron la costumbre de dejarlos atados al sol para que se agusanen. Eso fue idea del Moro, seguro. Pero mucho no resulta porque las viejas le ponen un emplasto a las heridas y en un par de días están secas y cerradas; tan bueno es, que ahora lo usamos para curarnos en lugar del hierro al rojo.

      No tendría que haber venido, tarde lo digo. Tragué el cebo del oro y vine a caer en este infierno. Oro y diamantes, mujeres con los pechos al aire y una vida tan fácil que iba a ser como dar un paseo por la ribera del Guadalquivir.

      SANLÚCAR DE BARRAMEDA – 1570

      Dijeron “oro” y ya estaba arriba del barco, con tal de salir de la cueva, cabeza hueca, como si no hubiera sabido que nadie había vuelto. ¡Y tantos que se habían ido! Chorlito apurado por salir, para venir a meterme en ésta, de la que no se sale así porque sí. Del presidio al navío lo mismo da, pensé, que los piojos de allá serían iguales que los de acá, y que por lo menos habría aire y sol y en poco tiempo, más corto que la condena que me habían endilgado, el regreso con la alforja repleta de maravedíes.

      Ni un pie había puesto sobre la planchada y ya estaba sabiendo que era una pifia, otra de las mías, de esas en las que me meto sin que nadie me llame. Después, el viaje hasta Nombre de Dios. Cruzar al otro mar y torcer a Valparaíso entre malos días y malas noches, mala comida y poca bebida. Una pifia, una maldita pifia. Tragué el cebo del oro y salté a la cubierta de aquello que más que un galeón era una carraca comida por la carcoma, que chorreaba estopa y brea por los cuatro costados.

      Mucho tiempo pasó mientras nos aprontábamos para la partida. Hablaban de que iba a ser una flota grande, de más de cien naves y más grande, más grande que cien naves era nuestro entusiasmo, el mío y el de los otros desgraciados como yo.

      Al principio los días volaban ocupados en acomodar la carga en las bodegas, chapaleando en el agua acumulada en la sentina, en hombrear toneles, bolsas, cabos, cajas de municiones, siempre bajo el ojo de rapaz del contramaestre; y después, tragar un plato de guiso duro de grasa fría e ir a caer en los jergones.

      Las pocas veces que podía acodarme en la borda me gustaba mirar el barullo en el puerto, las naves abarloadas de a dos y de a tres y amarradas a la orilla hasta donde se perdía la vista, la Torre del Oro que se alzaba imponente y las mil barcas, galeras y fustas que iban de uno a otro barco llevando bastimentos. El Guadalquivir hervía.

      Habría querido bajar un día al puerto aunque no tuviera un cobre. Veía la gente moviéndose de aquí para allá, parecían hormigas. Lo curas de negro; las putas de colores.


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