El secreto de los Incas. Orlando Espósito
la sangre comenzó a manar a pulsos, al igual que la que salía del cogote. Caín, cebado, quería más carne, y tiraba con furia de la correa resbalando sobre el charco rojo. Apareció El Moro abriéndose paso entre los mirones, con la espada que ya traía fuera de la vaina. De un solo tajo separó la cabeza del tronco y así se acabó el jaleo.
Después llamó a otros miserables y les mandó que cortaran al muerto en trozos para tirárselo a la jauría, que llevaba mal comida unos cuantos días y, terminado esto, lavaran la cubierta y dejaran todo en orden. Aferramos los pomos de las espadas pensando que podía armarse una buena porque al principio se negaban a cortar al compañero, pero El Moro revoleó su acero en un gesto de amenaza y puso fin al asunto. Al pasar a mi lado dijo en voz baja: –Buen perro, buen perro, pero la próxima estate más atento con la traílla.
SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – Época actual
Juan, que no es Juan, que no sabe cómo debiera ser su nombre, camina por el arenal bordeando el Desaguadero. Tiene por delante un largo trecho hasta llegar a lo del Machi Elías Panquehua, en la Laguna El Porvenir. Lo que antes era un vergel es un desierto en el que agonizan unos pocos humedales. Lleva el propósito de hablar con Don Elías. Necesita la palabra del anciano, necesita que le hable con esa voz en la que todavía canta el agua que supo haber en esta región que ahora es pura arena y salitre.
A lo largo de la orilla blanquean las osamentas de animales silvestres y ganado envenenados por los líquidos que volcaron los lavaderos de oro de San Juan.
Cruza el puente El Tata. Sigue por la orilla hasta que divisa el rancho del Machi Elías. Todavía tiene que atravesar un bajo, el antiguo fondo de la laguna, y recorrer unos mil quinientos metros para llegar. La tierra está quemada. Lo único que crece es un yuyo duro, salado, que no sirve para nada.
SANTIAGO DEL NUEVO EXTREMO – 1571
Tanto ensayo, tanta fajina y aprestamiento para nada. Apenas pusimos pie en tierra se desarmó el tercio y nos dividieron en secciones. Había alzamientos cerca de allí, sobre un río, y la mayoría tuvo que marchar a sofocar la revuelta.
Yo y otros tres perreros quedamos entre un grupo de treinta hombres, bajo las órdenes de El Moro, con destino a Santiago para atender otros asuntos. Antes de partir nos proveyeron de petos y nos dieron una instrucción breve sobre el manejo de las riendas y sobre cómo tratar bien al caballo y, como siempre, que en ello nos iba la vida; así que, a partir de ahora, respondía por dos: mi can y mi jamelgo.
Cubrimos el trayecto desde Valparaíso en dos jornadas. El camino era bueno y el aire fresco. Andábamos desde la salida del sol hasta la media mañana y luego otro tanto igual hasta que caía la tarde. Entonces preparábamos la comida juntando las raciones y demorando el medio cuartillo de vino, que ahora es tinto y que mejoró bastante comparado con el agrio que nos daban en Nombre de Dios.
Los jinetes novatos tuvimos que soportar las pullas de los otros cada vez que se ordenaba desmontar porque no podíamos caminar por los dolores y paspaduras; pero así es con el soldado: callar y obedecer; poner el pecho y el culo pero nunca la cabeza.
El poblado lucía como los otros que había conocido en Las Indias, un rancherío, el cabildo, la capilla a la que, confieso, no era asiduo concurrente, las tabernas y los cuarteles, que no eran otra cosa que ranchos apenas más grandes y apartados de la plaza mayor. Noté que había pocos españoles y cantidad de salvajes sometidos, hombres y mujeres que trabajaban las chacras y movían la cargas, flacos, mugrosos, de andar lento y mirada esquiva.
Pasamos unos días de holganza de aquí para allá por el pueblo comiendo en abundancia y con buena cantidad de tinto. Pero, como siempre, lo bueno dura poco y malo hay siempre para rato. Apareció nuestro cabo acompañado por un baqueano y nos mandó aprontarnos para la partida; que había mucho para hacer, que éramos unos bastardos haraganes y esas cosas, mentando a nuestras madres y hermanas y apurándonos que engulléramos el pan ya montados y al trote, que no había tiempo que perder.
SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – Época actual
Falta poco. Juan piensa que el Machi estará sentado a la sombra de un aguaribay cuya copa es lo primero que divisa cuando pasa el puente de tablas sobre el Desaguadero. Al rato distingue el humo, adivina la vieja pava pronta para el mate. Aire agua fuego tierra.
Lleva en la mochila una buena cantidad de vainas de algarrobo blanco para que el viejo prepare aloja, también queso de cabra, yerba y un pote de miel que compró en el último viaje a Jujuy, cuando concurrió a la reunión de comunidades.
Piensa en las leyes que estudia; la defensa del sistema requiere toneladas de tinta y papel. Para los aimaras en cambio, tres negaciones eran suficientes: ama sua, ama llulla, ama quella. No robar, no mentir, no ser flojo. Código superior a todos los códigos y a los diez mandamientos.
Piensa: nos encierran a morir en las reservas hasta que decidan arrebatarnos lo poco que nos queda. Llegan los sojeros armados y respaldados en los gendarmes a matarnos sin asco, y después vienen los fiscales y los doctores con sus leyes que no son otra cosa que víboras cuyo veneno mata lento. Y llega el cura a sosegar las almas y amarrar los ánimos y prometer que la otra vida va a ser buena. Más tarde nos envenenan con el glifosato, matan las aves, los peces, la flora. Nos matan con cien mil muertes.
Juan ve al Machi Elías. El viejo saluda alzando la mano. Sus ojos velados saben que esa sombra que se acerca es Juancito, nieto de su compadre Maulicao. Presiente su ira. Sus oídos acostumbrados al desierto perciben la furia en el golpe de los pasos sobre la arena.
SANTIAGO DEL NUEVO EXTREMO –
Valle de Chile – 1571
Nos adentramos en el Valle de Chile en dirección a las montañas. El que hace las veces de lengua y guía va adelante. Lo seguimos los perreros con nuestros canes, que mantienen sin esfuerzo el tranco de los caballos y no se apartan de nuestro lado, cada uno con su portador.
Es un día soleado, no hace calor y vamos a un paso largo, suelto, que no cansa a los animales. Atrás viene el resto, formado de a dos en fondo, y El Moro, que anda de aquí para allá charlando y haciendo bromas pero, en verdad, controlando que las cosas vayan como él espera. Llevamos al cabestro diez mulas de carga con víveres y enseres de distinta clase: cecina, queso, harina, cuerdas, herramientas, cadenas, dos arcabuces, pólvora y más cosas que no sé para qué fueron cargadas. A lomos de un zaino pasuco11 que da envidia por ese andar tan liviano que tiene, viene un franciscano alegre y dicharachero, el Padre Felipe.
Hay una vegetación densa, con hojas verdes, flores y pasto tierno, que denota la bondad de la tierra y el clima. Me da por pensar en que no estaría nada mal sentar cabeza y hacerse de una hacienda por esta zona, pero no se me ocurre cómo, ya que, hasta ahora, no vi ni un maravedí, y mucho menos un ducado, ni tampoco logré hacerme de unos cuantos esclavos como sí hizo El Moro, que oí decir que tiene más que mil, que no es gran cosa si se piensa que una yegua de andar cuesta cien indios o sesenta indias preñadas.
Pero no voy a distraerme con estas cuestiones hasta que no llegue el momento, que acá está visto que hay lugar para todos y lo que sobra son brazos para atender la tierra. Por ahora no sé hacia dónde vamos ni qué vamos a buscar, El Moro siempre oculta estas cosas, como si fuera él quien decidiera nuestras acciones a su antojo y no tuviera un superior al que obedecer y rendir cuenta de lo cumplido.
Vamos adentrándonos por cañadones y valles. El lengua conoce el camino al dedillo; cada dos o tres horas nos detenemos frente a un manantial o un arroyuelo y abrevamos hombres y bestias, con lo que nos mantenemos descansados y con buen ánimo. A medida que vamos más alto cambia el paisaje. Por momentos marchamos por planicies desérticas donde lo único que crece son unas plantas sin hojas, con varias ramas gruesas cubiertas de espinas y formas caprichosas. Cuando hay poca luz parecen centinelas.
Luego de varios días comenzamos a descender hacia el Oriente, siempre con sol y días templados.
SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – Época actual
El Machi pidió a Juan que se hiciera cargo del mate. La pava está sin tapa sobre la brasa para evitar el hervor. Cuando estuvo a punto comenzó a