El secreto de los Incas. Orlando Espósito

El secreto de los Incas - Orlando Espósito


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soldados esperan y esperan; que se acabe la marcha, que llegue la comida, que no llegue la batalla, que llegue la hora de dormir. No se me ocurrió escapar en ese momento. Las historias que contaban de tesoros y mujeres y presidiarios venidos gobernadores no me dejaron pensar.

      Era como si estuvieran al alcance de la mano: pirámides de metales preciosos, rubíes, esmeraldas, y nosotros de a caballo, de armadura y espada, y librada la orden de entrar a saco. Si hasta el más miserable soñaba con un poco de gloria a pesar de estar hundidos allí, en esas bodegas hediondas, comidos por los piojos y dándole con un madero a las ratas para que no royeran las galletas.

      MAR OCÉANO – 1570

      Así estuvimos, de la cuarta al pértigo, casi dos meses hasta que zarpamos un día de agosto. Más de setenta naves con viento a la cuadra, soltando cada vez más vela a medida que nos alejábamos de la costa, temblando a cada crujido del maderamen, vomitando, rezando y maldiciendo.

      En dos semanas cruzamos el Mar de las Yeguas y arribamos a Tenerife para repostar. Cargamos muchas provisiones, pero nuestro guiso no mejoró. Calor y calma chicha y trabajo, inútil la más de las veces, fregar y fregar la cubierta, estibar lo ya estibado para mantener ocupados a los ciento cincuenta hombres apurados por ir a buscar nuestro oro.

      Otra vez partimos. Nos esperaba una larga singladura hasta Nombre de Dios. Íbamos a toda vela con brisa de popa y mar calmo. Un par de veces por día nos llamaban a formar en cubierta y no había mucho más que hacer. Disfrutaba del aire limpio, me gustaba el mar. Gozaba viendo a las marsopas, que nos seguían durante horas.

      Yo era uno de los asignados a los perros; esto daba algunas ventajas. Cada uno tenía su alano10. Había que sacarlos de la jaula y pasearlos por cubierta con el collar de ahorque. Luego les dábamos de comer un bocado, que engullían en un santiamén. El que me tocó cuidar a mí era blanco manchado de negro, bestia pesada de ojos pardos inyectados en sangre, orejas cortadas al ras y enormes colmillos.

      Tiempo después vi de lo que eran capaces ante un indio que huía o adoptaba una actitud agresiva. Bastaba azuzarlos con un grito para que se lanzaran a toda carrera. De un salto certero los atrapaban por una pierna o un brazo para voltearlos y después, directo al cuello arrancando carne y huesos con cada mordida. Enseguida dejaban al malherido y seguían persiguiendo a otros, de tal forma que quedaba un reguero de mutilados que se retorcían y gritaban, hasta que llegábamos nosotros con la espada para darles muerte o tomarlos prisioneros.

      SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – Época actual

      Juan, que no es Juan, que no es Sosa, busca información para documentar la continuación del exterminio de los pueblos originarios. Recorta la noticia de la muerte en Laguna Blanca, Formosa, Roberto López, Sixto Gómez, Samuel Gancete, Mario López; Daniel Chocobar en Chuschagasta, Tucumán.

      Archiva en una carpeta los recortes de los diarios: Roberto, Sixto, Pascuala, Samuel, Petrona, Mario, Daniel son apodos que vinieron en los barcos, son los que portaban los asesinos; nombres y apellidos como Amín y Gómez y Colón y Cortés y Pizarro y Balboa. Venían prendidos en las fauces de los perros carniceros. Son los nombres que llevaban los que violaban a las mujeres y las sometían a tortura y explotación. No son los que sabían poner a sus hijos las madres de los pueblos; son los nombres de los conquistadores.

      NOMBRE DE DIOS – 1570

      Arribamos a Panamá cuando apenas había asomado el sol. El alboroto era enorme. Muchos nos agrupábamos en la orilla, aburridos, buscando pasar el tiempo, gritando pullas y silbando cuando veíamos pasar las indias casi desnudas, jóvenes de piel morena y pelo bruno, dobladas por el peso de hatos de leña, canastos y otras cosas. Nos miraban de soslayo y se mantenían lejos.

      A medida que desembarcábamos se sumaban a la formación los hombres que venían en otras naves. Poco después aparecieron un capitán y un alférez, ambos de a caballo, y nos dividieron de a treinta bajo las órdenes de un cabo. El que nos tocó a los perreros se apellidaba Loiza, pero le decían El Moro. Mientras estábamos alineados, nos fue mirando uno por uno. Se paró frente a mí y alzó las cejas: ¡Soldado perrero Juan García!, grité, como nos habían acostumbrado en el barco.

      Hacia la media mañana El Moro mandó romper filas. Señaló unas barracas a la vera de las cuales había una treintena de mujeres y dijo algo que no alancé a escuchar porque se alzó un griterío. Vi que todos salían a la carrera, las tomaban por los brazos y, sin que intentaran ninguna resistencia las arrastraban hasta desaparecer con ellas a través de las puertas. Cuando ya no quedaba más ninguna disponible, al resto de nosotros, no nos quedó otra que formar una fila que reía y gritaba apurando a los de adentro.

      El barullo siguió hasta pasado el mediodía, cuando fuimos llamados para la ranchada que si no, no sé cuánto habría durado. Hambre y hembra, cuando abundan, nunca se sabe cuál va primero ni acabar con cuál se quiere más.

      La farra continuó el día entero. A medida que la soldadesca iba poniendo pie en tierra la fila se hacía más larga. El Moro se paseaba y reía sacando pecho, orgulloso de aquel recibimiento.

      Caminar después de tantos días de mar requería adaptación. Hasta las bestias sufrían lo mismo, como si el cuerpo hubiera quedado acostumbrado al rolido y al dar cada paso uno tuviera que pisar con fuerza, golpeando el suelo, para mantener el equilibrio.

      Después de la siesta, que disfrutamos tendidos bajo la sombra de los árboles, nos entregaron nuestras ropas de soldados. Un par de camisas blancas, un morrión, un cinto con espada y puñal, un jubón, un par de calzas rojas, unas sandalias y poco más. Indicaron la choza de adobe que iba a ser nuestra barraca. La última advertencia fue que responderíamos con nuestra propia vida por la de los perros.

      Nombre de Dios era un infierno. Un claro abierto en medio de una selva, donde el barro humeaba por la evaporación de las lluvias intermitentes. Allí se alzaban chozas sin techo o con unas pocas hojas de banano o palma dispuestas para dar sombra. Los nativos caminaban despacio, las costillas marcadas bajo la piel, vestidos apenas con un taparrabos, la cabeza gacha. Acarreaban cargas, levantaban una choza o mantenían vivo el fuego de los hornos panaderos. Había cantidad de niños y mujeres, a cuál más sucio y desgreñado. También había muchos encadenados y encerrados en corrales de palo a pico. Estas miserias no eran otra cosa que un botón de muestra de lo que habría de venir.

      Tanto movimiento y confusión mareaban. Los capitanes se paseaban a caballo dándose aires mientras nos observaban formar y practicar las órdenes gritadas por los cabos: callar y obedecer, siempre. Los arcabuceros aprendían a disparar, otros se daban mandobles con las espadas hasta que ya no podían sostenerlas; y nosotros, siempre con los mastines, ¿qué remedio?

      Nuestro aprendizaje con los alanos era simple. Ocupábamos una cancha de barro, grande como de dos cuadras por lado. Repetíamos cuatro órdenes hasta el hartazgo. ¡Aquí!, ¡quieto!, ¡ataque! y ¡basta! Al principio, los manteníamos atados con largas sogas y collares de ahorque. Al terminar les dábamos un poco de carne como premio. En pocos días llegaron a obedecer de inmediato aun estando sueltos. Practicábamos con indios a los que obligábamos a mostrarse en diferentes actitudes, ya dóciles, ya agresivos. En estas pruebas, varias veces se nos fue de largo alguno de los canes dejando malherido a más de uno por sus dentelladas.

      Había clérigos, también. Dirigían a un grupo que se ocupaba de levantar una iglesia. A modo provisorio, se alzaba un altar construido en medio de una explanada.

      Estaba en mi tiempo de descanso, contemplando el lugar, cuando una niña morena salió de una choza corriendo y dando gritos. Atrás apareció un soldado con el torso desnudo; la pequeña tropezó, el otro la alcanzó y se la echó al hombro, todos rieron; un salvaje soltó unas bolsas que llevaba, se plantó y le hizo frente; era morrudo, fuerte. La chiquilina pataleaba y volvía a gritar. El soldado desenvainó el puñal mientras otros apresaron al retobado dándole golpes hasta ponerlo de rodillas.

      Arrastraron al rebelde por el fango mientras lo zurraban. Lo que sucedía no importaba; nadie prestaba atención. Hacía ya rato que había comenzado el estruendo de los arcabuceros, que practicaban en un lote cercano. Varios esclavos cargaban unos carros con bultos, barriles y cajas que parecían


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