Cazador de narcos. Derzu Kazak

Cazador de narcos - Derzu Kazak


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se llama nadar –dijo Cándido. Para él, que nunca hablaba, eso era tal si pronunciara un discurso televisado en el Parlamento.

      —Es uno de los mercados flotantes más pintorescos de Asia. Imagínense los vestidos y costumbres de todas las razas y tendrán una idea de su colorido. También tiene otro mercado interior, el Talat Noi, de varios kilómetros de longitud, formado por pasillos estrechos y a veces laberínticos para el extranjero. Un lindo lugar para ir de noche con Cándido... Bangkok tiene más de cien pagodas. Son la parte más notable y característica de la ciudad.

      —Lo que veo es que todas las thailandesas son de una silueta que daría envidia en Colombia–dijo el Águila, observando las menudas mujeres con una cintura más pequeña que los bíceps de Cándido. Claro que esos bíceps no eran muy comunes...

      —Cuando llegan las turistas, lo primero que desean es comprarse los famosos cinturones thailandeses de plata tejidos. Muy hermosos. Se los prueban y no les dan ni media vuelta. Tienen dos opciones: o se sacan la mitad de las costillas o los usan como pulseras. La cintura thai es una miniatura.

      —Hemos llegado a nuestro destino –dijo el doctor bajándose del Mercedes con sus amigos–. Éste es el famoso y para mi gusto el más espléndido templo de Thailandia. El Wat Phra Khaew, para nosotros el Templo del Buddha de Esmeralda; tiene la imagen del Buddha tallada en esa piedra preciosa. Es también conocido como Phra Khaew Morakot, un símbolo de todo Siam. Este complejo de palacios y templos es una colección de obras de arte y antigüedades magníficas y un lugar muy sagrado, de un gusto exquisito. Es algo invaluable.

      Esto sorprendió a los dos amigos. Para el doctor Ocampo todo tenía precio. Ahora había encontrado algo invaluable. Detrás de esa pantalla férrea y muchas veces sin alma, había también un ser humano con sensibilidad, al menos para el arte, aunque con el corazón endurecido por la vida que había elegido. Sería difícil que llegara a sabio, pensaba el Águila. A los ricos les cuesta tanto ser sabios como a los sabios ser ricos...

      El coche los dejó frente al muro blanco con almenas y torretas muy diferentes a las occidentales.

      Ingresaron al Templo y allí se quedaron pasmados. Si en el Grand Hotel de Taipéi había lujo y arte, aquí todo era diferente y superlativo. Dos gigantescas esculturas franqueaban la entrada, una negra y otra blanca, con grandes espadas apoyadas en el suelo. Eran los demonios guardianes del Templo.

      Estaban en un portal del templo. Desde allí se veía parte del enorme conjunto de edificios, todos diferentes pero con unidad arquitectónica de un gusto exquisito y único en el mundo.

      —Gracias por traernos aquí, dijo el Águila, no necesito ver más, susurró a su amigo mientras miraba las maravillas del templo.

      —Ocampo sintió un nudo en su estómago al escuchar las palabras: “no necesito ver más”. Sabía que el senador cumpliría su palabra. Tenía poder suficiente para ello y su conciencia ni se enteraba. Si no podía salvarlo, cosa que intentaría desesperadamente, al menos estaba logrando hacerlo feliz. El último deseo de un condenado a muerte...

      Siguieron hacia la Capilla Real. Al fondo el Busaboke. El Trono del Buddha más precioso de Asia.

      —Es costumbre cambiar la vestimenta del Buddha según las estaciones del año. Lo hace el Rey en una ceremonia muy especial. En verano luce una especie de joya tejida que deja parte del cuerpo descubierto. En la estación de las Lluvias tiene un manto de oro cruzado sobre el hombro izquierdo; y en la estación fría, un manto completo de oro que lo tapa hasta la base.

      —Una maravilla –dijo el Águila al terminar un día único en su existencia–. Nunca olvidaré este lugar. Debes traerme cuando vuelvas otra vez.

      —Puedes estar seguro. Aquí vendrás conmigo cada vez que yo venga, mintió el doctor Ocampo, con la esperanza de que pudiese ser verdad–. Mañana volveremos a casa. Nos espera un largo viaje. Esta noche les enseñaré cómo se baila en Thailandia.

      Las bailarinas de largas uñas y vestidos enteramente bordados mecían suavemente sus cabezas con gorros puntiagudos, como despidiendo a un despreocupado condenado a muerte...

       Capítulo 11

      Cali – Colombia

      A su arribo a Colombia, el doctor Miguel Ocampo tenía solamente una obsesión: poder salvar al Águila. No le importaba mayormente haber tenido un pedido extra de muchos kilos de cocaína para Max. Hubiese preferido no haberlo visto y no tener el problema de la espada de Damocles sobre la cabeza su amigo.

      Estaba sentado en su escritorio, frente a los cuatro teléfonos de diferentes colores. Tomó el rojo y marcó un número que no figuraba en guía. Sólo lo conocían él y otra persona: El capo máximo del Cártel de Medellín.

      Estaba llamando al otro jefe supremo, el del Cártel de Cali.

      —Hable –fue la contestación rápida desde Cali.

      —Deseo comunicarme con el doctor Jaime Hinojosa –murmuró el doctor Ocampo.

      —Doctor Jaime, necesito reunirme con usted para considerar un tema que tengo que resolver inmediatamente.

      —Nos veremos en La Palmira dentro de tres horas.

      —Allí estaré.

      La entrevista sería con el doctor Jaime Hinojosa Fuentes, el mismo que lo llamara a Taiwán en plena reunión con Max. Era su jefe juntamente con el señor Pedro Bucci Burgos, capo del Cártel de Medellín.

      —Águila. Llévame a la estancia La Palmira del doctor Hinojosa. Debo estar allí en dos horas.

      El Águila sabía que allí no podía aterrizar con el Lear Jet. Usaría el Beechcraft King Air que orgullosamente le pertenecía. El doctor Ocampo se lo había vendido en cuotas descontadas de su sueldo. Más bien un regalito disimulado para su amigo.

      Una franja verde de diseño perfecto se veía desde la cabina del King Air; el césped suavizó el aterrizaje haciéndolo casi imperceptible. En la cabecera de la pista los esperaba una camioneta descapotada, tipo Jeep militar, que los llevó hasta la lujosa mansión campestre del doctor Hinojosa, el corazón del Cártel de Cali.

      Habían estado allí en muchas ocasiones. El doctor Ocampo tenía como su principal consejero a ese viejo zorro que se las sabía todas y algunas más. Se saludaron con afecto y algunas palmaditas en la espalda.

      El Águila allí pertenecía al servicio raso y no se acercaba a Ocampo. Se puso a conversar con el jardinero que podaba un muro de prunus laurocerasus del precioso jardín tropical.

      Los dos jefes narcos se sentaron junto a una enorme piscina que nadie utilizaba, en cómodos sillones blancos con almohadones verdes anudados en sus extremos. Sobre la mesa, una fuente de frutas tropicales y bebidas heladas, cubierta por una gran sombrilla verde y blanca, Josprunus lucían sus flores rosadas y los philadelphus se veían llenos de estrellas blancas. Desde allí se divisaban grandes macizos de kolkwitzia amabilis y lagerstroemias índicas. A lo lejos, el amarillo intenso de un grupo de forsythias... Una maravilla de color y paz en el corazón del infierno.

      — ¿Qué novedades tienes, aparte de la nueva compra de Max? – preguntó el doctor Hinojosa.

      Había notado que Ocampo estaba nervioso al hablar por teléfono. Esperaba aportar ese tipo de soluciones que nunca fallaban. Sabía que tenía una inteligencia superior. Su cuero estaba lleno de las cicatrices de la vida y de las otras. Había llegado a ese sitio luego de muchas luchas. Era un experimentado estratega.

      —El degenerado de Max quiere que liquide al Águila. Lo vio cuando me avisaba de tu llamado al Grand Hotel, en pleno brindis de terminación del negocio. No acepta el riesgo de que alguna vez denuncie que nos vio juntos. Incluso amenazó con liquidarme juntamente con él si no lo aceptaba.

      El doctor Ocampo parecía un chico exponiendo a su padre un problema de matemáticas muy sencillas, que no tenía solución.

      — ¡Mierda! –Exclamó


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