Cazador de narcos. Derzu Kazak
de hombre. El doctor no toleraba ni un pelo la moda unisex. ¿Cuánto cuesta?
—Señor, tiene usted un gusto magnífico... es realmente una pieza única e irrepetible. Ese anillo cuesta ciento ochenta y ocho mil dólares estadounidenses. El brillante no tiene fallas y la talla es superlativa…
El Águila se sacó el anillo asustado y lo dejó sobre la bandeja muy suavemente, como si su fragilidad fuese también superlativa. Dio un paso atrás y se negaba a tocarlo. El doctor Ocampo lo volvió a levantar. Agarró la mano de su amigo y se lo puso en la palma, cerrándosela a la fuerza.
—Esto es tuyo, quiero hacerlo porque me place y porque eres mi gran amigo de toda la vida. No lo desprecies. Solamente tengo dinero. Con él no puedo hablar ni compartir mi mesa. Ustedes son mis únicos amigos. Les doy lo único que tengo. En el fondo soy más pobre que San Francisco. Sólo tengo dinero...
El vendedor no había entendido la conversación en castellano. Pensaba que discutían por el precio... levantó otro anillo y se lo enseñó al doctor diciendo: –Tengo éste parecido que vale la mitad.
—Yo no compro basura –dijo el doctor en inglés dejando duro al vendedor–. Compro este anillo y la cadena que está al lado de la que eligió Cándido, la más gruesa y firme, como corresponde a mi guardaespaldas. Pagaré con cheque certificado del City Bank Local.
El vendedor aprobó con la cabeza.
—Debo ver al gerente. ¿Me permite sus documentos?
Ocampo lo miró con altanería... pero era lo correcto. Sacó una carterita oculta y le dio su documento.
—Lo siento, es un procedimiento de rutina.
Cinco minutos después salía el Águila mirando su mano derecha donde brillaba una joya que jamás pensó tener y Cándido con una recia cadena de oro Tourbillón que sería la envidia de un gitano en Turquía.
El doctor Ocampo parecía más aliviado en su dolor.
—Hong Kong tiene renombre de noches inolvidables. Viviremos Las mil y una noches chinas... Estos chinitos nos recordarán en sus leyendas.
El guardaespaldas y el Águila desconocían esa faceta divertida del administrador de los Cárteles colombianos. Se miraban entre ellos haciendo señas con los ojos... ¿qué bicho le había picado al doctor Ocampo? – ¿Adónde iremos? –preguntó el Águila.
Su amigo le contestó: –Estamos en China... “Pekín–Londres”. Pero quisiera aplicar aquí lo que dijo el chino Lin Yutang: “un buen viajero es aquel que no sabe adónde va. El viajero perfecto ni siquiera sabe de dónde viene”. Eso haremos nosotros. No sabemos adónde vamos, sólo que iremos a divertirnos. Aquí son fabulosas las casas de masajes. Tienen unas chinitas que son un poema. Son famosas hasta en Colombia. El General conocerá alguna de primera categoría... estos choferes del Hilton son los mejores guías del mundo si tienes una fortuna disponible. El doctor Ocampo estaba alegre. Desconocido incluso para él mismo.
—Oye, General, llévanos a una casa de masajes chinos de primer nivel.
Lo mejor de lo mejor de toda China. –Como usted oldene, honolable señol.
Subieron al Rolls y llegaron a un sobrio edificio con un enorme letrero vertical rojo con ideogramas negros. Ninguno entendía ni jota. Pasaron al vestíbulo y los recibió una distinguida señora china de unos cuarenta años vestida de seda gris con un cinturón negro. Todo era inmaculadamente sencillo. No se veía una sola chinita alegre ni triste por ningún lado. La señora entregó a cada uno una tarjeta con un número, indicándoles las habitaciones...
Aquello no era lo que esperaban. ¿Dónde están las chicas más alegres de Asia? Querían elegir a discreción. No que les dieran la que les tocara en suerte.
El Águila entró a la habitación asignada. Parecía una sala de cirugía. Brillaba de limpia. Había una mesa acolchada elevada en el centro y un montón de toallas blancas perfectamente planchadas.
Nadie... estaba vacía, hasta que abrió una puerta y entró una chinita con idéntico vestido de seda gris que la honorable señora de la recepción. Tenía un ideograma dorado en el pecho que decía... algo en chino. Pidió cortésmente por señas que se quitara la ropa...
El Águila lo hizo con su ayuda. La chinita acomodó prolijamente todo en un estante cercano. Le ató una toalla a la cintura y desapareció por la puerta.
¿Dónde estaba la chinita que era un poema? En lugar de la chinita salió un enorme chino rapado con remera blanca y brazos como Popeye. Pesaría más de cien kilos. El Águila se asustó... Una chinita está bien... ¡Pero un chino, jamás! Pensó salir corriendo, pero se dio cuenta de que estaba desnudo. El chino le hizo la señal de que se acostara, mientras se refregaba en las manos una sustancia oleosa. Entró también la chinita. Eso lo reconfortó... lo tomó de la mano y lo recostó boca abajo. El Águila no soltaba la mano de la china que se quedó a su lado, de pie, con esa sonrisa indefinida propia de su raza. El enorme masajista empezó a deslizar sus dedos sobre la espalda con maestría... El Águila casi lanza una carcajada. El General los había traído a una casa de masajes chinos en serio, ¡pero bien en serio!
Ya que estaba... La sesión pasó la media hora. Le retorcieron los huesos hasta que crujieron. Lo doblaban como papel... En la última etapa, el chino se paró en la espalda del Águila y lo masajeó con los pies y todo su peso... La chinita lo bañó con chorros de agua caliente y lo reconfortaron las fricciones con una toalla empapada en agua muy caliente. Era muy relajante... pero quedó molido.
Al salir se encontró con sus dos compañeros. El doctor tenía cara de haber corrido la maratón de Melbourne perseguido por una jauría de perros feroces. Cándido estaba mucho mejor. Como si hubiere peleado con Joe Frazier treinta rounds seguidos y perdido la pelea.
Cuando se miraron unos a otros resonó una triple carcajada que sorprendió a la “honolable señola”. Los amelicanos siemple la solplendían. Pagaron dejando una generosa propina y fueron a buscar al General para romperle la cabeza.
La sonrisa de oreja a oreja del General les confirmó que les había tomado el pelo...
—Te pagamos una fortuna para que nos guíes y nos metiste en ese matadero. Queríamos una casa de masajes donde algunas expertas señoritas chinas nos acariciaran la espalda... Y nosotros a ellas. Aquí nos molieron los huesos unos chinos que asustaban. ¡Eres la desgracia de los guías!
—Aquí es el mejol masaje chino... son plofesionales gladuados en Pekín. No hay mejoles en Asia... Si los señoles desean fiesta blava es otlo lugal. Un selvidol los llevalá al mejol salón de esas fiestas que quielen los señoles.
—Que sea un sitio decente –dijo Ocampo.
—El General sólo conoce los sitios decentes, honolable señol. Segulamente se diveltilán a lo glande. Tiene fama de sel desmesuladamente diveltido.
Y así fue. El General los llevó a un elegantísimo salón todo rojo con un frívolo espectáculo de strip tease al estilo parisino. Una orquesta tocaba “Cabaret”, pero no cantaba Liza Minelli... La sala de baile con bastantes parejas muy juntas se movía lentamente. En las mesas en penumbras se distinguían hombres con trajes de etiqueta y chicas orientales y occidentales muy cariñosas... Se ubicaron en una mesa y pidieron champagne. Una sinuosa figura con muy poca ropa se movió en la semioscuridad, sirvió a los tres y se sentó sin permiso en las rodillas del Águila rodeando el cuello con sus brazos.
—Este bicho volador tiene más pinta que nosotros –le dijo el doctor a Cándido. Pero Cándido no era ciego. Analizó la situación y le dijo a Ocampo: –Esa mujer es un hombre. Un travestí. Fíjese en el tamaño de sus pies y en la nuez de Adán. Creo que se ha enamorado del anillo del Águila; le está adivinando la suerte en el dorso de la mano derecha.
Si había una cosa que el doctor Ocampo odiaba en el mundo era a los homosexuales, sobre todo a los masculinos. Su simple mención le producía náuseas.
—Ocúpate de él o de ella –le dijo a Cándido con tono de orden de