Cazador de narcos. Derzu Kazak
Lo hacía porque era su trabajo y porque le gustaba volar al filo de lo imposible, como lo exigía la navegación aérea rasante para evitar los radares. Podía darse el lujo de tratar de igual a igual a Ocampo, por eso era muy respetado en el ambiente narco, y un lazo directo entre los pilotos y el manager de los Cárteles. Era amigo de los dos extremos, el de arriba y los de abajo.
Cuando el doctor le reprochaba su falta de interés por el dinero, él le respondía: “cuando más arriba subes, más solo estás. El poder y la soledad caminan de la mano. Mira cuántos amigos tienes; creo que yo solo... y porque lo somos desde niños. Yo tengo amigos en todos lados... porque soy igual que ellos. Si me hago rico seguro los pierdo. El mundo es una pirámide, en la base están los súper pobres. Son muchísimos. En el medio los que se alimentan todos los días, bastante menos... y arriba los que despilfarran, los súper ricos. Unos pocos. Solos. Sin amigos y peleándose entre ellos para llegar a la cúspide por unos instantes. Aguantados por los de abajo. Sucede a veces que, como el oro pesa mucho, y a los de arriba les gusta juntarlo, el peso que soportan los de abajo llega a ser tan grande que colapsa la pirámide. Caen los de arriba en el centro y los de abajo los liquidan... y comienza la construcción de una nueva pirámide... Así veo yo la evolución económica del hombre.
Pero ahora estaban en Hong Kong y Ocampo le volvía a ofrecer riquezas...
—Desde que pude comprar mi Beechcraft King Air usadito, por supuesto, con tu inestimable ayuda, y me permitiste equiparlo a mi gusto y dejarlo mejor que nuevo, realmente no necesito nada. Sólo volarlo. Tú eres el que conoce estas tierras, nosotros te seguimos.
Cándido, como siempre, un paso atrás, solamente movía la cabeza en forma afirmativa cuando su jefe lo miraba. Presentía que la fiesta era en honor al Águila.
—Muy bien, en ese caso iremos primero al hotel. En el aeropuerto nos espera otro Rolls Royce. Deben saber que en Hong Kong quizás haya más Rolls que en Inglaterra. Aquí el número de la patente de un coche, si uno lo elige de forma que suene en chino parecido a una bendición y riqueza, puede valer más que el automóvil. Es un pueblo muy supersticioso y con una cultura milenaria que a los occidentales nos cuesta entender. Suelen ser sabios y meditan por siglos sobre la esencia de todo. Mi sabiduría la encontré en Harvard, cuando estudiaba economía. Soy el mejor economista porque sé que las leyes económicas no sirven para nada. Pero ellos tienen algo que nosotros desconocemos: la paciencia. Lograron joder a los suizos. A ellos el tiempo no les importa. Claro que eso es en China–China, no aquí. Esto ha sido contaminado con occidente. Los barrios bajos de Hong Kong no tienen nada que envidiar a los de Marsella.
El avión zumbaba suavemente cruzando el mar de la China. Se veía el brillo del sol en las aguas. Unos minutos después, el Jumbo de la Thai Airlines se posó casi sobre el agua, en la Península Kowloon. Estaban en el Kai Tak Airport, construido dentro del brazo de mar que separa la isla de Hong Kong de Kowloon, frente al puerto Victoria. Allí esperaba otro chinito con uniforme de General de Brigada; usaba impecables guantes blancos y hablaba un castellano a lo chino, cambiando la erre por la ele.
El doctor Ocampo tenía muy buena memoria y en esos casos la ponía aprueba. –General, llévanos al Hong Kong Hilton Hotel, 2 Queens Road.
Al chinito le gustó que lo trataran con grado militar. Así se llamaría él mismo durante toda su estancia. El General se sentó al volante con las espaldas muy derechas, quizás para aparentar ser más grande, y los llevó al lujoso hotel blanco de 820 habitaciones y 26 pisos, donde un gran abanico de Rolls Royce servía de movilidad a sus clientes.
— Una ducha de agua caliente los reconfortó del corto viaje. Antes de comer nadarían un poco en la piscina del cuarto piso. Tomaron unos jugos de frutas bajo las sombrillas blancas y amarillas entre las palmeras. Casi todos los huéspedes eran americanos.
—Vamos a comer algo –dijo el doctor. Subieron al piso 25. Allí estaba el restaurante chino Eagles Nest, con sus manteles rojos y vajilla Imperial. La excelente cocina china los dejó satisfechos. Estaban dispuestos a conocer otro rincón de China con cultura anti china.
—Este pedazo del mundo –dijo Ocampo– es un territorio chino que los ingleses transformaron en colonia. Algo extremadamente raro para ellos. Hong Kong es una isla, y Kowloon una península. También está la Isla Lan-tau y los llamados Nuevos Territorios o New Kowloon. Es el puerto franco más importante de Asia. Hace unos años, en 1984, el Reino Unido se puso de acuerdo con los chinos para devolver los territorios en 1997. Realmente no sé si a los chinos les conviene cambiar la forma de vida de Hong Kong. Aquí se mueve más dinero del que todo el mundo puede sospechar. Si los chinos son tan astutos como pienso, lo dejarán funcionar como si ellos fuesen los hijos de la Reina Isabel. Aquí viven muchos peces grandes, quizás los más grandes de Asia, y, como dicen los chinos, los peces grandes no viven en charcos pequeños.
Había llegado el Rolls. El doctor Ocampo lo miró con curiosidad. Era un impecable modelo Silver Ghost de 1957. –Daremos una vuelta de reconocimiento –el General arrancó suavemente y salió con los tres colombianos.
Vieron el monasterio de los diez mil Buddha, la Shatin Pagoda, el Tiger Balm Gardens, con sus esculturas polícromas, la ciudad flotante, el túnel submarino, el distrito central y todo lo que llama la atención al turista... ver chinos como en América y americanos como en China.
—Llévanos al mercado de joyas –le dijo al General. Las reverencias eran cada vez más profundas. El chinito se olfateaba una espléndida propina, y quería ganársela en buena ley.
—Aquí pueden conseguirse las joyas más perfectas y las más falsas del mundo. Hong Kong lo tiene todo. El que conoce es respetado y el que se hace el conocedor es engañado sin miramientos. Los gatos y las liebres peladas parecen iguales a los ojos de muchos turistas ricos. Aquí llegan algunos vanidosos que saben casi todo de casi nada, pero como se sienten superiores a los chinos... no pueden pasar por ignorantes.
Los chinitos son campeones mundiales para descubrir un ignorante: es aquél que sabe mucho... sólo que de manera diferente a la real. El método es el siguiente: les enseñan un hermoso jarrón chino de porcelana, y les dicen que es una joya arqueológica de la dinastía Ching–Chu Ling de la Era Precámbrica, desenterrada por ladrones de tumbas y contrabandeada hasta Hong Kong con muchísimo riesgo de sus vidas. Si el turista la toma en sus manos y comienza a analizarla... allí hay un ignorante. Sólo les queda saber la altura del fajo de billetes que trajo para ellos. Dicen que es cultural. Les enseñan a no ser tontos. El orgulloso turista regresa feliz a su mansión con un jarrón chino antiquísimo que compró a unos chinitos que no saben lo que valen las antigüedades... –él había visto uno parecido en Christie’s que costaba una fortuna–.
En Hong Kong hay muchas fábricas de antigüedades... siempre quieren que te comas el gato al precio de mejor liebre. No son muy considerados, si te descuidas te comen crudo. Como yo no soy un experto y tampoco me creo un ignorante, sé lo que no sé, por lo tanto iremos al negocio de Cartier, que sólo venden liebres.
Ambos sonrieron con la gráfica explicación del doctor Ocampo. Sabían que estaban en terreno con arena movediza. Esto no era Japón ni Suiza.
Llegaron a Cartier. Ocampo le dijo al Águila: –Elige un anillo que te guste. Quiero regalarte uno. No te fijes en el precio, sino en que realmente te guste. Cándido, elige una cadena de oro con la medalla de algún santo de tu devoción, lo necesitas en tu trabajo. Aunque dudo de que en Hong Kong se vendan santos.
Los amigos se miraron sorprendidos. El doctor estaba demasiado generoso. Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía. Algo raro estaba pasando. Esperaban que por su actitud fuera algo bueno, y sospechaban que hizo un excelente negocio en Taiwán. El Águila dudó. Pero, ante la insistencia del doctor, eligió un sobrio anillo de oro de poco precio.
— ¡Serías ideal como esposa! –Le dijo su amigo–. Te pido que elijas un anillo de verdad y me sales con esa baratija. Traiga uno con un brillante de primerísima calidad y de un tamaño que se vea desde lejos –pidió el doctor al vendedor–.
El educadísimo joyero abrió una caja fuerte y sacó una bandeja de terciopelo azul con diez anillos que permitirían una buena vida sin trabajar a cualquiera.