Cazador de narcos. Derzu Kazak
La gigantesca recepción del hotel era lo más suntuoso que habían visto en su vida. Un bosque de grandes columnas rojas de laca china sostenía un cielorraso con bajorrelieves de dragones y animales mitológicos, iluminados con faroles chinos. Al fondo, la escalera de mármol con barandas también de mármol calado con esculturas era fascinante.
El guardaespaldas no hablaba, siempre moviendo los ojos de un lado para otro sin perder detalle. Parecía un boxeador peso completo amenazante. No había podido ingresar con su Mágnum en la sobaquera y se sentía desprotegido, pero era capaz de recordar qué había en cada sitio y dónde debería ubicarse en caso de emergencia. Todo el arte y el lujo lo tenían sin cuidado; pertenecía a la escuela donde el pan se gana a punta de puñal y a fuerza de golpes. Esos detalles que valían fortunas, eran el decorado de la torta. Innecesarios.
Con el piloto era diferente. Disfrutaba y demostraba que estaba feliz de conocer cosas nuevas. Nada más diferente de las selvas colombianas que ese símbolo del arte y del poder del dinero chino. Era el único que parecía turista, mirando con la boca abierta hacia el techo, hasta tropezar con los sillones ubicados al costado de la alfombra central. Nada lo preocupaba. Su trabajo era sencillo y el jefe su amigo. El papel de secretario era supletorio. Su principal función era conversar y distraer un poco a ese poderoso personaje de la droga, que para él se llamaba simplemente Miguel. A veces Miguelito, como cuando eran chicos...
Solamente el Águila podía bromear en forma irrespetuosa con el doctor Ocampo. Sólo él lo trataba como un ser humano. De igual a igual. Cuando volaban solos y Ocampo admiraba sus perfectas maniobras, él solía responderle: el que sabe, sabe y el que no… es jefe...
Se ubicaron todos en el sector The Main Building. El doctor Ocampo quería estar con sus compañeros. Se sentía más seguro y estaba acostumbrado a tener guardia permanente. No le hizo caso a Max de mandar a sus servidores a la zona Jade Phoenix. Ese yanqui pretencioso a veces lo trataba como a su sirviente. Le demostraría que no lo era.
Seguramente él tampoco habría mandado lejos a su amiguito Charly...
Se ducharon y pasaron al comedor donde recibieron el menú de esa noche: assorted cold dish – stewed shrimps on crispy rice – delicious spring rolls – saute beef witli onion – roast peiping duck – diced chicken with walnuts – sweet and sour pork – champignon with creen kale y glazed bananas. Un trabalenguas que hizo sonreír al Águila.
Comieron con buen apetito. Cándido devoraba los pequeños platillos chinos como si fuesen maníes, aunque el doctor le había dicho que podían ser de carne perro o de serpientes. Mientras cenaban, una cantante china, vestida de seda dorada, entonaba una canción dulce y hermosa, cuya letra no entendieron, pero que no olvidarían nunca en su vida.
Martes – 10 horas AM. La hora señalada para la reunión.
Ocampo comunicó al Águila que se reuniría con un amigo en la suite presidencial. Debía esperarlo en la habitación junto con Cándido, que se sentía inquieto al dejar solo a su jefe.
Max lo estaba esperando en una suite bastante más lujosa que la del doctor Ocampo. Los cortinados de pared a pared del mejor terciopelo, los muebles de ébano tapizados en sedas chinas verdaderas, la gruesa alfombra con dibujos entrelazados, al estilo de los templos sintoístas. Hacía valer su investidura de senador, aunque viajase con otro nombre, para ocupar, cuando no había ningún presidente del tercer mundo, reyezuelo africano o jeque petrolero, la suite presidencial. Existía otra a la cual no tenía acceso ni como senador estadounidense. Era la suite imperial, reservada para presidentes del primer mundo o reyes en serio. Eso le dolía a Max. No estaba en la cúspide. Quizás algún día llegase a Presidente de los Estados Unidos... Se prometió que entonces la ocuparía. La política es la política y ambiciones no le faltaban. Además era muy buen candidato, carecía de modestia y nadie le ganaba a pregonar a los cuatro vientos que era el mejor.
—Mi querido doctor Ocampo... El doctor hubiese preferido que no lo saludara así. –Bienvenido a mi humilde casa.
Se estrecharon las manos como si de verdad fuesen buenos amigos. El doctor respondió amablemente, pero no se le escapó el sarcasmo de resaltar que su nivel era superior al suyo. Tampoco le faltaban ambiciones para seguir escalando posiciones en el mundo del poder. Además tenía menos escrúpulos que el senador, si es que en realidad tenía alguno.
—Mi personal ha verificado la ausencia de micrófonos y otros aparatos molestos. No hay videocámaras ni grabadores; podemos hablar tranquilos. Estamos muy lejos del hogar para que alguien nos escuche.
El doctor asintió con la cabeza. Vio que sí había alguien que escuchaba. Allí estaba Charly para obedecer a su amo en lo que pidiera. Pero no habló. Venía a escuchar qué tenía que decirle el senador en el otro lado del mundo.
—Necesito incrementar los envíos de mercancía en dos mil quinientos kilos mensuales. Siempre concentrada y de máxima pureza. No quiero la variedad suave. He tomado la distribución en Las Vegas, Chicago y Nueva York. Quizás te parezca algo disperso. Así son los mercados. Los Estados de California y Nevada los sigo controlando; los anteriores distribuidores me transfirieron las zonas y de ahora en adelante yo soy el que manda en esas ciudades.
El doctor cambiaba mentalmente el singular por el plural. El orgulloso senador no trabajaba solo... era el empleado de lujo de la mafia norteamericana. Lo habían empujado a su manera entre otros candidatos ponerlo de senador. Ahora lo usaban... y él se apoyaba en sus patrióticos cimientos. Ocampo ya sabía que se habían hecho transferencias de zonas, pero no solamente por dinero, sino a fuerza de balazos. Los territorios se ganaban en guerras entre familias. Esos cambios habían mandado al otro mundo muchos pistoleros a sueldo. Así se jugaba en los bajos fondos. Ganas o mueres.
—Aquí tengo el cronograma de pedidos y la forma en que debe enviarme la mercancía. Todo está asegurado y aceitado. –El nuevo código numérico es el que tiene esta tarjeta. Quería saber su opinión y confirmar las cantidades en tiempo y forma.
Eso significaba que los altos políticos y una cadena de personajes que ostentaban mucho poder estaban corrompidos, y protegían la operación embolsando dinero sucio sin impuestos y sin remordimientos. El doctor Ocampo estudió lentamente la carpeta que le había alcanzado Max. Fechas. Cantidades. Lugares de entrega... todo lo necesario para la operación.
—Max, nosotros somos productores y usted es vendedor de nuestros productos. El más importante distribuidor del mundo por si no lo sabía. Sus pedidos serán cumplidos sin problemas... siempre y cuando sus honestos muchachos de la DEA y su puritano Presidente no nos molesten. De eso debe ocuparse usted en forma tan eficiente como hasta ahora.
El doctor Ocampo conocía a Max. Era como él. Necesitaba que lo reconocieran importante y lo respetaran a su modo por lo que era y por lo que hacía. Ambos eran tan orgullosos que se habrían encargado sus propios monumentos en vida para tenerlos frente a sus escritorios.
Sus palabras fueron recibidas con una amplia sonrisa y un apretón de manos de Max que hizo doler los dedos del manager colombiano.
—Trato hecho. Brindemos por eso.
Charly, sin mediar ninguna orden, traía dos copas y una caja de corcho.
—Nunca tomo alcohol –dijo el doctor Ocampo disculpándose.
Pero Max insistió con su copa de brandy Cardenal Mendoza, de Jerez de la Frontera, bien añejado. El mejor, según su opinión y el único que tomaba. Lo llevaba siempre consigo.
Ambos estaban chocando sus copas cuando se abrió la puerta de la suite y penetró el secretario del doctor Ocampo. Pidió hablar con él sin saludar a Max, y le dijo al oído que el capo del Cártel de Cali lo llamaba por teléfono en su habitación. No lo había llamado por la línea interna pues ésta estaba ocupada con la llamada desde Colombia.
El doctor pidió permiso a Max con un gesto y salieron juntos a contestar la llamada. Volvió nuevamente solo a la suite del senador para completar el brindis. Pero la cara de Max no era la misma... una máscara pétrea y los ojos acerados remarcaban la blancura de sus finos labios apretados de rabia.
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