Primera persona. Margarita García Robayo
Me hice una pequeña genio ante sus ojos, una lectora voraz solo de sus libros, me hice una niña vieja para estar más cerca de él. Los demás no me importaban: mi mamá, mis hermanos, la muchacha del servicio, el perro, las paredes, las calles del barrio, el colegio, los carros de la ciudad, el horizonte después del mar, las murallas y el cielo. Todo era un decorado necesario para que él y yo, y nuestro secreto expresado en guiños matutinos, nos mantuviéramos a salvo.
2
Yo soy un dibujo enmarcado que cuelga de la pared de una casa grande, donde unos animales raros caminan por los pasillos: la gallina azul del caldo Maggi y un canguro enano que come plátanos. Un hombre que es mi padre, pero con la cara de otro, me mira desde afuera y yo trato de saludarlo, pero no puedo porque soy un dibujo. El hombre se baja la bragueta, se frota y se viene con un chorro potente que se estrella en el dibujo como en un cuadro de Pollock; el hombre se acerca y restriega la mano empegostada sobre su nueva obra: “Mi semilla es tuya”.
Yo soy yo y mi papá es él, tal cual. Y me enseña a flotar en un lago color violeta. Mi espalda descansa relajada sobre la superficie, porque sus manos me sostienen por debajo del agua. Mis ojos se fijan en sus ojos, que en el reflejo son los mismos. Él me dice no te muevas, concéntrate, y que me va a sacar las manos de la espalda. Le pido que no me suelte, pero él me suelta y me hundo, me ahogo, me muero y resucito. Salgo del agua disparada como un cohete, llego al cielo y encuentro un meteorito: lo lanzo al lago violeta, donde mi papá sostiene por la espalda a una niña igual a mí. Todo vuela en pedazos.
Yo soy mi padre, pero soy mujer. Mi padre es mi hijo: un bebé hermoso al que amamanto por el pene.
Lo segundo fueron los sueños.
A los once, doce años, mis sueños eran el banquete de un psicoanalista. A los trece todo cambió. Empezó una noche que me había acostado con dolor de barriga y mi mamá me preparó un té de miel que me hizo dormir. Soñé que paría un sapo gordo y baboso que, mientras lo expulsaba, iba mordisqueando las paredes internas de mi vientre y el dolor no se parecía a ningún dolor previo. El sapo no quería salir, se aferraba con colmillos filosos a mis entrañas —había leído la palabra “entraña”, por accidente, en una novelita de Corín— y yo pedía auxilio con gritos desesperados y mudos. Me levanté a la madrugada bañada en un líquido oscuro que era mi sangre. Fui al baño del pasillo, me lavé y me cambié y salí de vuelta para encontrarme de frente con mi papá, sobresaltado: “¿Qué pasó?”. “Nada”. “Oí ruidos”. “Fui al baño”. “¿Qué te pasa, estás bien?”. Ya estaba limpia, pero me sentía sucia. Pensé que el bulto de papel que me había puesto para contener la sangre se había mojado tanto que goteaba. No fui capaz de mirar el piso, me imaginé parada sobre un charco rojo que avanzaba por las baldosas del pasillo hasta cubrir todo el piso de la casa, y salía a la vereda por debajo de la puerta, y se desbordaba por las calles del barrio en un arroyo incontenible: se llevaba por delante casas, carros, edificios.
Me pareció ver en la cara de mi papá una mueca de asco que me hizo agachar la cabeza, primero de vergüenza, después de rabia. Entonces apareció mi mamá, traía un vaso de leche y una pastilla: me tomó del brazo, me acompañó a la cama. Ya había puesto sábanas nuevas, olorosas a Woolite. Me arropó y no dijo una palabra.
3
Lo tercero fueron los besos de otros hombres: besos húmedos, espesos y nada dulces —como mienten las canciones—. Fue una época marcada por la saliva ajena. Un momento de tránsito que debía soportar en pos de un futuro que prometía saciarme de placeres. No sé de dónde había sacado eso, pero estaba convencida.
Mi mundo previo a los besos era algo así: chicas que odiaba porque lloraban por chicos que eructaban en público y recibían ovaciones; chicos que odiaba porque sufrían en silencio por chicas que los miraban como plastas y se reían de ellos en su cara. Un espejo redondo que me hacía redonda. Y un cielo raso agrietado, mi único amigo: gastaba buena parte del día echada en la cama, boca arriba, mascando chicle, largando gruñidos.
Una noche abandoné el cielo raso y me fui a una fiesta de quince. Ahí, entre esculturas de hielo seco, comenzó mi colección de novios grandes: se llamaba R., tenía veintidós y fumaba. Le pedí que me diera una pitada y se negó. Le pedí que me besara y dijo “¿Estás segura?”. R. fue el primero que me preguntó eso que después me preguntarían C., F., D., F. de vuelta, J., G., M., H. y L. No todos fueron novios, algunos no pasaron de un beso y, después de los dieciocho, algunos no pasaron de una noche. De cualquier forma, todos me preguntaban lo mismo, como un modo de curarse en salud: “Entre tú y yo hay siete, diez, trece, dieciséis, veintitrés años de diferencia, ¿estás segura de que quieres?”. Y yo siempre quería. Cuando la luz es verde, los hombres mayores son la mata de lo asertivo. Me gusta lo asertivo. Detesto el balbuceo, la duda, el nervio visible, el “esto nunca me pasó”, el “ahora qué hacemos”: son los gérmenes del engaño.
Entonces: me gustaban los novios grandes por asertivos, sí, pero también —¿sobre todo?—, porque a ellos les maravillaba levantarse a una jovencita como yo. ¿Y cómo era yo? Como todas, pero me creía mejor. Todavía sabía decir tautología y, además, había aprendido a decir: segurísima. Mis amigas no entendían: pero ¿cómo son los novios grandes?, preguntaban, entre asqueadas y curiosas. Y yo decía: son como cualquier novio, solo que más afortunados.
Me gustaban los novios grandes porque, tras la sorpresa inicial, cerraban la boca, llamaban al mozo y seguían: “¿Qué tomas?”. A los dieciséis era delicioso besarse con R. y con C. —y sobre todo con F.—, pero la vida no se detenía después de cada beso: ellos seguían siendo funcionales, gente que pide cafés, y la cuenta, y que se portan como si eso mismo —besarse por primera vez— les hubiera pasado mil veces, porque les pasó mil veces.
Mis amigas insistían en no entender: yo despreciaba las primeras veces. ¿Qué son las primeras veces? Un trámite necesario. Años después la mayoría coincidiríamos en que el verdadero mito de la primera vez es más que un trámite necesario: un castigo doloroso, un karma irrenunciable, un momento de mierda. Mi verdadera primera vez, a pesar de mis novios mayores, llegó bastante después que la de mis amigas, acostumbradas a revolcarse con muchachitos granulientos. Me acosté con J. a los dieciocho: nos separaban ocho años y dos cuadras. Y yo no lo quería de novio, sino de sicario: quería que hiciera el trabajo sucio, que rompiera el himen y allanara el camino para los que vendrían después. Pero J. lo hizo mal, fue piadoso, se asustó con mis quejas de dolor y una noche, cuando ya casi lo conseguía, se encogió como un feto y lloró: “Perdón, yo no puedo, que lo haga otro”.
A los pocos días conocí a otro. Se llamaba G., tenía una guitarra y doce años más que yo. Sus besos eran a veces picantes y a veces amargos, porque fumaba cigarrillos sin filtro. Su saliva era pastosa; se dejaba la barba crecida, lo que le daba un aspecto rudo. A G. prácticamente lo obligué a violarme en un cuarto de motel que olía a desinfectante. A pesar de las lágrimas que me encharcaron los ojos, vi todo el episodio en el espejo del techo: su cuerpo entre mis piernas retorciéndose como un gusano, la cama enclenque y temblorosa, las sábanas gastadas, salidas en las puntas del colchón. Duró poco, dolió mucho. La sangre que salió no se parecía a la sangre que solía salir de mí. Era otra sangre más oscura, casi negra. Estuve un rato mirándome en el techo: al principio con más repulsión que curiosidad, al final, verdaderamente fascinada por mi nuevo cuerpo roto. Mientras yo me miraba, G. agarró su guitarra y cantó Angel y de los otros cuartos nos gritaron porquerías. En adelante, casi no me tocó: se sentía culposo y se portaba tan considerado que me recordaba a J. Lo dejé por M.
4
Lo cuarto fueron los cuartos. Y en los cuartos los amantes. Y en los amantes el sexo. El verdadero sexo, no esa tortura de la iniciación. Cuando se descubre el sexo es mejor no describirlo porque se corre el riesgo de caer en detestables metáforas bélicas. Es así, qué remedio: un orgasmo es lo más parecido a una explosión. Si la máquina de mirar los pensamientos fuese posible, el momento en que ocurre un orgasmo extraordinario estaría, indefectiblemente, asociado a Chernóbil. El buen sexo adquiriría un matiz de incorrección insoportable.
En una playa casi vacía, al lado de un desierto en