Primera persona. Margarita García Robayo
sorpresivas, hoteles de paso, sexo grandioso, sexo pésimo, mudanzas en conjunto, casas chicas, casas gigantes, hijos proyectados, hijos descartados, hijos remplazados por un gato. Le faltaban más mudanzas, un jardín con parrilla, amigos en común, peleas horrendas, sexo de reconciliación, sexo sin ganas, temporadas sin sexo, sexo con otros, sexo con nadie más. Le faltaban enemigos, cumpleaños en familia, cumpleaños íntimos, regalos perfectos, regalos malísimos, aniversarios tristes por la ausencia del otro, aniversarios felices por la ausencia del otro, aniversarios olvidados. Le faltaban seis, siete, ocho aniversarios. Y un auto chocado, dos, tres veces. Le faltaban decenas de viajes, mudanzas en singular, encuentros fortuitos y tristes, recuerdos felices para olvidar y el vacío que resulta de sumar todo eso.
Pero, al mismo tiempo, a ese día no le faltaba nada. Tal como lo confirma la evidencia, en ese pequeño rincón brumoso, T. y yo vivimos felices para siempre.
Suelo decirme que ni los buenos ni los malos ratos que pasé con T. se relacionan con la diferencia de edad, pero sé que es mentira. A ver: si tuviera que atribuir una razón al éxito —es decir continuidad— de mi relación con T. y al fracaso —es decir ruptura— de otras, diría que tiene que ver con la conciencia extremada de la diferencia y la poca necesidad de disimularla. Y si tuviera que atribuir una razón al fracaso —es decir ruptura— de mi relación con T. y al éxito —es decir continuidad— de otras, diría que tiene que ver exactamente con lo mismo. Lo de la diferencia funciona en los dos sentidos: la excitación del exotismo —una pareja dispar, diga lo que diga, siempre estará cargada de exotismo— puede ser agotadora. La “normalización”, en cambio, es paliativa. Hubo momentos en que, para mí, fue demoledor saberme distinta, y saber, sobre todo, que ser distinta era irremediable; lo que durante mucho tiempo me pareció un ejercicio de poder que demostraba una excentricidad caprichosa —miren: salgo con viejos—, ahora lo reconozco como una diferencia genuina frente a una buena porción de contemporáneas. Quiero decir, no soy tan fea, ni tan tonta, ni siquiera tan gorda. O sea, me creería capaz de conseguir un novio joven y apuesto que me situara en el equilibrio de mi hábitat generacional: las fotos de Facebook donde mis amigas se muestran radiantes con sus vestidos de novia, sus maridos mozuelos y, luego, indefectiblemente, sus bebés rosados y carnosos. Las veces que lo intenté —las veces que me dije OK, quiero ser como el resto—, seguí fracasando empeñosamente: hay algo frágil y volátil en la consistencia de la relación que establezco con los hombres menores, que mi torpeza —inexpertis— no permite que cuaje.
A veces pienso que llegaré a los cincuenta con uno de veintipocos y un día en el que me sienta inusualmente generosa, lo miraré condescendiente: “Tranquilo, ya se te va a pasar”. Y le entregaré en ese gesto todo mi amor. O sea, a veces pienso que a mí también se me va a pasar. A mi madre no se le pasó, mi padre ya no está con ella y no solo lo sigue queriendo, sino que lo quiere más. Pero nadie dijo que el amor por los hombres mayores se chupara del líquido amniótico: no soy mi madre, ni busco a mi padre, aunque este texto insinúe lo contrario. Probablemente, de una manera muy distinta a la suya, todo lo que quiera es llegar al final con la fantasía de que mi historia es única y que, aunque el mundo esté lleno de muchachitas insolentes que enamoran viejos, ninguna será como yo, ni sus hombres como el mío, quien seguramente ya no vivirá para oír este relato, salvo en mi recuerdo magnificado.
Buenos Aires, diciembre de 2011
RAPTO DE LOCURA
La luz que entraba por la puerta de mi casa era escasa y sucia.
La tarde se había puesto color barro.
Después de atravesar el umbral venía el pasillo, un surco recto y estrecho que conducía a un estar flanqueado por tres habitaciones. A ella la encontramos sembrada a mitad de camino, apretándose la cabeza con las manos, presionando en los costados como si quisiera exprimírsela. “¡Me quiero morir!”, gritaba. Yo acababa de llegar con un chico con el que empezaba a salir y solo atiné a mirarlo con vergüenza, al tiempo que alzaba los hombros:
—A veces hace eso.
Cuando volví a mirarla ya estaba en el piso, acuclillada, meciéndose sobre los talones y llorando. Se le pasaba más o menos rápido. Y cuando se le pasaba ella misma se reía y se ponía en ese lugar que siempre le calzó tan bien: el de la madre impulsiva, torpe, imperfecta, nerviosa y un poco infantil, pero entregada en cuerpo y alma a su familia.
—Entra —le dije al chico—, siéntate en la sala que ya vengo.
Él sacudió la cabeza:
—¿No piensas hacer nada? ¿No vas a llamar a alguien?
Últimamente ya nadie le seguía el juego. Cuando le entraban sus ataques (así les decía ella, así les decíamos todos), la dejábamos hacer lo suyo, hasta que se agotaba. Y eso le expliqué.
—No, no —el chico negaba—, ¿no te das cuenta?
La volví a mirar. Se había sentado, la espalda contra la pared y las manos tapándole la cara.
—¿Cuenta de qué?
Pequeños sollozos ahogados. Ya los conocía. Después de eso venía la respiración amplificada: aspirar hondo por la nariz y exhalar con fuerza por la boca, produciendo ruidos cavernosos, como la anciana que no era. Y los brazos en alto, para facilitar el trabajo de los pulmones, decía ella, pero yo pensaba que era una forma —su forma— de rendirse.
—Ey —el chico dio unos pasos lentos hacia atrás y atravesó el marco de la puerta. Me señaló con el índice y soltó—: Tu mamá está mal de la cabeza.
Antes, hace mucho, les echaba la culpa a las telenovelas. Décadas de consumo activo de Televisa y Venevisión. Conductas dramáticas extremadas, deformadas bajo el gusto de Delia Fiallo, Inés Rodena, Caridad Bravo Adams, Maricármen y Cuauhtémoc, y otros. Algo de todo eso debía quedarse adentro. Lesiones, mayormente.
Era notable su empeño en seguirlas día a día y en ver, además, los resúmenes del fin de semana; y la mirada siempre brillante y temblorosa, al borde de la erosión emocional. Mi madre podía repetir parlamentos extensos de Valeria y Maximiliano, y en cambio era incapaz de escuchar con un mínimo de atención lo que le decía un interlocutor de cuerpo presente. Mi madre —está bien, hablemos de una abstracción arbitraria que hago de ella—, ya lo dije tantas veces, ya la disfracé de tantos personajes, solo responde a su monólogo interno.
Le funciona. Con muchas grietas, es cierto. Pero se ha hecho un lugar en el mundo a fuerza de tergiversar su condición patológica en una especie de manía inofensiva que, en teoría, solo la daña a sí misma. Cuando se es madre no hay nada que solo te dañe a ti misma. Ella debía saberlo, aun así, no lo controlaba.
Esa tarde, cuando entré a la casa con ese chico que no volví a ver, por suerte, entendí que la justificación que me había inventado me servía para darle un marco superfluo y bizarro, incluso gracioso, a un comportamiento con el que tenía que convivir. Nadie quiere convivir con la locura, prefiere disfrazarla de otra cosa. Pero esa tarde, cuando un extraño me señaló lo obvio, dejé de hacerme la estúpida y entendí que debía preocuparme; y que debía haber algo más: un trastorno leve pero quizá visible en una tomografía; o alguna función mal llevada por su cerebro que, para tantas otras cosas —nombres de actores, cumpleaños de parientes, peleas anacrónicas, cuentas domésticas— funcionaba como una máquina perfecta. Lo que estaba claro era que la dimensión del problema nos excedía a todos. Entonces hacíamos lo que mejor nos salía, porque fue lo que mejor nos enseñaron a hacer: negar.
—No tiene nada —dijo mi papá—, si no la molestan va a estar bien.
Como si habláramos de un perro díscolo.
Obedecí. Pero más adelante, poco después de abandonar la casa paterna, se lo dije directamente a ella. Me visitaba en la oficina donde hacía mi pasantía de periodismo, se tomaba un tinto con la sonrisa tensa. Esa mañana había atropellado, sin querer, a nuestro perro Junior. Ella salía del garaje en reversa, iba deprisa; él dormía detrás de la rueda trasera. Ya estaba viejo, muy. Y ciego, pobre.
—No sufrió —decía