Primera persona. Margarita García Robayo
calor —contestó. Y tomó una bocanada de aire voluminosa, como si estuviera a punto de sumergirse en lo profundo del océano. Pero no le alcanzó, porque enseguida tomó otra y otra, y empezó a respirar más rápido sin dejar de abanicarse. Hiperventilar, se llama a eso, pero yo todavía no les atribuía nombres a sus síntomas. Solo sospechas.
—Pero qué calor —repitió.
—El aire está a full —contesté sin moverme de la silla.
Ella se había puesto de pie: caminaba en círculos, manos en las ancas, en el espacio escaso de mi oficina. Yo intentaba no marearme, pero a medida que circulaba el resto de cosas se movían con ella y me situaban a mí en el centro de ese torbellino emocional, procurando controlar que todo se mantuviera anclado al piso, que nada volara por los aires y se estrellara contra las paredes.
Ese día, después de que se fue, dediqué varias horas a googlear lo que creía haber visto en ella; era una especie de crisis nerviosa que le aceleraba las pulsaciones como si acabara de correr una maratón.Por eso sentía que se ahogaba. Cuando se presionaba las sienes era porque, probablemente, le estaban palpitando. “¿Cómo se apaga un tambor que no para de sonar dentro de tu cabeza?”, preguntaba una mujer en un foro de nerviosos. Pude ver a mi madre encarnando cada uno de los síntomas que figuraban en las listas desplegadas al lado de fotos de gente desorbitada:
Explosión colérica.
Pérdida de control de las emociones.
Imposibilidad de responder de una forma equilibrada ante la ansiedad.
Temblor, taquicardia, tensión muscular, sudoración abundante.
¿Cómo se curaba todo eso?
—Busca ayuda, mami —le dije esa noche, cuando la llamé por teléfono—, no estás bien.
Y le entró un ataque.
Los sábados eran el día. Mi mamá se enfundaba en jeans elásticos y se alborotaba el pelo con las manos dejándose una mata de rulos negros que, combinada con sus Ray-Ban y los blusones de algodón, le daba un aire sesentoso. Todavía no había adoptado el que sería su peinado más recurrente: un moño apretado en la mitad de la cabeza que despejaba su cara morena y la hacía una auténtica misia.
Debía tener unos treinta y largos cuando los rulos,cuando esos sábados. Mis hermanos y yo corríamos al Polara, y nos enrumbábamos al pueblo para hacer el mercado en uno de esos abastos de antioqueños solícitos que se echaban a la espalda los sacos de mercadería, como mulas. El premio era una paleta de frambuesa que vendían ahí mismo, y que había que tragarse en tres bocados para que no se te derritiera en la mano. Pero antes de eso, estaba la ruta al pueblo. Y en la ruta estaba la radio en una emisora de boleros que ella se sabía de memoria —“Lindo capullo de alelí…”—, y las ventanas abiertas y el viento pegajoso pero fresco. Y en la ruta, ya casi al final, cuando los carros disminuían la velocidad para doblar hacia el pueblo, estaba la clínica del doctor Morales: un edificio verde manzana con ventanas enrejadas de las que los locos se agarraban y gritaban cosas a los que arrastraban las carretas de verdura por el costado de la vía. Cuando éramos chicos nos reíamos, nos parecía una cosa fascinante pero también tenebrosa. Nos reíamos de nervios. Una amenaza frecuente en mi casa de la infancia era que, si nos portábamos mal, nos llevarían a donde el doctor Morales. Y eso no era una cosa abstracta, como el limbo o el infierno. Todos sabíamos dónde estaba el doctor Morales.
En el abasto, mi mamá les daba órdenes a los tenderos: que le subieran tal o cual saco, que le buscaran los mejores tomates. Y ellos le decían “Sí, patrona, cómo no”.
O puede que no.
Mis recuerdos suelen estar contaminados.
Quizá ella llenaba sus bolsas, como todos los demás, y los tipos las subían al carro y recibían su propina.
Tengo la tentación de recordar a mi madre joven como una especie de doña Bárbara que a lo mejor no fue. La verdad es que, por fuera de los ataques, nítidos en mi memoria, casi todo el resto se me escapa y tiendo a reconstruirlo como más me gustaría que fuera. Mi madre: una mujer fuerte y mandona con jeans apretados y caderas caribeñas; mi madre: una señora de carácter que se plantaba con pataletas para conseguir lo que quería, aunque nadie sabía interpretarlo y los intentos por calmarla y complacerla derivaban rápidamente en la impaciencia, el enojo y, finalmente, el desprecio solapado. Ya se le va a pasar, decía mi papá, y seguía con su libro o su noticiero o su plato de comida, simulando que el llanto asfixiante que inflaba las venas verdes del cuello de su esposa era un zumbido molesto pero —en la medida que se hacía constante— tolerable.
Nunca vi al doctor Morales. El día que lo tuve más presente fue esa vez que mi madre sugirió que Matilde, la empleada de la casa, debía ir a verlo. ¿Por qué? Porque hablaba sola. Varias veces mi hermano la había descubierto diciendo cosas a nadie, mientras le pegaba con un palo a la ropa que lavaba en la batea. Pero eso era accesorio, lo peor fue una vez que Matilde llegó tarde y mintió. Con un par de llamadas, mi madre averiguó rápidamente el engaño. Cuando Matilde llegó a la casa, empezó a interrogarla; primero con delicadeza, después se puso más incisiva. De a poco la fue acorralando hasta que se fundió en su sombra; la perseguía y le decía: “Dime la verdad, estabas con el policía, ¿cierto?”. Matilde se escabullía como una rata cercada: “Déjeme, señora, por favor, déjeme tranquila”. “Ay, Matilde, qué poco te quieres”. “Se lo ruego, señora, déjeme en paz”. “Qué puta, Matilde”. Hasta que Matilde estrelló unos platos contra el piso y empezó a llorar, a gritar, a jalarse de los pelos. Terminó echada en un rincón, encogida en su corpulencia, como una gran albóndiga: “Nadie me quiere, señora”, lloraba, se limpiaba los mocos con un repasador curtido. Mi madre, ablandada, se agachó para abrazarla: “Yo te quiero, mija”.
Esa noche —mientras cenábamos los fritos que había tocado ir a comprar a un puesto de ruta porque Matilde no cocinó— mi mamá le dijo a mi papá que quizá le haríamos un favor llevándosela a Morales. Mi papá se rio:
—¿Será para tanto? —Tenía los labios brillantes de aceite.
Mi mamá se puso seria. Su plato estaba intacto:
—Eso que hizo no es normal —dijo—, ¿no lo ves? Matilde está loca.
Al principio un loco era alguien que se comportaba distinto al resto. Que hacía cosas raras y destructivas. Que deliraba y se desviaba de la conducta convencional. Que hablaba y se reía solo, que se sacaba la ropa y los mocos y salía a caminar, y se agachaba en una vereda a hacer sus necesidades.
Después, loco era el epiléptico, y el leproso. Y la encarnación del mal.
Hubo una época en que se invirtieron los papeles: locura y razón fueron una misma cosa que, en determinados momentos, se desdoblaba para revalidar su presencia necesaria en el mundo. Se empezó a aceptar que la gente no tenía que ser solo loca, que cada tanto se podía tener “brotes” y no era como para escandalizarse. Los artistas, los bohemios, los libres se hacían los locos. Dejaban salir esa parte reprimida por el resto y sus conductas cobraban formas extrañas o delirantes pero pasajeras.
Hubo otra época en que la locura empezó a tratarse con encierro. La razón se impuso con violencia. A los locos y a los raros se los recluía porque eran una amenaza para el resto: no hay tal cosa como un loco inofensivo. Con el tiempo se le fueron poniendo nombres y marcos a las manifestaciones de la locura. Una de las más visibles debió ser la esquizofrenia, pero hay tantas y tantas. Loco, en todo caso, sigue siendo alguien que se aparta del concepto que la mayoría supone de normalidad, que no sabemos muy bien lo que es, pero somos rápidos detectando lo que no es. Conclusión: ser loco no es normal, punto.
Pero tampoco es algo necesariamente malo. A veces sí, sobre todo cuando resulta un tormento para quien lo padece.
No es que mi madre estuviera loca, no exactamente, pero padecía un desequilibrio que nadie encaraba como tal. Ella menos. Y sufría. Mucho. Sugerir un psiquiatra o un psicólogo en el contexto en el que crecí era lo mismo que mandarla a la hoguera en plena Inquisición. Entonces iba