Por fin me comprendo. Alfredo Sanfeliz Mezquita
que nuestros procesamientos menos conscientes y sujetos a predeterminación han adoptado. Es en realidad una facultad de frenar o impedir voluntariamente lo que de manera predeterminada alguien o algo dentro de nosotros ha decidido.
No obstante las disquisiciones anteriores, quiero aclarar que a efectos de este libro me referiré a «lo voluntario» como aquello que vulgarmente entendemos por voluntario, e incluiré por tanto en ello aquello que «creemos que es voluntario», por más que la ciencia discuta si verdaderamente lo es o no. De alguna forma personalmente necesito creer en la existencia de lo voluntario. Y necesito creer en ello por más que la ciencia diga que «lo voluntario» es una mera ilusión. Aunque suene contradictorio, combino y compatibilizo mi confianza y adhesión a la teoría científica sobre la no existencia de una verdadera y libre voluntad individual que no se encuentre predeterminada con mi creencia en la existencia de la voluntad y el mérito con soporte en una dimensión espiritual. Necesito y tengo tendencia siempre a dejar espacio para la duda ante lo desconocido sabiendo que a menudo ignoramos lo que ignoramos como ignoraban los bosquimanos del Kalhari que la radio funciona porque existen potentes repetidores en lejanas ciudades. Sin este espacio de misterio para dar sentido a las cosas y depositar en él mis incógnitas sin resolver no podría vivir.
No es una sola cosa lo que nos mueve en nuestro día a día. Sin duda estamos sujetos a fuerzas y motivaciones variadas que confluyen y que muchas veces son contradictorias. Existen distintas variables en nuestro juicio de lo que es bueno para nosotros y, aunque no existe, buscamos una fórmula que lo determine con rigor o claridad. Desde luego, tenemos que sobrevivir cada día, y ello está claramente entre nuestros objetivos, pero ¿debemos de preocuparnos hoy de cómo viviremos dentro de treinta años y moldear nuestras actuaciones para tener entonces una vida mejor? ¿Debo renunciar a ciertas actividades o placeres que me atraen porque revisten cierto peligro para mi supervivencia ahora o en el largo plazo? ¿Y todo ello en qué medida?
En este capítulo trataremos de entender cuál es el juego de fuerzas que orientan nuestras actividades y cuáles son nuestros mecanismos para canalizarlas, pero sin pretender abordar cómo deben gestionarse, administrarse y equilibrarse dichas fuerzas. Serán los últimos capítulos de este libro los que tratarán precisamente de las cuestiones relativas a la forma de gestionar y equilibrar esas fuerzas, tratando de concluir quién dentro de nosotros debe administrar los deseos o preferencias de los distintos «yoes» que tenemos o somos para determinar un comportamiento u otro.
Los instintos, cuestión de supervivencia
Cuando no entendamos por qué alguien hace algo, tratemos de buscar su conexión con nuestro instinto más básico de supervivencia y mantenimiento de nuestra especie concebido de forma amplia. Seguramente ese instinto, a través de múltiples y particulares estrategias de actuación, podrá darnos claves para su comprensión.
Sin duda somos seres que hemos sido creados para vivir. Nacemos configurados para sobrevivir, programados con la función de supervivencia. La orden interna de vigilar que nuestras actuaciones nos permitan seguir viviendo es indudablemente la instrucción de mayor peso para orientar nuestras actuaciones. Llamamos «instinto de supervivencia» a esa programación genética con la que todos nacemos.
De una u otra forma, nuestra programación para la supervivencia condiciona todas o casi todas las actuaciones de nuestra vida y trabaja sin descanso buscando caminos que nos llevan a alargar nuestra existencia en la Tierra. Podría ser comparable a un navegador de Google Maps en el que el destino está abierto pero siempre condicionado a mantener una mínima distancia con un punto del mapa móvil al que se denomina «la muerte», como si estuviéramos aplicando una orden de alejamiento con ese punto móvil. Ese navegador en forma de instinto de supervivencia nos permite deambular por el mapa pero nos da un aviso cada vez que nos salimos de la ruta adecuada y perdemos la distancia mínima de alejamiento, poniéndose insistentemente pesado cuando persistimos en coger el camino equivocado que nos acerca más de la cuenta al punto no deseado que es la muerte.
Como un ordenador con su programación, nuestras vidas están sometidas a la instrucción y el mandato biológico de vivir, y todo aquello que nuestra sabiduría espontánea de vida (instinto) nos dice que es malo de algún modo nos genera dolor o sufrimiento en forma de desasosiego, mala conciencia, temor etc. Con carácter general aquello que deseamos y lo que rechazamos, a través de nuestro sistema de sentimientos y emociones, del dolor y del placer, se encuentra al servicio de ese objetivo de supervivencia. No vivimos con consciencia de ello ni de las relaciones que existen entre esas fuerzas del deseo o del dolor, el asco etc. y nuestra supervivencia. Pero son dichos mecanismos los que moldean nuestras acciones y preferencias y suponen una magnífica vía de auto-protección a medio y largo plazo.
Al igual que les ocurre a los ordenadores o a los programas en ellos instalados, en ocasiones «petamos o nos colgamos» y dejamos de funcionar y comportarnos al servicio de nuestra supervivencia. Parece que queda desactivada esa función instintiva de auto-protección. Son actuaciones en las que podemos incurrir fruto de distorsiones en el funcionamiento de nuestro sistema emocional, de enajenaciones mentales naturales, del consumo de drogas o de un desequilibrio en el uso de los mecanismos de dolor y placer que nos lleven a abusos de un tipo u otro en nuestras conductas.
Pero quitando esas excepciones, resulta maravillosa la espontánea inteligencia combinada con la que venimos programados de serie para sincronizar nuestras actividades internas y externas al servicio de mantener con vida nuestro cuerpo, no solo en el corto plazo sino también en el largo. La ciencia continúa mejorando la comprensión de la increíble interrelación de unos y otros órganos, y de unas y otras funciones y procesos mentales, racionales, emocionales, sentimentales. Todos ellos se encuentran maravillosamente integrados e interactúan entre sí al servicio de un propósito: continuar viviendo y con «buena vida» para mantener la fortaleza.
Pero siguiendo con el símil de los ordenadores, no solo es la vida del propio usuario la que nuestra programación trata de proteger. Además de ese instinto de supervivencia, venimos también programados con el instinto de conservación de nuestra especie. En virtud de este instinto, nuestra programación nos lleva a buscar la descendencia y a protegerla para que pueda a su vez sobrevivir. Ello tiene su manifestación en el atractivo sexual para activar la procreación y en los instintos maternales y paternales que nos llevan a cuidar de nuestros hijos e incluso a dar la vida por ellos.
Cabe interpretar incluso que el instinto de supervivencia individual es una consecuencia de este instinto principal de conservación de la especie, sin duda de ámbito mayor. Pues sobrevivir individualmente, al menos durante una etapa hasta la total crianza de los hijos, parece la mejor contribución para la conservación de la especie.
Considero que ambos instintos no se mueven en un plano de superioridad de uno respecto al otro, sino en el de una perfecta integración de los mismos al servicio de nuestra naturaleza más puramente animal. Basta para ello observar cómo la fuerza de cada una de las motivaciones a las que nos llevan los instintos evoluciona a lo largo de la propia vida. Así, pasamos del egoísmo infantil en las primeras etapas de la vida a la entrega y el sacrificio de los padres para la educación y protección de los hijos en unas etapas posteriores. También se observa, al margen de la crianza y protección de la descendencia, una mayor inclinación o sensibilidad «conservadora social» en etapas más maduras de la vida una vez nos hemos «ganado la vida» a nivel individual. Este cambio se sincroniza también con la evolución de los valores de una persona a lo largo de una vida, como he comentado en el apartado de «Nuestro código moral».
Por otra parte, el instinto sexual y el de reproducción son realmente componentes del instinto mayor de mantenimiento de nuestra estirpe o especie. Y conectado con ello se observan en la naturaleza animal muchos comportamientos de rivalidad, de demostración de fortaleza, de señalamiento del territorio propio y de manifestación de signos de dominio para atraer al sexo contrario e imponerse frente a los competidores del mismo sexo. En el mundo humano y haciendo un paralelismo, se manifiesta en muchos de nuestros comportamientos sociales de búsqueda de estatus, dinero, respeto, poder etc. ¿No vemos a menudo como personas de nuestro entorno «marcan el territorio» en sus empresas o en la sociedad? En general, en la naturaleza los «machos» quieren resultar atractivos para las «hembras» y viceversa. Y en nuestra sofisticación social