Por fin me comprendo. Alfredo Sanfeliz Mezquita
una de las mentes más brillantes de la Historia de la humanidad, respondió que preguntaría «¿Cómo empezó el Universo? Porque todo lo que vino después es matemática». Sin embargo, tras pensárselo un poco cambio de opinión y dijo «en lugar de eso preguntaría, ¿por qué fue creado el Universo? Porque entonces conocería el sentido de mi propia vida».
Dentro de esa dimensión y universo de la trascendencia y la espiritualidad, el ser humano sitúa todas sus creencias o dudas respecto a la existencia del alma, la supervivencia más allá de la muerte corporal, la vida eterna, la posible resurrección o reencarnación, y desde luego a eso inaprensible que llamamos Dios. La naturaleza de Dios, divina por definición, impide comprender bien lo que es y en qué consiste esa naturaleza sobrenatural propia de Él. Es por tanto muy atrevido no tener ninguna duda respecto de algo que no somos muy capaces de concebir. Pero a pesar de ello el motivo religioso ha sido y es uno de los grandes provocadores de muertes violentas.
Pero también sitúo en ese universo del misterio y de la espiritualidad todo el maravilloso mundo del amor, cuya descripción casi solo puede acometerse a través de la poesía. Junto con el miedo, el amor es la mayor fuerza movilizadora de la actividad humana. Y muy relacionado con el amor se sitúa el universo de la belleza en todas sus manifestaciones, que tienen en el arte su canal de expresión pero que se encuentra también en ese territorio de lo indescriptible, de lo no sujeto a regla alguna definida, sino que adquiere carta de naturaleza gracias a la conexión y el compartir entre humanos los conceptos de arte o belleza a través de algo mágico, misterioso.
Es también en el espíritu donde alguien tan escéptico como yo encuentra sin explicación el verdadero amor como única fuente de verdad. Se trata para mí de una verdad que no es cuestionable por no ser comprensible. El amor es una verdad experimentable, y como experiencia se hace incuestionable. Es una verdad que no necesita explicación pero que nos inunda de plena confianza para descansar en ella y ser solución a todos los conflictos y dilemas que nos afectan internamente, irradiando la paz y la justicia que son propias de ese bien supremo que es el amor. El espíritu de amor es una verdad que se vive y se siente pero que difícilmente resulta explicable ni comprensible para quien no comparte las vivencias espirituales.
Es quizá la dimensión trascendente o espiritual del ser humano la que me atrevo a decir que hace más diferencial al ser humano del resto de seres vivos. Pero lo digo sin ningún conocimiento de causa y sin capacidad de conocer fenómenos de similar naturaleza que pudieran darse, vivirse o sentirse de forma similar, aunque quizá primitiva, en otros seres vivos. En cualquier caso, de forma muy arraigada, parece que los humanos nos creemos que somos los únicos con estas inquietudes.
Como he mencionado, soy conocedor de las teorías o incluso de ciertas afirmaciones científicas que nos hablan del «gen religioso» en los humanos como una creación evolutiva del hombre que constituye un mecanismo para aplacar las inquietudes propias de su existencia. Compartir y aceptar la existencia de dicho gen no es para mí incompatible con mis creencias religiosas ni con mi descanso y confianza en ese universo del misterio ante cualquier desasosiego existencial. Más bien al contrario: estimo que quienes vivimos con relevancia una dimensión trascendente, espiritual o religiosa no debemos negar las verdades científicas que explican el funcionamiento de nuestro mundo y de nuestro propio cuerpo. Son conocimientos que dan explicación a los fenómenos físico-químicos que dieron lugar a nuestro mundo y que dan también explicación al funcionamiento de nuestro cuerpo, nuestras creencias, sensaciones… Son explicaciones en el ámbito y con perspectiva científica que, aun pudiendo ser ciertas, son compatibles con otras explicaciones de más complejo calado, de mayor perspectiva y con la incorporación de las dimensiones acerca del origen y el sentido.
En este sentido, la Iglesia ya cometió hace unos cientos de años el gráfico error de negar que la Tierra giraba alrededor del Sol cuando la ciencia acreditaba lo contrario. Parece hoy evidente, con la perspectiva del siglo XXI, que el hecho de que sea la Tierra la que gire alrededor del Sol o lo contrario es algo absolutamente irrelevante para gozar o no de fe o creencia en un Dios o en cualquier forma de ser o fuerza «superior».
Muchos científicos y personas niegan la existencia de ese universo del misterio por el hecho de conocer determinados fenómenos físico-químicos que nos afectan y dan una explicación desde ese ámbito a muchas cosas que nos ocurren. Es evidente que nuestro cuerpo es un laboratorio químico y que son las secreciones de un tipo u otro las que contribuyen de forma determinante a nuestro bienestar y sufrimiento. Y es también evidente que las secreciones están siempre asociadas a nuestras actividades y conductas, como se segregan endorfinas haciendo deporte, se cambia la regulación del ácido gamma-aminobutírico (GABA), la serotonina o la norepinefrina durante la meditación o se activa el núcleo accumbens al sentir placer. Y negar esto hoy desde argumentos de fe religiosa me parece algo tan equivocado como lo fue hace siglos la negación por la Iglesia Católica de que la Tierra giraba alrededor del Sol. Pero todas esas verdades científicas no destruyen las convicciones y vivencias espirituales, que no pueden, en ningún caso, ser tratadas con el método científico.
Me cuesta mucho aceptar el fundamentalismo de algunos científicos cuando declaran categóricamente determinadas cuestiones, como por ejemplo que se puede probar la no existencia de Dios. Me permito recomendarles una mínima humildad que los lleve a aceptar que hay un territorio más allá de la ciencia en el que pueden existir otras explicaciones, aunque no seamos capaces de acceder a ellas. Y como ejemplo de esa humildad científica que yo creo que deberían tener todos los científicos me permito trascribir un extracto de un libro de David Eagleman titulado Incógnito. En este pequeño relato, David Eagleman, siendo uno de los grandes expertos hoy en neurociencia, tiene la suficiente humildad para admitir que la ciencia tiene sus límites y para ello nos relata una situación teórica creada a modo de mero ejemplo. En esa pequeña historia hace un paralelismo que deberían tener más presente los científicos que con cierta arrogancia desprecian o afirman la inexistencia del misterio más allá de los límites del propio método científico que se basa en la observación con límites en lo conocido. Merece la pena dedicar un par de minutos a esta transcripción literal que el propio Eagleman denomina «la Teoría de la radio»:
«Imagine que es usted un bosquimano del Kalahari y que se topa con una radio de transistores en la arena. Puede que la coja, haga girar los botones y de repente, para su sorpresa, oiga voces brotando de esa extraña cajita. Si es usted curioso y tiene una mente científica, puede que intente averiguar qué ocurre. Puede que levante la tapa trasera y descubra un nido de alambres. Pongamos que ahora comienza un estudio concienzudo y científico de qué provoca las voces. Observa que cada vez que desconecta el cable verde, las voces callan; cuando vuelve a conectar el cable se vuelven a oír las voces. Lo mismo ocurre con el alambre rojo. Si tira del alambre negro las voces se vuelven embrolladas y si elimina el alambre amarillo el volumen se reduce a un susurro. Lentamente lleva a cabo todo tipo de combinaciones y llega a una conclusión clara: las voces se basan por completo en la integridad del circuito. Al cambiar el circuito, se deterioran las voces.
Orgulloso de sus nuevos descubrimientos, dedica su vida a desarrollar una ciencia de cómo ciertas configuraciones de cables crean la existencia de voces mágicas. En cierto momento, un joven le pregunta cómo es posible que algunos circuitos de señales eléctricas puedan engendrar música y conversaciones, y usted admite que no lo sabe, pero insiste en que su ciencia está a punto de desentrañar el problema en cualquier momento.
Sus conclusiones se ven limitadas por el hecho de que no sabe absolutamente nada de las ondas de radio ni, en general, de la radio electromagnética. El hecho de que en ciudades lejanas existan estructuras llamadas repetidores de radio (cuyas señales producen las ondas invisibles que viajan a la velocidad de la luz) le resulta algo tan ajeno que ni siquiera se le pasaría por la cabeza. No puede saborear las ondas de radio, no puede verlas, no puede olerlas y no tiene ninguna razón acuciante para ser lo bastante creativo como para ponerse a fantasear acerca de ellas. Y si soñara con ondas invisibles de radio que transportan voces ¿a quién podría convencer de su hipótesis? No posee ninguna tecnología para demostrar la existencia de las ondas y cualquiera le señalará, con razón, que tiene la responsabilidad de convencer a los demás. Así acabaría convirtiéndose en un materialista de la radio. Concluiría que, de alguna manera, la configuración correcta de cables engendra música