El miedo tiene los ojos grandes. Gustavo Sanabria

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      El miedo tiene los

      ojos grandes

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      El miedo tiene los

      ojos grandes

      Ana Mardoquea

      Bucaramanga, 2019

      Página legal

      El miedo tiene los ojos grandes

      Ana Mardoquea

      © Universidad Industrial de Santander

      Reservados todos los derechos

      Ilustraciones: Ana Mardoquea

      ISBN: 978-958-52740-5-1

      Primera edición: septiembre de 2019

      Edición, diseño, diagramación e impresión:

      División de Publicaciones UIS

      Carrera 27 n.° 9, ciudad universitaria

      Tel.: 6344000, ext. 1602

      Bucaramanga, Colombia

      [email protected]

      Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra,

      por cualquier medio, sin autorización escrita de la UIS

      Impreso en Colombia

      Prólogo

      Adentrarse en un buen libro no es viajar sino dejar ir. Dejar ir porque en la distancia renunciamos a todo lo que no nos ha pertenecido. En la distancia nos pertenecen recuerdos de personas y lugares que van a nuestro encuentro tanto como nosotros al de ellas. Y en ese encuentro, sin sincronía alguna, vamos regalando segundos y recibiendo instantes en la construcción de la forma en que recordaremos y seremos recordados. En la cercanía no nos pertenece nada ni nadie. La distancia y el pasado son para escribir, para cuestionarnos, para imaginar, para acercarnos a otras realidades con el puente de la familiaridad humana. La realidad es fiel cuando se transforma y se extiende en busca de otras realidades para escupirlas o complejizarlas; lo demás es autoayuda.

      Encuentros y despedidas resumen nuestra vida. De un libro leído nos podemos despedir, pero nunca olvidar, en especial cuando sus personajes se asemejan a nosotros, a nuestra historia y a los que vivimos más acá de la universalidad de los clásicos. Hallamos en El miedo tiene los ojos grandes a personajes y situaciones cercanas que se tornan inverosímiles por el peso de su relato. Podemos caer en cuenta de que nuestra realidad, separada y expuesta en un libro, efectivamente es lo que es; y no dejamos de sorprendernos de ella, a pesar de la cotidianidad que nos involucra.

      Los personajes de este libro son como cualquier tipejo que podemos encontrarnos a lo largo de nuestra vida, tan desagradable como el aliento de Camilo en el cuento que da título al libro. Nos es dado identificarnos con la resignación cristiana de las mujeres de la cuarta, primera y segunda historia: Susana con la familia de su esposo; Eugenia con Camilo y Mónica con Bucaramanga, una ciudad de tedio, indiferencia y persecución. Entender en “Hasta la Victoria siempre” –de una vez por todas– que ser militar o policía no es una decisión laboral, sino una actitud ante la muerte y la vida: Ernesto, una vez milico siempre milico. Reconocer a Leonardo, esposo de Susana, como aliciente de la muerte y como emisario de la muerte misma. Saber que da lo mismo estar muerto que seguir a Luardo a “La tumba del alemán”, y que lo mismo es estar muerto que ser Luardo.

      Mujeres resignadas y hombres fatales componen los relatos de este libro.

      La escritura de Ana es visceral y urbana, devela las grietas humanas de la ciudad, de los personajes hacia el lector, y no al revés. Después de su lectura, cada cuento invita a salir de noche para perderse en los andenes, o por el contrario, quedarse en la cama rehuyéndole a la calle y con las cobijas encima: emprender un sueño incierto o levantar una botella que no se quebró en la caída.

      La escritura es lo incierto y a la vez es suelo. Ana, escritora, dibujante, cantante, profesora, andén y vereda. Si algo dejamos es esto, y si por algo más nos recuerdan no queremos saberlo; porque escribir y publicar es soltar, es renunciar a un componente que jamás nos perteneció, porque le pertenece a la sociedad que patea y levanta, la del prójimo y la del enemigo, la de nadie en la cercanía y de todas las personas distantes y ausentes. Y por ellas, salud.

      Cada relato, por filosófico, poético y literario, es más nuestro.

      José Curiel

      El miedo tiene los ojos grandes

      Envidiaba la vida de Eugenia. ¿Cómo podía ella haber hecho tanto? Podía atravesar el mundo con la mera fuerza de su convicción, se ganaba la vida día a día sin que le pesaran las nostalgias o la aplastaran las expectativas de los otros. Porque los demás siempre quieren cosas de uno, incluso los que no están; y eso esclaviza. Eugenia no le paraba bolas a eso. O eso creía yo, que ella era libre, una mexicana que se propuso viajar el continente sola, pero mirada de cerca, así como cuando una mira a un tipo a ver si aguanta o no, la vida de Eugenia daba tristeza y hasta rabia.

      Eugenia decidió abandonar la universidad y salió a rodar tierras. Arrojó por la ventana los pequeños modelos de edificios en los que llevaba semanas trabajando. Lanzó contra su padre el título de bachiller que colgaba enmarcado en la sala. No la detuvo el llanto de su madre cuando cruzó la puerta sin fecha de regreso. Cargaba una mochila repleta de cosas inútiles que luego tuvo que botar para quedarse con lo esencial. De eso se trataba todo, de aprender a vivir con lo básico, consigo misma. Se dirigió al único hostal del centro de Ciudad de México y permaneció allí varios días aprendiendo de los viajeros experimentados. Cuando nos conocimos en Bogotá, ella me hablaba con alegría de estos primeros días en que comenzó su conversión hacia “las alternativas para vivir al margen de una existencia tiranizada por el dinero”. Yo reía. Le respondía que yo quería una montaña de plata y tal vez así haría un viaje como el que ella planeó ¿Cómo pretendía llegar lejos con apenas dos o tres mesadas ahorradas? Es cierto que escribía y dibujaba unos cuentos para niños muy bonitos, pero no hay que pedirle pan y techo al arte. También me contó que esa primera noche fuera de casa soñó que volaba sobre las selvas centroamericanas, luego se trepaba a las alturas andinas y saltaba a las pampas patagónicas. Despertó con la vida que le desbordaba el cuerpo.

      Cada año nuevo corro con mis maletas alrededor de la cuadra, pero de nada ha servido. ¿Tendré algún karma, como solía decir Eugenia de ella misma? Dizque andaba pagando yo no sé qué maldición. Tardó unos días más en Ciudad de México antes de dirigirse al sur. Platicaba con los huéspedes del hostal que se quedaban una o dos noches. Todos iban y venían. A excepción de un colombiano invariable que en silencio observaba el vaivén de viajeros desde el maloliente sofá del lobby. No hablaba con nadie, no salía a turistear, no trabajaba. Si intentabas amistarte con él, regresabas asqueado del tipo. No por sus desagradables monólogos, sino por su aliento. Eugenia decía que era una enfermedad; yo creo que las tripas se le habían podrido ahí aplastado como estaba en ese sofá. Cuando hablaba lo hacía cubriéndose la boca con la mano, ninguna tapa de cañería hubiera ayudado. Sus obsesiones no eran menos nauseabundas: siempre montaba un monólogo sobre las masacres en Sinaloa, los desmembramientos en Sonora, los derretidos en ácido a los que se refería como pozole. Día y noche leía periódicos que mandaba traer por cajas. Coleccionaba las noticias más sangrientas, las recortaba con cuidado y luego cubría las paredes del hostal, antes adornadas con imágenes aztecas y promociones para turistas. Eugenia lo contemplaba como a un misterio. Recuerdo que lo llamó «Encanto Aterrador», pero su nombre era Camilo.

      El día que se conocieron Eugenia desayunaba intranquila. Estaba por decidir si marcharse ese mismo


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